¡Fóllame, fóllame, fóllame!

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La mujer llegó a esta mi ciudad en otoño. Este otoño. Nadie, todavía hoy, sabe nada de ella. Sabemos, eso sí, que se llama M. Es muy rica. Tiene que serlo porque ha comprado la mansión de los Hernández. Una casa enorme a las afueras de la ciudad y que en alguna ocasión se pensó podía albergar un hotel de lujo. Ahora es de ella. Y vive sola. No tiene personas que atiendas la casa. Ella se encarga. Y sale a hacer la compra. Baja y sube en taxi. Es una mujer que pica los cincuenta años. Y aparenta menos. No muchos menos. Es una mujer morena, con algo de sobrepeso. “Tiene las curvas que todo hombre bien criado valora en el mercado”, dijo Pablito en la tertulia de la esquina del muelle. Y ese culo.

Pero el más inteligente, y también el más convencido de la inutilidad de la tertulia, fue Rafa, llamado también el Araña: “Y los millones que ha de tener en el banco”.

Ya hemos presentado a la señora. Y hemos de decir también que los años se han sucedido como los rápidos segundos de la vida de todo bicho viviente, aunque vaya a paso de tortuga.

Ya la tenemos hecha una vieja. Y es gorda, y está encorvada. Y sigue viviendo sola. Y hace la compra. Y baja y sube en taxi.

Hace un año se ha vuelto muy religiosa. O muy aficionada a las misas de viernes y domingo. El viernes no falla a la de la tarde. Y el domingo hace acto de presencia a la del mediodía.

Una pordiosera que se pone en una de las puertas de la iglesia tiende la mano a todo el que entra y sale, pero con ella hace algo más. La mujer se pone en pie y las dos manos van como al cuello de M. Así recibe un billete de 10 euros. “Que Dios la bendiga”, dice la mendicante.

A esta hora, cuando escribo, me llega la noticia de la muerte de M.

Sucedió en Mercadona, en el pasillo de congelados.  Cayó al suelo y se puso a decir cosas sin sentido. “¡Un ataque al corazón, seguro!”, gritó un empleado que la socorría, o sea, que le preguntaba cómo se encontraba, qué la había pasado, si respiraba bien, si se sentía algo mejor, que se tranquilizara, que no sería nada, y que la ambulancia ya estaba a la vuelta de la esquina. “¿Alguien ha llamado al uno, uno, dos?”.

El bolso de M. se abrió con la caída y del interior se escaparon númerosos billetes de quinientos euros. También una imagen de san Judas y la foto de un joven militar.

“Así que no podemos volver a vernos, José María. Entiéndelo. No insistas. Mi madre se niega y si mi padre se enterara te mataría en el acto y a mí me metería en el convento donde está mi tía Clarita. Yo te quiero, pesado, que no eres más que un pesado militar republicano y rojo y ateo, pero también sufro haciendo sufrir a mi hermanito. Y ya sabes que si mi hermanito el santo nos diera su bendición, yo, ay, yo José María me escaparía contigo al fin del mundo, o como tú dices, nos iríamos a París o a Londres, pero si no tengo su bendición, y no la tendré jamás porque eres rojo y ateo y mujeriego y jugador y un idiota de los pies a la cabeza y no sabes leer ni escribir y te importa muy poco mi felicidad y sólo piensas en joder y en joderme, y ya por pulpa de tanto joder tengo la barriga que tengo y se la oculto a mis padres y a mi hermanito esperando a que llegue el buen día y pueda tirar la criaturita por un barranco, yo, que lo sepas y lo memorices, y va muy serio, no doy el paso. ¿Tú la quieres? ¿Tú quieres a esta criatura que llevo en mis entrañas? ¡Tú que vas a querer, si tú no quieres nadie! Y no pongas cara de ruso taciturno. ¿A mí me quieres? No te creo. Ya no te creo. A ver, si me quieres de verdad empieza por dejar de ser un rojo bobo y vago, entra a la iglesia y pide perdón a todos, comenzando por don Camilo. Reza, reza mucho y deja de tocarte a todas horas, sobre todo en el cine. Que es que no paras de tocarte, José María. Y deja de pegar tiros a gente cristiana y santa y honrada y trabajadora y también de animar a poner bombas y deja de cantar esas canciones de las tuyas que son horrorosas y me enfrían el coño. Así que no podemos volver a vernos. Es del todo imposible. Ni en verano, ni en la playa, ni en la casa abandonada de tu tía. No puedo más con todo esto, José María.”

Y de repente abrió la boca, y entonces salió tanto aire del cuerpo, que el alma de la joven mujer que fue una vez se escapó de la carcasa gritando el nombre de José María, y un ¡fóllame, fóllame, fóllame! Que medio espanta a la clientela de Mercadona. Y seguía el alma: “…Que llevo toda la vida pensando en ti y maldiciendo la hora en que mi hermano y tú se juntaron para vivir enamorados”.

“¡Fóllame, fóllame, fóllame, José María!”.

Y los de la ambulancia cuando llegaron cargaron con el cuerpo de una vieja. Una vieja más.

El montón de billetes de quinientos euros se envió a la presidencia de Mercadona, junto a la medallita de san judas y la foto de José María.

Acción, todo hay que decirlo, muy criticada por la pordiosera que sigue poniéndose en una de las puertas de la Iglesia esperando que algún creyente o curioso deje caer un billete de diez euros. Pero ya solo pone una mano, y nunca ha vuelto a ponerse en pie con la intención aparente de agarrar a la persona por el cuello.


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