De la culpa y de unos pies descalzos.

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     La última vez que te escuché reír pensé que iba a ser la primera, que dormiríamos juntos y que al día siguiente yo sería alguien. Mañana seré alguien, pero todo lo demás nunca pasó. Me dí la vuelta y allí no había nadie. De nuevo, al mirar de frente, tampoco vi a nadie. Te fuiste y la ciudad se fue contigo. El tiempo y el viento, todo se fue. Famélico y sucio, envuelto en un ruido atroz, salí de allí como pude. Pasaron tres días en los que no me encontré ni te encontré. Tampoco lo encontré a él, pero sabía que estaba, como dios que es, en todas partes.

     No me volví a enfrentar a sus ojos hasta unas horas después de que el ruido hubiese pasado, cuando solo se oía de lejos como un vaho pegajoso y triste. No volví a saber nada de ti hasta muchas horas después, como si todo lo hubieses sabido, como si lo hubieses soñado.

     Cuando puse el pie en la moqueta, noté que estaba tan sucia como mis manos. Un cierto sabor a plástico se amotinaba entre mis encías y cuando me puse ante el espejo, me apoyé en el lavabo y tuve que escupir. Tosí intentando mover algo de lo que tenía por dentro, pero ni siquiera la tos quería salir. No me vi capaz de respirar y cerré los ojos en un intento de verme mejor, pero las imágenes en mi cerebro me asustaron y tuve que volver a abrir los párpados a pesar del dolor. Golpes y sonidos metálicos se hinchaban de nuevo en mi cerebro que quería explotar y expandirse, deshacerse como un castillo de arena y rezumar por mis oídos como un reloj que predice la muerte cuando ya está lejos.

     La ducha no me hizo mal, pero tampoco ningún bien. El agua fría no limpió mis heridas ni mis marcas, no desprendió de mí el olor a mugre y a nervios danzantes, y no desplumó la lechuza que revoloteaba ciega en mi garganta, impidiéndome tragar o vomitar, cortándome sin sangre un aliento que no quería merecer.

     El último golpe recordaba haberlo dado yo, y el cadáver, más fingido que muerto, respiraba frío cuando empecé a vestirme. Incómodamente presente, mis músculos fueron respondiendo lentamente y comprendiendo que no es necesario el sigilo en una atmósfera que no te quiere ver. La mañana me ignoró igual que lo habían hecho la noche y las calles, y salí de allí pisando con asco blandos rizos de lana que, como su dueño, recibían los golpes con un rumor hueco. Con la camiseta manchada de orgullo y sin ser capaz de calzarme los zapatos, bajé prometiendo en cada escalón no volver a subir nunca. En cuanto el sol me hizo inclinarme entre dos coches y vomitar de rodillas, recordé lo poco que valen mis promesas. Agarrado a un parachoques rascado y sucio, intentaba que mis dedos negros como esa áspera mañana no tocasen nada que pudiese morir. Cuando fui capaz de recobrar el equilibrio y engañar a mi dignidad, me fui a casa. Anduve descalzo y cuando llegué a la esquina que a veces te veo girar, envolví los zapatos en la camiseta y los tiré a un contenedor de vidrio. Crucé la calle con el pantalón mal abrochado y lleno de manchas que escondí como un ladrón, como un asesino que deja atrás las voces en las horas de sol.

     No toqué nada y me volví a duchar para intentar olvidar el olor a cieno y para intentar borrar el que la ducha anterior había dejado entre mis uñas. Ninguno desapareció, pero me impregné del tuyo, de un olor que me llevó a la tela granate de detrás de la puerta y me hizo volver a sentir náuseas y a tragar una saliva irrespirable que tenía el tacto del asfalto y el color de un cristal muy fino.

     Cuando llamaste te escuché diferente, o así te pensé. Cuando viniste me sentí diferente, eso lo sé. Cuando llamó y te miré, ahí empecé a morir. Cuando hablé y los cigüeñales comenzaron a girar como ayer, supe que no había remedio. Todo siguió igual y no nos volvimos a ver hasta después de haberte dejado de ver, pero el día que pensaba recordar como el que empecé a vivir, sin saber cómo, se había convertido en el primer día de mi lenta muerte.


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