El Caso Rudolph - Parte 1

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1

Para el detective de la Unidad de Crímenes Violentos, el tolupán Yanuel López, y para algunos otros pocos, aquella víspera de Navidad era una de las más tristes y patéticas de la historia jurídica del país. Para muchos otros, más bien era motivo de hilaridad. Por eso cuando sintió que un sentimiento de animadversión lo atrapaba justamente después de haber hecho la compra del diario matutino mientras pensaba en subir los escalones de la estación, supo que las cosas comenzarían a joderse. Parado en aquella transitada esquina, su olfato de viejo sabueso percibía que una especie de halo vomitivo se bifurcaba en el aire, cubriendo por entero a la urbe; de alguna forma kármica, lo alcanzaba a él solamente. Que su fiel canillita le aventara la gacetilla en la cara y que, al girar la vista, advirtiera que la gente lo miraba con el desdén de un leproso, le confirmaba sus sospechas. Todos los que apretaban el paso por aquel lugar posaban los ojos con desconfianza en su uniforme de la Dirección Nacional de Investigación Criminal. Un ácido retortijón le hizo contraer el vientre; se dio dos golpecitos en las mejillas, como para despertarse de aquel mal sueño, hasta que se decidió por abrir el periódico, y entonces descubrió el porqué de los acontecimientos.

Mientras leía con minuciosidad aquella noticia, palabra por palabra, reparó en que el asunto traía malaleche y que a los responsables de semejante patraña se les había salido de las manos, ofreciendo una vez más al público deferentes y galanas muestras de su gran talento. Aparte de imprudente, la publicación sobrepasaba los límites de lo moral y lo absurdo y el encabezado en negritas y a times new roman no servía más que para mofarse y dejar en vergüenza a la insigne institución de la policía. Como en una bola de nieve, enseguida también empezaron a caer desprestigiados el ministerio público, los funcionarios judiciales per se y la Corte Suprema, para acabar llevándose de encuentro al ejecutivo del gobierno centralizado de la república a cargo de “El Hombre, quien rugía de enojo. Esto provocó que, tras un “profundo estudio” de la situación, los asesores de imagen mandaran una carta a la Corte, quejándose de lo ridículo y lo mal parado que resultaba la promoción de esa nota mediática que como en una novela de “lado b” narraba el arresto y la posterior sentencia de un pobre y hambriento campesino. La carta, escrita a mano por el ejecutivo, acababa con un folklorismo trumpiano de extrema derecha dirigida a su primo el magistrado presidente: “Como cabeza de la jurisprudencia has actuado como un leguleyo de pacotilla y si estás ahí sentado ha sido por la gracia y la bondad de mi persona y el respeto que le debo a mi tío Chon. La cagaste como la cagan los más grandes idiotas, con tremendos estertores y abundante hez. Ahora, haz algo productivo y compón esta mierda.”

En realidad, los publicistas del poder judicial, cegados por su propia burbuja discursiva, estaban convencidos de que aquel lance publicitario guardaba una gran dosis de “buena fe y hasta de cristiana voluntad” y esperaban que con su envío —dirigido a las clases sociales más bajas, en cuyo seno los crímenes repuntaban sin control y virulencia—, se dejara firmemente asentado que no existía en la Tierra un poder más ecuánime, severo y justo que el de aquel gobierno divino. Fue un error garrafal de cálculo. En la madrugada habían instruido a los diarios más influyentes para que divulgaran la noticia en primera plana, donde debía hacerse eco sobre todo de la rápida y ágil actuación de la maquinaria gubernamental. Sólo después, el problema que ahora mortificaba el cerebro de los funcionarios salía a flote: la alucinante publicación comenzaba a convertirse en una amenaza para la paz pública.

