La odisea de los aburridos

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Un perro, más o menos así de grande, ¡pero así, y no exagero!, apareció de repente e impedía que pudiese seguir adelante.

Enseñar los dientes y tener el cuerpo en tensión y no dejar de gruñir y estar a un metro, si acaso, de echarse encima de mí; en fin, digamos que el animal me ponía de los nervios y yo empezaba a cagarme en los pantalones.

Un camino en mitad del bosque, a menos de media hora para que se hiciera de noche y el cabrón del perro plantado ahí delante, con ganas de matarme y los ojos clavados en los míos.

Sudor. Escalofríos.

Un movimiento por leve que este fuera, dejar de mirar al animal, toser, decir una palabra absurda, todas esas cosas me condenaban. Y en esas cosas pensaba. Y estar ahí sin hacer nada me condenaba también. El condenado y el verdugo frente a frente. ¿A qué espera?, me pregunté una y otra vez. ¿A que se haga de noche? Será cabrón el hijoputa. ¿Y si salgo corriendo sin mirar atrás y corro y corro hasta reventar los pulmones? El camino me lo sé y lo recorro si quiero con los ojos cerrados. Ni una cuesta. Todo recto hasta llegar a las primeras casas. Menos de unos quinientos metros. ¿Pero de dónde ha podido salir esta mala bestia? ¿Y el dueño anda cerca? Lleva collar. Gritar socorro es tentar a la suerte. Eso pienso. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Cinco minutos? ¿Menos? A mí se me ha hecho una eternidad.

Y siguen lo rugidos y los dientes se muestran como la amenaza real de muerte segura si te pillo la yugular, está diciendo el perro con sus ojos fijos en los míos. Entonces sucede lo “gracioso” dirán algunos de ustedes. Y puede que lo sea. Pero a mí no me lo pareció entonces y no me lo parece hoy.

La aparición de una mariposa distrajo al animal. Hizo que cesaran los rugidos y la demostración de fuerza.

La boca dejó de ser la trituradora de carne y el animal comenzó a jalear como un cachorrito con ganas de hacer travesuras. Saltaba intentado atrapar a la mariposa.

Creo, sinceramente lo creo así, que no pretendía comérsela. Atraparla para jugar con ella. Sí, jugar.

A mí me había tenido secuestrado y a un paso del infarto, y a la mariposa la miraba con el morro apacible y humilde. Se fue tras ella y yo caminé despacio alejándome del lugar.

Lo conté en casa y mi mujer se reía de la anécdota. ¿Anécdota?

Es el perro de Luis. Ya sabes, el diputado que vive al comienzo de la urbanización.

¿Ese es su perro?

Pues claro. Se llama Toti. Más simpático.

¿Simpático? Quería matarme el muy cabrón.

¡Qué exagerado eres!

Oye, si un perro se te pone en ese plan y el tiempo se para y con los treinta kilos o más que tiene encima, y todo puro músculo, en serio, lo que hay delante de uno es una máquina de matar y no un caniche.

Que es inofensivo, tonto. A mí me lo ha hecho muchas veces. Y a más gente. Se pone así porque quiere jugar. Nada más que eso.

¿A más gente? ¿Que lo que quiere es jugar?

Pues claro. Sale de cualquier sitio donde esté escondido y se te planta delante. Entonces te acercas con risas y lo agarras por la cabezota y se deja caer a la tierra dejándose acariciar como un conejillo. ¡Es más mono! Lo queremos un montón.

¿Cómo dices que se llama?

Toti. ¿A que es un bonito nombre?

Y es el perro del diputado de mierda de ahí al lado.

¿Y si nos hacemos con uno igual?

Tú has perdido la cabeza, muchacha.

Aburrido. Te has vuelto más aburrido que una almeja.

Un perro como ese aquí dentro y me mando a mudar de la casa

Pero si son perros nobles, leales.

¡Yo nunca he visto a ese jodido perro por este sitio, y menos donde hoy casi me mata!

Eso te pasa porque no sales. Misántropo. Todo el santo día aquí metido, en tu biblioteca, con tus libros, tu música, tu jardín y tu botánica. Tu mundo gótico de mierda que te ha trastornado, mi hijo.

Ahora va a resultar que la culpa es mía. O sea, un perro del demonio casi acaba conmigo y tengo que inmolarme. Tiene cojones la cosa.

