Ravelo en el bar de Frank

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Daban las once, más o menos. Pero sí, digamos que las once. De la noche, claro. Ravelo se bebió el poco güisqui que quedaba en el vaso. Todos los fumadores, jodidos hijos de puta, se habían puesto a su lado. Las mujeres más feas de una noche fea también estaban ahí, cerca, oliendo fatal, no por feas, sino porque todos en ese bar llevaban muertos ni se sabe el tiempo. Teresita sí que era guapa y cantaba feliz y bien y olía también bien, como él. En realidad Ravelo olía igual de mal que el resto de los muertos reunidos en el bar cutre de Frank, otro muerto. Pero Ravelo se había enamorado de Teresita en 1936. Quería ser una gran actriz, pero la guerra acaba con sueños, trajes de lujo, colonias, comida y con la vida. Si una guerra se prolonga en el tiempo acaba con la muerte también.

Teresita murió sin poder elegir bando. Bueno, ella miraba con cariño a Ravelo, ¿cariño?, sí, porque lo cierto es que no lo miraba como él a ella. Aquello sí que era amor. Pero ella no. Cariño, afecto, mucho afecto, pero amor, ni hablar.

Ravelo vivió hasta que al acabar la cosa lo pillaron en un callejón a oscuras de Madrid, saliendo de una casa donde había follado casi gratis por ser rojo. "Eres un valiente, Ravelo", le decía la puta cuando Ravelo metía con fuerza todo el deseo y toda la pena de un derrotado.

Lo fusilaron esa misma noche porque Ravelo no era un angelito y se había cepillado en pocas horas a muchos nacionales. También monjas, curas, niños y todo bicho viviente que se cruzara por el camino.

Cuando se aburría se pasaba por una cheka y dale que te pego que sólo se vive una vez.

Así que los nacionales lo fusilaron, pero antes quisieron saber algunas cosas y preguntaron y no consiguieron respuestas. El tiro de gracia lo dio un canario llamado Lorenzo que luego se meó encima del cadáver de Ravelo, cagándose en su puta madre y deseando que se pudriera en el infierno. O donde coño vayan a parar a pudrirse los rojos de mierda.

“Dame todas las balas que quiero seguir disparando sobre este jodido cuerpo de mierda”. Eso dijo Lorenzo oyendo las risas de los compañeros y el llanto de un viejo hijoputa que había matado a su hija porque era monja y virgen y más guapita que la Virgen María.

Pero lo que no sabía Lorenzo, un hijoputa más de la España hijaputa era que la niña nunca quiso ser monja y que lo quería era matar rojos porque según ella tenían la polla pequeña y se bañaban poco. “¡Piojosos!”, decía la niña monjita en su celda con ganas de tirar la puerta del convento abajo, pero las hermanitas la sujetaban y ella las llamaba putas y putas y mal nacidas y que era hora de defender España y de menos rezos y de persignarse a cada paso que daban. Menuda era la niña a la que el viejo hijoputa también, natural, había rajado el cuello entrando en el convento con la excusa de que se moría de algo feo en la cabeza.

El infierno era el bar de Frank. La España matándose y ya muerta, era el bar de Frank. Un fumadero. Sucio, viejo, con Teresita en plan inalcanzable y subida a un escenario, cantando, bailando, elegante, guapa, piropeada por hombres con muchas estrellas. Todas las estrellas que caben en el pozo más hondo y negro.


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