Ya vengo.

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No, no era lo mismo, aquello con lo que crecí, con quienes conviví y hasta mí rutina diaria se había desvanecido en lo que el mundo describe como una desgracia; había que reconocerlo, aunque mantenía la esperanza en que el país mejoraría, la realidad me tocó el hombro y sentí el escalofrío recorrer mí espalda ante la posibilidad de tener que abandonarlo todo y empezar de nuevo, más allá de mis fronteras por mi bien y el de mi familia.

Ya era típico de mis amigos en sus escasos momentos libres conversar conmigo y hacer la incómoda pregunta:

-¿Cuándo sales?

Pero por mucho que ensordecía esa cuestión en todo mi ser, la respuesta siempre era la misma: -Es mi país y aquí me quedo luchando. Como queriendo darme ánimos sola para seguir evadiendo la situación.

Acto seguido, un sinfín de razones explicando porqué emigrar es lo mejor que se puede hacer en estos momentos según ellos.

- Será temporal, puedes regresar cuando todo mejore. Es rudo afuera, pero te acostumbras; hablamos luego, debo trabajar.

Y así después de una rápida despedida la idea me quedó rondando en la cabeza; me niego a dejar a mí gente, mi país, pero me toca, no hay de otra más que dejar los prejuicios a un lado, hacer “de tripas corazón” y asumir el hecho… -Me voy.

Y las lágrimas brotaron como nunca antes había sucedido.

No es fácil tomar la decisión, piensas en lo que implica salir: la pesadilla de los tramites de apostilla, el dinero, donde ir, quien te recibe, entre otras cosas; pero también, en lo que estas dejando en tu hogar,incluso a tus mascotas esos seres amados con quienes será casi imposible comunicarse una vez en el exilio. Recuerdo que no sabía que empacar, mi cabeza me daba vueltas, lo que necesitaba no lo podía llevar conmigo, mis seres queridos.

Sentía un nudo en la garganta y el pecho apretado, más por la nostalgia de dejar a mi familia, que por la incertidumbre de la travesía. Gina, mi perra mestiza observaba cada uno de mis movimientos nerviosos en esa habitación que pronto quedaría vacía. Me detuve para acariciarla y era obvio que podía notar mi tristeza, agitaba su cola lentamente y lamia mis manos como queriendo consolarme, me partía el alma.

Gina se posó en mis zapatos como solía hacerlo cuando recién llego a la casa después del trabajo. No pude evitar verla con los ojos aguados.

-Estará bien, la cuidaremos y no le hará falta nada. Me reanimaba mí madre con la voz entrecortada; siempre admiraré de ella su fortaleza para alentarme aun con su corazón hecho trizas.

Esa mañana de septiembre llovía en la ciudad y Gina entre sus cobijas levantó su mirada para despedirse de mí, la abracé y se levantó para lamerme y acariciarme con su hocico. Aguanté la respiración para no llorar y en ese momento supe lo crueles que son las despedidas.

Han pasado tres años desde ese día, llamo cada vez que puedo, pregunto por todos en la familia, los cuentos del barrio, la vida en la ciudad y por Gina. 

-Está bien, me acompaña en la cocina y en la sala tranquilita mientras me pongo a coser; cuando puede se mete al cuarto a echarse en tus zapatos, espera en la puerta y se entusiasma cuando escucha que alguien llega. Ella también te extraña.

Me comenta mi madre en tono sereno.  Y dentro de mí, recuerdo que justo al abrazarles, a todos les hice una promesa antes de partir, incluso a Gina: “Ya vengo"


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