Resurrección

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Como quiera que fuera, volvería a escribirlo, aunque con ello me arriesgue a caer en la cursilería que he eludido por tanto tiempo para no verme como ese caballero medieval que quedó inmortalizado en la luenga figura de Don Quijote, a quien su atraso cultural manchego lo perpetuaría como el varón anacrónico y ridículo por excelencia, además de impulsarlo con sentimientos fuera de la época que lo incitarían a buscar derroteros arcaicos y a entonar canciones de mal gusto en el nombre de doncellas fantasmales. [No podía ser de otra manera: En esos polvorientos días, en España y sus vastos territorios continentales y de ultramar, los feudales y sus aristócratas quijotescos conseguían afianzarse aún más en el reino, propiciando en el próximo siglo la pérdida total de su imperio; Inglaterra, al contrario, se sumía en guerras abanderadas por la naciente burguesía, que luchaba por liberarse de sus decrépitos caballeros de armadura, los “lores” —fuente de la que bebería Cervantes para ridiculizarlos—, a los que finalmente derrotaron, creando con ello un imperio mundial, industrial y financiero, que nos gobierna hasta en este presente siglo]. Evidentemente, consideraba que no era mi caso y me encontraba prevenido de antemano por la historia literaria contra tales chungos, es decir, contra la cursilería.

Ahí estaba yo, sentado en aquella silla mecedora que tanto odiaba (mi mujer la había comprado más por “ley consuetudinaria”; no la necesitábamos). Odiaba la visión de esta silla, que me parecía fútil y desierta. Ahora que me sincero, quizá era porque representaba el reflejo de mi posterior crepúsculo, que yo temía lleno de soledad, vejez y penuria, como pasa con todo lo viejo e incómodo que va apagándose lentamente en la oscuridad.

Tenía el libro en mis manos. Recién lo había adquirido. Lo hojeaba. Entonces vi la fotografía. Quise de algún modo contenerme, pensando en Don Quijote y su sentimentalismo desactualizado, pero fue imposible. Mis lágrimas, profusas, comenzaron a recorrer con tremenda rapidez el arco entero de mis pestañas, cayendo, gota a gota, pasión a pasión, sobre la página satinada del viejo ejemplar. Muchas imágenes vinieron a mi mente, imágenes familiares, conyugales, filiales, que creía pérdidas y que ocasionalmente me llegaban como en un déjà vu, de las que solo me bastaban su sola avenencia para estropearme la jornada. Era previsible, pues, que sintiera un dolor autodestructivo en lo alto del pecho y que el poder de su asombro no me dejase siquiera respirar. La amé y me amó, tratándome siempre como a su dios predilecto.

Veía el retrato incrustado en la página mientras lo sostenía en mi mano, y temblaba; alcé el libro, le eché una mirada tierna, sumergí mi nariz en sus páginas amarillentas, y aspiré profundo, como si quisiera volver a sentir el delicioso olor de la piel de aquel ser que había sido el único acierto en mi vida, y que se había marchado para siempre hacia los confines de ese lugar incógnito que, obviamente, nadie conoce, pero que todos alcanzaremos en algún momento concreto.

Sabía quién era el sujeto de la fotografía, el escritor León Tolstói, a quien admiraba mucho y había leído desde siempre, pero nunca lo había visto de una manera tan personal y tan cercana. La instantánea, estremecedora, atrapaba el prurito de su alma —era un descubrimiento íntimo que me dislocaba psicológicamente, dejándome perplejo—, imprimiendo en aquella hoja de papel brillante una especie de augurio de lo que sería mi futuro.

Se veía tan natural, tan humana y tan familiar, que pronto evocó en mí algo que yo había desechado a golpes de ira y negación desde lo más recóndito de mi mortecino interior: su mirada.

Esa mirada franca que ambos poseían, Tolstói y mi mujer, y que tenía el poder de subyugar a cualquier voluntad, por terca que fuera, para enderezarla por el camino del bien con la dulzura de la razón y el amor, y a la que yo, un imbécil bien pagado de mí mismo, había hecho entristecer por muchos años.

