La cita

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—En serio. Deberías invitarla a salir. —Mi hermano me había estado insistiendo durante toda la velada en aquel acto inaugural. Lo que se dice comer, no habíamos comido demasiado: las raciones eran diminutas, tenías que fiarte del cocinero cuando te anunciaban lo que llevaba; pero al menos había conocido a alguien. Esta chica imponente, Laura se llamaba, parecía muy agradable y nos caímos bien desde el primer momento. Tenía una sonrisa preciosa y nos interesaban los mismos temas. ¿Qué podía perder si lo más seguro es que no volviera a verla de nuevo?

Una vez me hube armado de valor (y de algún que otro mojito un poco más cargado de lo habitual), me dispuse a pedirle una cita para celebrar mi recién estrenada soltería de casi dos años y medio. Aproveché el momento en que los paramédicos se llevaron al amigo que la acompañaba porque se estaba ahogando por culpa de un canapé ridículamente pequeño. No recuerdo lo que le dije, pero el caso es que aceptó y quedamos en que pasaría a recogerla el viernes siguiente a las nueve para llevarla a cenar por ahí. A las ocho y cincuenta estaba plantado en la puerta de su piso dispuesto a llevarla a bailar a un sitio nuevo de la zona del centro. Su voz resonó a través del telefonillo diciendo que bajaba en un momento. Pasaron treinta minutos y empecé a preocuparme un poco. Varios operarios aparecieron corriendo por la calle y entraron en el portal donde yo esperaba a mi cita hablando de un ascensor. Resulta que se había quedado encerrada en éste y tuvo que esperar, sin cobertura para usar el móvil, hasta que vinieran a sacarla.

—No sé qué me pasa —empezó a decir—. Es la tercera vez este mes que acabo atrapada allí dentro.

Traté de calmarla y le comenté mi plan. Laura prefirió que fuéramos a otro sitio que le encantaba. Era un karaoke donde, a parte de cantar, podías pedir comida y ver como la cocinaban allí mismo en un extremo de la sala. No me entusiasmó demasiado la idea, pero acepté. Al llegar, nos encontramos con un grupo de gente que ella conocía y, tras los saludos pertinentes, nos vimos casi obligados a juntarnos con ellos. Resultaron ser personas muy divertidas y dicharacheras. Me sorprendió la cantidad de anécdotas que tenían para compartir. Casi lloré de la risa de muchas que contaban. No entendía por qué en casi todas en las que salía Laura acababan en una huida del lugar donde se encontraban. En un momento de euforia precedida por incontables copas, Laura se subió al escenario para cantar, bebida en mano. Su actuación fue una de esas en que no sabes dónde meterte. Su voz estridente podría haber sido objeto de denuncias ante el tribunal de la Haya por crímenes contra la humanidad. Lo perjudicada que estaba solo empeoró su coordinación, precipitando el alcohol de su copa (que no recordaba tener) al aparato de karaoke, produciendo un pequeño incendio con vistas a expandirse. Las llamas se alzaron hasta el techo en un momento y la gente que trasnochaba allí, incluidos los amigos de Laura, no se lo pensó dos veces: surgieron los gritos y los empujones para ver quién salía primero.

El sistema antiincendios hizo su trabajo y los daños acabaron siendo menores de lo esperado. Tras pedir perdón a la gente del local y dar explicaciones a los bomberos, que se aguantaban la risa, vinieron los agentes de policía a interrogarnos. Empecé a mosquearme de verdad cuando estos saludaron a mi cita con toda la naturalidad del mundo y preguntaron resignados: «¿otra vez?» Laura y yo decidimos que aquello no era la mejor primera cita para dos personas que buscaban el amor. Me dijo que no era la primera vez que acababa así. Y fue entonces cuando comprendí el porqué de aquellos finales de las muchas historias que había oído durante la cena. Lo mejor fue olvidar aquel incidente y darnos un tiempo. En mi mente tejía una red de excusas que le soltaría si intentaba quedar conmigo de nuevo; apreciaba mi vida demasiado como para arriesgarme. Nos despedimos con un beso en la mejilla y me deseo buena suerte. No sin antes confesarme que todo el mundo le decía que podía ser un poco gafe a veces.


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