¿Y la mariposa?

¿Qué?

La mariposa, tolete. Me dijiste que se fue tras una mariposa.

Sí.

Pues ahí lo tienes. Ese perro es tan bueno como su dueño.

Yo no conozco al dueño. Sé que hay un diputado porque me has dicho que hay un político viviendo en una de las casas.

Tú no conoces a nadie. Dices buenos días y suena como el arranque de la lavadora.

Bah, ahora no estoy para perder el tiempo en boberías.

Pasaron dos semanas. No más. Y en el mismo sitio se vuelve a cruzar el jodido perro. Y haciendo lo mismo. Dispuesto a lanzarse sobre mí al primer movimiento sospechoso. ¿Qué debía hacer? ¿Aguardar hasta que pasase por allí la misma mariposa? ¿Un folelé? ¿Qué podía hacer ante la mala bestia que me enseñaba lo dientes en declaración de guerra? Y apareció el dueño. El diputado. La primera vez que le veía la cara. Un tipo bajo, gordo, calvo, con la boca más grande del mundo. Ojos pequeños y negros. La voz aflautada.

Llamó al perro. “Toti”. Y el perro pasó de ser un miembro más de la SS para ser un Platero sumiso, alegre, danzarín, atlético.

Le gusta jugar.

Pues a mí me tiene acojonado.

Oh, no debe tenerle miedo. Es del todo inofensivo. Cuando se pone en plan macho alfa, una mosca, una mariquita, una llamada cariñosa lo derrumba.

O sea, que es un perro maricón.

Y va el diputado y se me enfada y se manda a mudar deseándome buenos días.

Yo jamás he podido entender cómo es posible desear los buenos días a alguien mientras te alejas de él cagándote en su puta madre. Y eso era lo que estaba haciendo el diputado. Seguro. Y luego soy yo el misántropo.

¡Le va a votar su puta madre!, pensé.

¡Y la próxima vez que vea al perro me lo cargo con estas manos!, pensé.

¡Hasta otra, señor diputado!, dije.

Pero fue el perro el que se volvió para soltarme tres ¡guau! que me sentenciaban a muerte.

¡Que te den por culo, cabrón!, pensé.

Pero el perro volvió a ladrarme.

Naturalmente se lo conté a mi mujer. Todo. Tal cual. Y se enfadó. Que si soy un energúmeno, un salvaje, un desalmado. Que no puedo relacionarme con nadie. Que qué pensará a partir de ahora el diputado Luis de nosotros. Que fuera a pedirle disculpas. Pero ya mismo. Que a qué esperaba ahí sentado con un cuento entre las manos. Yo no salía de mi asombro.

Y ahora me hago con un perro porque me sale del coño y sanseacabó, ¿oíste? Es que lo tuyo es mucho, joder. ¡Y no tardes!

Bueno, caminé un par de minutos y me planté ante la casa del diputado de los cojones. Luis. Luisito el cabrón. Llamé. Y abrió Luis. Sin camisa. Con una lata de cerveza. Pantalón de pijama. Ahora con gafas.

¿Qué desea?

Empezamos mal, pensé.

Vengo a pedirte disculpas por lo de antes. Lo digo en serio. Se me fue la cabeza. Estoy muy nervioso estos últimos meses. Pero no es excusa para decir lo que dije. Espero, de verdad que espero que aceptes mis disculpas.

Claro que sí.

Gracias, de verdad.

No hay de qué.

Es un perro maravilloso. Y ese pelo negro azabache.

Es un gran perro. ¡Toti!

Lo llama y se pone ante nosotros en menos de un segundo. Dientes fuera. Mirada de asesino. Y Luis que bebe cerveza. Se quita las gafas.

¿Te interesa la política?

No mucho, la verdad.

La política lo es todo. Al fin y al cabo, tú y yo estamos haciendo política ahora. En este instante. Herederos de los griegos. El ágora, La polis. La filosofía.

Y la herencia romana y la cultura judeocristiana, añadí.

Luis volvió a ponerse las gafas. Algo más serio el rostro.

¿Quieres acariciarle?

Claro. Me ha dicho mi mujer que es un pedazo de pan.

No tanto. Pero sí que es obediente. No corres ningún peligro. Te doy mi palabra.

Creo que no le caigo muy bien.

