Noche sin fin

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El ferrocarril no pudo detenerse y le pasó por encima a aquel hombre. Era un viejo conocido que andaba con el escuadrón de la muerte: se había quedado dormido en las vías; eso fue lo que escuchamos.

Los alumnos de la escuela primaria estuvimos ahí, formados desde poco antes de las siete de la mañana, soportando el frío de enero que escarchaba los campos y mojaba los zapatos. Era la primera vez que veríamos el armatoste metálico que anunciaba el progreso de la nación, y también la deuda impagable con los ingleses.

El ferrocarril llegó quince minutos tarde, y aunque se habían esforzado por limpiarlo, lo cierto era que había algunas salpicaduras de sangre corriendo en el costado de los primeros tres vagones, además, la carne fresca de aquel desdichado se había fundido con el metal caliente de las ruedas y formó una masa achicharrada que olía a pelos quemados.

El profesor no pudo resistir aquel espectáculo infame y pidió que nos dieran permiso para volver otro día. En su vaho agrio alcanzó a enviar una orden que no escuché –tal vez por la gran impresión del momento-, solo pude leerle los labios dando la orden de ¡media vuelta!, ¡ya! Volvimos todos en paso redoblado hasta la escuela.

Fue mi primer contacto directo con la muerte, un contacto tímido.

2

Me arrolló con la furia callada de los locos. Así, sin más. Su mano decidida me empujó hasta tropezar con los costales de maíz, caí de espaldas.

Y en la oscuridad me sacó la espina que traía clavada desde muchos años antes -la había visto bañándose desnuda bajo la luz de la luna, trazando con sus manos figuras extrañas en el aire. Fue allá en el bosque, y ella había notado que la descubrí. No dije nada-.

Nunca supe si fue un acto de compasión, complicidad, o si le ardía la misma brasa en el pecho, una igual a la que yo sentía por ella. Pero pareció que sí, porque se acaballó encima mío y al instante se transfiguró, toda ella, en una combustión lenta que fue pronto un incendio voraz que me dejó en el desamparo para toda la vida.

Su movimiento lento y acompasado fue primero un dolor de conciencia, pero se volvió de a poco en un suicidio acompañado y mutuo, un hervidero de entraña de volcán, un zarpazo de fuego…

La indispensabilidad de su cuerpo se volvió mi cruz.

Fue mi segundo contacto con la muerte. La muerte del placer descarado.

3

Se internó en el bosque negro –ahí donde una vez la vi desnuda-. Era claro que no iba a ver bien, yo le había robado los ojos de gato que se ponía por las noches.

Corría sin descanso, se escuchaba su paso de flecha rompiendo la maleza afilada, sus rodillas atropellando los carrizos, su jadeo acelerado. Tenía miedo. Era poderosa, pero tenía miedo.

No pude seguirle el paso y me lazaron, igual que a una mula sometida. Los hombres más jóvenes avanzaban en dirección contraria, para alcanzarla, sus antorchas dejaban una estela de micro incendios instantáneos apagándose.

Me sacaron del bosque y me amarraron a un tronco seco, justo detrás del convento, después me cubrieron la cara con un saco. Pensé en mamá, a esa hora debía estar rezando el eterno rosario por las almas del purgatorio.

La noche se diluyó en una calma tensa de murmullos fugitivos. Cerca del amanecer se alborotó otra vez la gente, muchos gritos y llanto de niños. En un momento los gritos de todos fueron uno solo: ¡ahí está!, ¡ahí la traen!

Fue mi tercer contacto con la muerte. Un contacto de incertidumbre y oscuridad.

4

Alguien colocó la antorcha encendida en mi mano derecha y procedió a quitarme el saco de la cara. Me desataron y nos pusieron frente a frente.

Hicieron que la rodeara con un círculo de sal. Solo entonces levantó la mirada… la recuerdo nítidamente, con el cabello recogido en un peinado descuidado, sus ojos estaban anegados, tal vez por sus escarmientos internos, o por la imposibilidad para acabar con todos ahí mismo.

No fue necesario que abriera los labios, porque en mi mente la pude escuchar:

Aquí se acaba el camino –me dijo-, pero sé que seguirás entre la gente.

Después de eso bajó la mirada. Mi mano se apresuró en un movimiento involuntario y le prendió fuego. No hubo gritos, ni lamentos, solo un olor a buganvilias muertas.

Fue mi penúltimo contacto con la muerte, y persigo ansiosamente al último, el verdadero… para buscarla en los campos desolados de la otra vida, para dejar atrás esta noche sin fin.

 

*A la hechicera cósmica. Lectora siempre ausente en estos senderos de saudade. 


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