Con aquella su lógica burocrática, como era previsible y a la velocidad del rayo, contrataron a un todólogo apagafuegos para que “enfriara” lo férvido del alboroto en un foro televisivo; éste, henchido de amor propio y vanidad, con la pierna cruzada, la quijada alzada y los ojos entreabiertos, comenzó su ponencia con una retahíla de conceptos incomprensibles que acabó en un parloteo inverosímil: “Digo que es una cuestión de hermenéutica, y, por lo tanto, sus propiedades pertenecen al ámbito del ‘subjetivismo’ y abarcan un amplío espectro de ambigüedad”, blah, blah, “que, ciertamente, se presta a una larga manipulación por parte de aquellos vándalos rompevidrios y saqueadores del mal”. El presentador del foro, conocida figura que justificaba todas las acciones del gobierno, no paraba de asentir con su cabeza calva, mientras abría las manos con la humildad de un monje y animaba a los demás interlocutores para que asintieran con él. Por último, el todólogo, quizá refrescado por retorno del aire acondicionado que recorría el plateau, dijo que el tema era tan genérico que se transmutaba en un argumento trivial.

“A nadie le importa”, expresó con la seriedad del erudito y la mirada fija en la cámara, señalando con el aplomo del que sabe que “cuando este tipo de bulos se cuela en la prensa, nunca hay nada que temer. Basta un ‘ya aburren con la misma noticia’ y el asunto estará olvidado después de tres días”.

El daño, sin embargo, estaba hecho y los espectadores no tardaron en mofarse de su análisis artificial y pretencioso con la remisión de mensajes vía Twitter y Facebook que pronto eran removidos de la pantalla de la televisión. Algunos ciudadanos que alardeaban de revolucionarios decían que se trataba de una sátira, quizá de una parodia, una mala broma de la “prensa opositora” en contra del aparato represivo de la “dictadura”; en tanto que para otros, cobijados por una lectura más reaccionaria, significaba la vuelta a los buenos tiempos donde primaba “Dios, el orden, la familia, la paz y el respeto a la propiedad privada”. El pueblo llano, sin embargo, cansado de la hipocresía de la alta sociedad, enseguida la había transformado en una chanza con la que lanzaban dardos mordaces contra los administradores de justicia y del gobierno.

Por eso cuando el detective López, que leía de reojo y trataba de contener los gases del estómago, descubría que se iba en la colada con todo el aparato de gobierno y era considerado uno de los hombres más odiados del momento, no tuvo más remedio que echarse una sonrisa nerviosa de medio labio y frente alisada, mientras hacía el ademán de tapar la foto de archivo en la que su jefe, el comisionado de la policía Roberto González, sujetaba con rudeza el brazo de aquel hereje infractor de las leyes nacionales que se encontraba custodiado, además, por el mediático fiscal anticrímenes, Juan Ábalos. La crónica del crimen decía así:

«Sentenciado finalmente a 8 años de prisión el delincuente Florencio Cipile por hurto agravado de ganado menor y por delito de hurto simple. [Tres gallinas y un saquito frijoles]. El condenado alega en su defensa que los encontró abandonados y supuso que eran ‘animales, cosas perdidas’, por lo que le asistía el derecho de apropiárselas y de generar ganancias. Sin embargo, para el Ministerio Público, tal acción no es excusable, y cita el Título VII…, Art. 220..., del Código Penal vigente: “Quien encontrándose una cosa perdida, no le entregare a la autoridad, o a su dueño si supiese quien lo es, y se la apropiare con intención de lucro, serán sancionados con 3 a 8 años de cárcel”. Según la Policía Judicial, se estableció que el sujeto se apropió indebidamente de la misma con la intención de beneficiarse, como lo prueban los testimonios de los propietarios de pequeños puestos del mercado, por lo que ha recibido la pena mínima de 3 años respecto al hurto simple y 5 años por el ilícito del hurto de ganado menor. El vocero de la Fiscalía ha dicho que Ley también es clara: “Artículo 226…: El hurto de ganado menor se penará con tres a ocho años de reclusión. Constituye agravante de este delito el hurto de tres o más cabezas de ganado mayor o menor”. Según averiguaciones del departamento de la policía, el sujeto no es originario de la ciudad sino del interior del país y acostumbraba a merodear por la zona, por lo que la población circundante estaba envuelta por una ola de terror constante. “Hoy los pequeños comerciantes se sienten contentos por la rauda acción ya que ahora se respira un remanso de paz y seguridad, y agradecen a la institución sus esfuerzos por hacer frente a la criminalidad.” Además, diversos sectores de la sociedad, como la Cámara de Comercio y la Asociación de Industriales, celebran que se haya hecho justicia y aplauden este tipo de sanciones contra la delincuencia, pues establece un canon de prevención del delito que al mismo tiempo sirve como medio disuasorio para todos aquellos ociosos de razón oscura y perversa.»

