Las ratas

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Hace muchos siglos el hombre nos declaró la guerra. Las ratas fuimos, pues, a la guerra.

Matamos, y muchas de nosotras perdieron la vida en la pelea cuerpo a cuerpo que tanto nos gusta y para la que nacemos y nos educan desde tierna edad.

Pero nosotras no queríamos la guerra. El hombre se hizo dueño y señor de muchos mundos, y nosotros no queríamos perder el nuestro. Nuestro hogar. Nuestras ciudades. Nuestras oquedades. El día y la noche nos pertenecían. El ruido y el silencio con el viento corriendo por las calles estrechas de Arico.

La guerra se prolongó lo que no está escrito.

El hombre ganó.

Y nosotras firmamos la rendición y aceptamos la paz de los derrotados.

Había una condición para la paz y evitar el exterminio que también asumimos. Las ratas podíamos seguir viviendo en este mundo, pero bajo la certeza absoluta de que el hombre también podía ser, si así lo deseaba, una rata más entre las ratas. Entre nosotras el hombre.

Sea.

Las guerras se han multiplicado. Conflictos repentinos, fugaces. Mueren hombres, mueren ratas. O mueren siempre ratas. Y es que el hombre cuando muere, si tiene tiempo para hablar, dice ser rata antes de callar y comenzar a oler a fiambre con alma.

Nunca vamos a saber por qué el hombre muere siendo rata y renunciando al alma. Nunca preguntaremos el porqué. No necesitamos saberlo.

Nosotras no tenemos alma y las cucarachas no tienen alma y las arañas no tienen alma y las lombrices no tienen alma y estos mocos que llevo a la boca no tienen alma y tienen alma los niños que nos comemos y nunca hacen la guerra.

Si el hombre quiere ser rata, sea, pero a los niños los educan hasta los nueve años como personas con espíritu.

Aprenden que hay un más allá, que el amor es bueno, que la familia es sagrada, que Dios perdona, que el Demonio quema, que el cigarro mata, que la madre lo es todo y que aprender y sacar buenas notas es garantía de éxito. Pero luego tienen que ir a la guerra, o al trabajo, da lo mismo. Y ya son ratas. Aspiran a ser ratas, a morir como ratas.

Nosotras compartimos el mundo. Mordemos, corremos, nunca pasamos hambre, vivimos muchos más años que el hombre. Perdimos la gran guerra y el tratado que firmamos sigue en pie. Las escaramuzas se acaban pronto.

Mi hermano muerto al que no conozco es enterrado en un cementerio blanco, con muchos cipreses y un viento dando vueltas en la eternidad.

Un terreno vacío de construcciones para las tumbas. Kilómetros y kilómetros de tierra seca, piedras, lagartos. Son tantos los que acuden. La esposa no se despega de mi lado.

Me sujeta la polla para no caer.

La tarde en otoño dura lo que dura y la noche aplasta la luz de todos los días que vivió el muerto con un chasquido de dedos.

No sé conducir. Ella me lleva a casa. Su casa. La casa de mi hermano. Bebemos.

Los diez libros encima de una mesa al lado de la ventana.

“Fíjate, tío. Diez libros. Yo creía que no había vida para leer tantos libros. Pues ahí los tienes. Y los leyó. Y se acordaba de lo que en las páginas contaban esos escritores. Yo no sé leer, pero tu hermano leía en voz alta. Que si una ballena, que si un bicho de repente y el protagonista ya no sale del cuarto, que si un chico bueno en una cruz y luego vuelve como si nada, que si comunismo, que si fascismo, que si dos bobos se ponen a hablar en una catedral, que no es sitio para hablar, aunque no sé muy bien qué será eso de una catedral, pero imagino que un cine, o algo así; ¿y qué es un cine? Cuantas cosas leyó tu hermano. Así que todos los libros para ti. ¿Tú sabes leer?”

No sé qué fue de ella.

Habrá muerto hecha una rata fea, negra, gorda, llena de lombrices y varices y con aliento a zotal.

Sin alma, naturalmente.


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