El que no murió

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Llegó un momento en que el viento helado traspasó los raídos trapos con que se cubría, obligándolo a salir de la vizcachera y encender una hoguera con la cual poder pelearle al frío. No le fue fácil, las piedras chasqueaban y chasqueaban entre sus manos entumecidas sin desprenderse de ellas ni una mísera chispa esperanzadora de calor. Pero de tanto intentar (sin reparo y con el cielo nublado, no le quedaba otra) finalmente la paja agarró; se apuró a tirarle ramitas secas y cuando el fuego estuvo a punto, como queriendo agarrar las llamas, arrimó las manos frías al fuego. Y así, arrodillado junto a la hoguera, se quedó, pensando con expresión angustiada que nada tenía para echarse al estómago. 

   Un relincho venido desde algún lugar lo sacó de los pensamientos desalentadores. Buscó al caballo, escudriñando hacia los cuatro puntos cardinales, hasta que lo vio, al costado del camino de tierra, cercano a la vizcachera. Era un overo colorado; llevaba montura, pero no se veía al dueño por ningún lado. Se acomodó el traperío que le envolvía el cuerpo y se encaminó al encuentro del caballo, siempre buscando a su dueño, al cual finalmente encontró, tirado en el zanjón seco que costeaba el camino, a metros del fiel caballo. El hombre estaba herido, sangraba por la boca y emitía unos quejidos lastimosos y balbuceos incomprensibles en un intento vano de hacerse entender; sus ojos, pavorosos, parecían querer decir lo que su balbucear inconexo no conseguía expresar con claridad, pero sea lo que fuere se perdía en la inutilidad del intento. Reparó en su melena y barba, ambas crecidas al descuido, tal cual él, por lo que se figuró estar mirándose en un espejo o delante de la presencia de algún hermano perdido que sus padres le hubieran ocultado su existencia. Lo dio vuelta buscando la herida y ahí encontró la causa de su desgracia: un cuchillo, que no era el suyo pues lo llevaba en la cintura, sino otro, clavado en la espalda. 

   Pero mire que le han chuciao fiero, mi amigo, le dijo, y dicho esto se lo desenterró; un chorro de sangre saltó hacia el pastizal, y cosa de pocos minutos, la muerte se llevó al desconocido de este mundo. En ese instante fue invadido por pensamientos macabros. Temiendo otros ojos, miró en los alrededores con desconfianza, pero la pampa desértica, más allá de algunas aves revoloteando en la distancia, le confirmó que los hechos solo eran auténticos para sí propio. Llevó el caballo por las riendas hasta la vizcachera y luego de hacer un nudo con una de ellas en el mango del cuchillo, lo enterró en la tierra, después volvió donde el muerto. Lo trajo a la rastra y registrando en los bolsillos y en dos bolsas de harina colgadas a los costados de la montura, encontró, entre un poncho mugriento y cacharros tiznados, algunos billetes y monedas de plata, pero ninguna documentación que identificara al finado. Para un vizcachero como él, pensó, aquel dinero representaba una pequeña fortuna y además estaba el caballo, y ropas decentes, a pesar del tajo y la sangre en la camisa, y botas... "Mucha suerte junta de un solo porrazo pa´ quien siempre le ha sido escurridiza, pero debe ser ansí mesmo cuando el viento cambia a favor de uno", en esto pensaba mientras se deshacía del traperío harapiento que lo cubría y con el cual vistió al muerto. Ya estaba listo el trueque. 

   Antes de partir, le echó una última mirada al desgraciado, que fue como ver su propia muerte. Pero a lo hecho pecho, se dijo, ahora nuevamente era alguien, como lo fuera alguna vez. Con esa convicción se dejó llevar por el caballo hasta donde fuere que lo llevase a dar con los huesos. 

Delante de la pulpería había dos caballos atados en el palenque. Nomás al entrar reparó que la cara del pulpero, entre las cabezas de dos paisanos de espalda, arrimados al mostrador, se le puso pálida de repente, agrandando los ojos desmesuradamente y abriendo la boca como las bocas de los orates, y por último que se le resbalaba el vaso que sostenía en las manos, el cual, al estrellarse contra el piso, hizo que los paisanos miraran primero al pulpero y en seguida, dándose vuelta rápidamente, a él. 

   Notó en sus semblantes, que pasaron del rojo provocado por el aguardiente a la palidez de vela en el acto, la misma expresión de sorpresa del pulpero. 

   El disgraciao entuavía está entre los vivos, cuchicheó uno, y el otro:  

   ¿Será que ha güelto pa´ restituirte el cuchillo? El dueño del cuchillo, incapaz de ocultar la desazón, soltó una carcajada estúpida.

   Entretanto, pensaba él, mejor dicho, evaluaba, con la urgencia que el momento requería, la encrucijada que el destino le había preparado en la pulpería. Si negaba que era quien los otros pensaban que era, esto no garantizaba que se tragaran el azuelo, con lo que la muerte a manos de esos dos, que seguramente acostumbrados a agarrarse a la cuchilladas, mucho más que él con toda seguridad, que solo sabía matar bichos salvajes a palazos y pedradas y robar huevos de los nidos, estaba a pocos pasos. Por otro lado, si conseguía que le creyeran, volver a la vizcachera no era más una opción, ya que ni vida podía llamarse a la que llevaba a diario entre la penuria y la soledad que lo acorralaban desde los cuatro costados del mundo pampeano. 

    Los hombres vacilaban; el que había perdido el cuchillo, había sacado una daga de la bota derecha, la cual sostenía con mano temblorosa, mientras el otro ya tenía, temblando también, su cuchillo listo para usarlo, es lo que parecía. Entonces, decidido a entrar al entrevero al todo o nada, empuñó los dos cuchillos del muerto y encomendándole el pellejo a Dios, los desafió, a todo pulmón:  

   ¡Vengan entonces, ahijuna carajo! Ésto lo dijo con la convicción de quien está jugado y tanto le da lo que vendrá. Nunca supo qué habrán visto de amenazante en sus facciones los dos, porque al oír su intimidante desafío pararon en seco y se miraron entre sí y, sin decir palabra, rumbearon hacia una puertita lateral, por donde ganaron el campo como alma que ha visto al diablo. 

   Él se los quedó mirando hasta que sus siluetas se confundieron en el cardal, respirando aliviado por haberla sacado barata. Después, encarando al pulpero, le preguntó qué tenía para comer. El pulpero tragó en seco. 

   No se priocupe, don Saverio, que ya mando a calientar el estofao que ha quedao de anoche..., el pulpero hizo una pausa para otra tragada en seco, enseguida añadió, mientras manoteaba una botella de barro y un vaso: y mientras tantito vaya tomándose una giniebrita por cuenta ´e la casa, ande Saverio Paredes siempre e´ bienvenido. "Con que ese es mi nombre ahura", se dijo, antes de embuchar el primer trago. Le ardió hasta el alma, pero realmente lo necesitaba. 


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