El detective López no era un renegado, pero, como muchos profesionales, sintió un gran bochorno tras la lectura de tamaña aberración “legal y sociológica”. Sobre todo, le apenaba la bastarda deliberación de pietismo y admonición con el que el editor intencionalmente fundía en un estilo pedagógico-político al relato, similar al espíritu evangélico de la ley que el legislador alguna vez formuló. Fastidiado, cerró el diario y lo tiró a la basura. Un remolino de polvo le pegó de lleno en el rostro, provocándole ahí mismo un relámpago nemotécnico inesperado: se acordó de la verdadera razón por la que lo había comprado —si bien era cierto que él era un hombre de la vieja escuela que se informaba “en papel” y se resistía al uso de la tecnología “porque no le gustaba que lo anduvieran controlando”—: Era acerca de la “noticia bomba”, la “gran revelación”. Emocionado por la ventura, lo recogió y comenzó a ojearlo con frenesí en busca de la auténtica noticia, de ese gran notición que “conmocionaría a los cimientos de la sociedad”. Se trataba nada más y nada menos que de la sentencia dictada por un juez de Estados Unidos en contra del hermano de “El Hombre”, el ahora exdiputado TJ que se pudría de por vida en la cárcel. La buscó y la buscó en la portada y luego en las páginas principales, pero sus esfuerzos parecían esfumarse en el vacío, hasta que se topó con un pequeño recuadro que yacía escondido en medio de anuncios de inmobiliarias y ofertas de empleo de agencias de colocación fantasmas. ¡Era la auténtica noticia esperada con ansias por todos! Se desilusionó cuando vio que se habían empeñado en publicarla con grafía pequeña, de difícil ubicación y sin ninguna importancia. En el titular no se hacía mención del nombre del réprobo, y en el cuerpo del texto aparecía una sola vez escrito en crípticas siglas. Sacó la lupa que cargaba en el maletín y, esquivando algunos rayos de sol, leyó con emoción el encabezado:

«Exdiputado del Congreso Nacional condenado a cadena perpetua por cargos de narcotráfico y posesión de metralletas en Estados Unidos de América por un jurado del distrito sur de Nueva York bajo la supervisión del juez W. K. Castilio.

»Es importante señalar que el exdiputado se declaró, desde el principio, como “no culpable” ante los tribunales estadounidenses. El acusado es el hermano menor del actual presidente de la república, quien el pasado jueves, durante la firma del decreto que dio vida al traslado profético de la embajada de Tel Aviv a Jerusalén, dijo que la inteligencia nacional había desvelado una estratagema urdida por narcotraficantes resentidos que buscaban infligirle el mayor daño posible, a él y a sus allegados. “Es una venganza”, afirmó, “de las fuerzas oscuras que hoy por hoy se sienten acorraladas por mi gestión como mandatario”. Le recordó a la nación que él ha logrado bajar el índice de homicidios de 108 a 39 asesinatos por cada 100 mil habitantes.

»—Cuando yo llegué a la presidencia figurábamos como el “país más violento del Mundo”.

»También dijo que bajo su mandato, el país pasó de ser un “puente activo del narcotráfico” a paraíso de inversionistas. “Nos hemos convertido en un país del turismo. Reduje en 97% el transito de cocaína. Hoy mi patria está libre de drogas”.

»Añadió que ‘malos ciudadanos, en su desesperación y afán de vendetta, han tenido el descaro de incriminarme. A mi pueblo le digo: No triunfarán y no arruinarán mi legado. Todo el mundo sabe que al diputado TJ lo condenan basándose en falsos testimonios’.»