Nos reímos. Yo forzadamente. Luis se muere de ganas por saber qué mano perderé primero.

Toti se lo hace a todo el mundo. A mis padres igual. Y a mis sobrinos.

Con él no necesitas alarmas en casa.

Vamos, acaríciale la cabeza. Anda, tranquilo. Vamos, con una mano. Suavemente. Que sepa que lo haces porque quieres, porque te gusta hacerlo, porque tienes ganas de ser su amigo.

¿Ya te dije que vamos a meter un perro en casa? Mi mujer lo quiere y a mí me parece una buena idea. Un perro como Toti. ¿Qué raza es?

¿Toti?

Sí.

Ni idea, la verdad. Creo que es alemán, o belga. Yo digo que ucraniano.

Pues un perro como él quiere mi mujer.

Acarícialo.

Ah, sí.

¿Cómo te llamas?

Cándido.

Perfecto.

Y el perro abrió más la boca.

Ella y yo nos separamos. Lo mejor. Se fue a vivir con Luis. Y con Toti. Los tres paseando por el mundo. Nos veíamos más de la cuenta. Y ella y yo hablábamos con menos armas de asalto. Luis siguió siendo diputado del PSOE y yo lo veía con el mismo pantalón de pijama y la misma marca de cerveza. Fue engordando. La erótica del poder. En la urbanización la gente abrazaba, besaba, se paraba a hablar y hacía planes para el próximo fin de semana, siempre y cuando a Luis le fuera bien.

Una tarde lluviosa y ventolera llamaron a la puerta. Ella. Y Toti. Llorando, ella.

¿Qué te pasa?

Que quiere matar a Toti.

¿Qué?

Está muy malito. Pero no sufre todavía. Y ya quiere que le pinchen. ¿Sabes?

Ah. ¿Y qué tiene?

No lo sé. Pero han dicho que es irreversible. Que lo mejor, ya sabes.

Pues claro.

Pero es muy pronto.

Si va a terminar sufriendo…

¡Pero mírale ahora! Tiene las mismas ganas de vivir de siempre.

Y de acabar conmigo, por lo que veo.

Y lo mataron. Dulcemente. Luis habló del animal con elogios. Sublimes palabras. Y ella calló. Pero no para siempre. En el altar de la casa pusieron las cenizas del perro. Yo no opino. Que pregunten a Poe. Y más tarde, al cabo de cuatro meses o algo así se trajeron otro perro. Unas amigas aconsejaron sacar a Toti (otro Toti) del refugio.

¿Ucraniano?, pregunté.

Serbio, respondió Luis, sabiendo por donde iban los tiros.

Pero era pequeño. Blanco. Ojos azules. Preciosos los ojos del perro. Y no me miraba con cara de asesino. Así que me lo gané a la primera oportunidad. Iba a la casa del diputado a jugar con el animal. Cualquier excusa era perfecta. Hasta me hice cargo de él algunos fines de semana. Amigos.

Serbio, los cojones. Este era de Chueca.

Pequeños placeres para un desgraciado como yo significan tantísimo teniendo al lado a la mujer con la que había compartido cosas y ahora, en fin. Somos los miserables los que jamás aceptamos que ella esté acostada abierta de piernas con el tío ese que fue el dueño de la bestia que casi acaba con mi vida. Somos desgraciados hasta tener certeza de la corporeidad de la misma. Apesta a podredumbre. Y en la soledad de un hombre como yo, jubilado anticipadamente y sin interés por las cosas hermosas o aberrantes de la vida, sin amigos a quienes joder y que me jodan, recluido en casa con novelas y cuentos góticos y vampiros y castillos destruidos e inundaciones con marquesas, duquesas y cardenales salvando vidas y labriegos y gente humilde perdiendo haciendas, aprendiendo alemán y griego y el inglés para que nadie con aires de superioridad me diga qué está diciendo Otelo, qué le pasa por la cabeza a Hamlet y esas cosas. Si Wide canta o llora quiero ser yo y no otro el que recibe el sonido de la voz de mi amado y va en su ayuda.

Así pasan los días de un tipo masturbándose bajo la ducha. Lanzando contra la pared un plato con espaguetis, escuchando a Thelonious Monk y condenado, digo bien, condenado a leer y releer a los malditos de los penny dreadfuls y a los grandes del gótico más descarnado. Y pasarme horas enteras con Dinesen.