“¡Escúchame!”, solía gritarle, mientras aventaba la hoja de la puerta y me marchaba al porche, furioso, con ganas de fumarme un cigarrillo. “Jamás me equivoco!”

Enseguida recordé el estudio crítico que José Iturriaga hizo de él en el prefacio de sus novelas cortas, “La sonata a Kreutzter” y “La muerte de Iván Ilich”, publicadas por el Grupo Océano, donde lo retrata con gran maestría y honestidad, y que, cuando las compré con mi primer sueldo, me costaron una fortuna. Efectivamente, nuestro Tolstói era un soñador temperamental, muchas veces autoritario, el típico profeta loco, a lo Rasputín, además desclasado, que había brotado de las entrañas del inmenso campesinado que da vida a la gran matria rusa; mi mujer, libre y moderna, era lo opuesto: sosegada, silenciosa, diligente y muy capaz. En una palabra, una mujer prudente, pero también una feminista decisiva; sabía manejar los tiempos y el ritmo de los eventos.

A la hora de acostarnos en la cama, llegaba despacio, me acariciaba el cabello y entonces me daba un beso en la frente.

“Román”, me decía en susurros, “tranquilo. Todo estará bien”.

Nuevamente comprendía, restregándome los ojos, como muchas veces antes había comprendido más allá del luto, que existen seres, voluntades y existencias tan ricas emocionalmente, que nos desnudan como lo que realmente somos: un cadáver seco e hipócrita, que no tiene más arma que despotricar contra todo aquello que atente con resucitarnos por la vía del amor y del conocimiento.

Entendía en ese momento, a través de los ojos eslavos de Tolstói, asombrosamente parecidos a los de mi mujer, a través de su camisa campesina, a través de sus botas lodosas, a través de su pipa sucia y a través de su gorro militar de aristócrata despreciado, que no había otro camino para la redención que el arrepentimiento, el sacrificio, la humildad y el verdadero amor.

¡Cuántas veces el egoísmo me hizo quedar en ridículo como un pedante estúpido y soberbio a los ojos de mis pupilos y, sobre todo, ante los ojos de aquella espléndida mujer! ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás disculpar los errores de juventud de este hombre que está punto de exhalar su último aliento? Fui un egoísta. Y, lo peor de todo, me enorgullecí a cada minuto de ello, y lo disfruté, como un tonto disfruta de su mala broma, como si aquello fuera el plus ultra del intelecto humano.

Tengo aún en la mano el libro que compré en un baratillo de venta de ropa usada, mi dedo sigue estancado en la página 66, titulado “Resurrection. Revised Edition”, publicado por la casa editora neoyorkina Grosset & Dunlap con prefacio de su hija la condesa Ilya Tolstói, firmado con su puño y letra, ilustrado con fotografías del Sindicato de la United Artists tomadas de la película homónima protagonizada por Rod La Rocque y Dolores del Río.

Estoy inmerso en el folio y no veo ahora ya a Tolstói ni a mi mujer. En la oscuridad que me atrapa, ahora solamente distingo al Príncipe Dimitri Nejliúdov que cabalga orgulloso montado en su caballo negro a lo largo del campo, y tras él, sonriente y feliz, a su humilde Katiusha, su amada Máslova, quien de pronto se ve libre de sus miserias y de su corroída prisión. Mi corazón se desgarra.

“¡Te amo, príncipe mío! Todo va a estar bien”.

Cierro mis ojos, mientras limpio mis pómulos y siento el fuego de una opresión fuliginosa, pero redentora, que va absorbiendo mi último resuello.

Oh, mi Katiusha, mi Katiusha, mi amor, lo siento tanto, lo siento tanto. Todo ha sido culpa de este hombre estúpido, pérfido y sin valor. No te vayas, mi Katiusha. Quédate aquí conmigo.

Estiro la mano, veo tu espectro, te giras; con tu limpia sonrisa y tus pequeños ojos marrones, envuelta por un aura blanquecina y la mayor de las ternuras, me susurras dulcemente:

“Tranquilo, Román, resurgirás, y esta vez no volveremos a equivocarnos”.

 

 


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