Hasta que los días se terminan y el desgraciado, aburrido, seco y cariacontecido hijoputa decide poner fin a muchas cosas. La vida es una cosa. La muerte es otra cosa. No son cosas las cosas. Se llega a este punto de irreflexión y el aire es plomo que se traga.

Un año después de la salida de casa de una mujer a la que no quería pero a la que me había acostumbrado, como ella a mí, y hoy por la mañana, tras el primer café, y vendrán muchos más, la nieve lo cubre todo. Y el viento. Es Fargo pero sin sangre. Todavía. Tengo que ser el depredador de la primera temporada o el carnicero de la segunda. O seré uno de los muchos que pierden la vida porque tontamente pasan por el sitio equivocado a la hora equivocada. Fargo en el centro peninsular. También Rusia acabó aquí, más o menos. Y los pueblos del oeste en cualquier secarral de esta tierra. Hasta China. La nieve me gusta. Y más nieve me gusta más. Y el viento, si es capaz de llevarse la mierda y las cosas buenas y malas y dejar una nada blanca y fría, también. También el viento me gusta si arranca árboles y hace volar billetes de quinientos euros. Ella está en casa. Yo en casa. Luis en Casa. Toti en casa. Pero no todo el mundo está en casa. Me asomo a la ventana y veo pasar a dos viejos que se detienen ante mi casa. Saben que los observando. Hablan entre ellos. El viento hace un requiebro para no desintegrarlos. La nieve parece salir de ellos. Caminan hacia mi puerta. ¿Vendedores de seguros? ¿Testigos de Jehová? ¿Gente del Cis? ¿Abogados de El Proceso? Llaman.

Un año después no hay nieve. Hace frío pero no hay nieve. No hay viento. Un cielo despejado y azul. Un sol que no calienta y que se muere de aburrimiento. Luis se muere de algo extraño. Jodidamente extraño. No quiero que muera. Tengo miedo al regreso de ella. Paso por casa del diputado para hablar un poco. La casa en realidad ya es de ella.

Hoy estás mejor.

Quédate con el perro. Por favor. Le caes muy bien.

Lo sé.

Ella no lo soporta.

No le gustan los animales.

Me preocupa lo que le pueda pasar. Tú lo cuidarás bien.

¿Y ella?

Ella también.

Ella también, ¿qué?

Ella también sabe cuidarse bien.

Pero yo te veo mucho mejor. En serio. Mejor color. Más animado. Tienes buena voz. Me han dicho que tienes más apetito. Ganas de pasear.

¿Sabes lo que tengo?

Ni idea, Luis.

Ella lo sabe. Y se horroriza al tener que recordar lo que tengo cuando le pregunto a bocajarro. Pero se lo calla. Miente. Un cáncer de estómago. Responde así.

¿Y no es cáncer?

Es algo mucho peor que el cáncer. Lo nunca visto por la medicina moderna.

¿Y contagioso?

Ojalá.

Me río.

Aparece Toti llevando en la boca un juguete. Ya está dispuesto para agotarme.

Luis se muere ahí mismo. Sin darme cuenta. Mientras juego con el perro. Le pregunto, y como no responde, me da lo mismo. Sigo jugando. Salgo de la casa y dejo la puerta abierta. Hay gente que entra y sale y como si tal cosa. Luisa nos mira desde el segundo piso. Desde el dormitorio. Me saluda.

Quiere volver, pienso que dice con la mirada.

Ni caso.

Las cosas pasan así. Ocurren así. Tal cual. La vida es anodina, sin cambios, aunque los ojos vean mentiras, espejismos, sueños. Nada cambia y nada se mueve de su sitio.

Toti es un perro maricón que se tira para follarme y me gusta jugar con él.

Ella no está sola. Nunca estará sola. El muerto no está solo. Ni frío ni caliente.

Son las cosas que pasan sin que sepamos que están ahí para siempre. No es gatopardismo. No es un barón rampante ahí arriba y manteniendo firme y pura su promesa. No hablo de las veinticuatro horas de la odisea en Dublín.

Yo, aquí, en la hierba, con un frío del carajo y un perro que me folla, pienso que no hay realidad. Pienso que todo es como en “La inundación” de Dinesen. El mar entrando y las máscaras cayendo de las caras de los vivos.

También de las caras de los muertos.


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