El detective López captó con su larga experiencia que el distanciamiento sanguíneo que hacía el presidente de su hermano era de una “agudeza notable”, pero inútil. Ya el pueblo los había condenado desde hace muchos años. El desaforado ruido de un claxón terminó por asustarlo y aceleró su lectura, mientras exclamaba amargamente: “Más de lo mismo”. Subió otro escalón en la acera, y ya iba arrugando las hojas del periódico cuando avistó otra noticia, adyacente, impresa en letras grandes. “Será posible”, caviló. Leyó la nota con la curiosidad de un niño:

«Congresista Cárdenas: ‘El diputado TJ es un hombre inocente que ha sido víctima de la jurisprudencia lacaya. Es inadmisible la injerencia de potencias extranjeras en nuestro aparato de justicia porque destruye la institucionalidad del país’».

Dentro del artículo:

«—Ha sido debido a este tipo de injusticias —señala el diputado Cárdenas, colega de TJ—, que nosotros, como diputados del partido de gobierno en el Congreso, votamos en contra de la permanencia de esa mal llamada ‘Comisión Internacional Anticorrupción’, patrocinada por la Organización de Estados Americanos. Voté por expulsarla y no me avergüenzo de ello. Al contrario, me enorgullezco. Mi fiel amigo, qué Dios lo ampare, es un perseguido y prisionero político, porque todo esto no es más que una cacería de brujas. También soy víctima de sus malos propósitos. No me arrepiento de haberla expulsado porque con ello salvamos la ‘institucionalidad’. Como patriota les digo: ‘Aquí no es ningún potrero, y nuestras leyes deben respetarse. ‘Ay de aquel que se robe aunque sea una gallina, ¡sin manos va a quedar!’ Lo que es de uno, es de uno. La propiedad privada es sagrada.

»Quiero denunciar que he sido acusado injustamente por razones políticas: No es cierto que me haya robado 20 millones de dólares. Con toda la honestidad del mundo, puedo justificar esos fondos que el partido depositó en mi cuenta bancaria, y del que tanto cacareó esa gente extranjera, porque soy su coordinador político y tengo la dirección, responsabilidad y control de los fondos financieros para el correcto funcionamiento de la campaña política. Demonizar a un procedimiento administrativo es execrable y deja entrever una inmensa ignorancia de la gestión burocrática vernácula. Me avergonzaron, y eso no tiene perdón de Dios.

»Tampoco formo parte de ninguna red que la oposición llama “Pacto de Impunidad” y que ‘supuestamente’ acabó por aprobar el vapuleado y apodado injustamente “narco-código” que libra de la cárcel a los narcotraficantes y corruptos. Sí, soy uno de los promotores de este código y me siento muy orgulloso de él. Quiero aclararle a la población que este nuevo código penal no es ningún ‘narco-código’ ni qué ocho cuartos. Soy abogado y notario. Conozco de criminología. ¿Sabe usted quién es Cesare Beccaria? Con gran sabiduría, nuestro erudito marqués alega en su “Tratado de los delitos y de las penas” que tres son los manantiales de donde se derivan los principios morales y políticos reguladores de los hombres: “La revelación, la ley natural y los pactos establecidos por la sociedad”. ¿Qué entiende usted por eso? Esta es la base con la que hemos creado y aprobado nuestro nuevo código penal, un maravilla jurídica y legislativa digna de ser emulada incluso por los doctos jurisconsultos de la policía del mundo, los Estados Unidos de América. Por supuesto, sus detractores no lo mencionan, en cambio lo ocultan, pero para la confección de este código hemos contado con la asesoría de las mayores y mejores mentes penalistas de España, Europa, Asia y América. La clave para entender este código es la siguiente regla de oro:

»Debe existir una proporción entre los delitos y las penas.

»En cuanto a que Estados Unidos me haya quitado la visa americana y me haya incluido en la ‘Lista Engel’, la ‘Ley Magnitsky’, la ‘Foreign Corrupt Practices Act’ y otras sandeces por el estilo, está más que claro que el objetivo que buscan es el de someterme políticamente, como hicieron con el diputado TJ. Nótese con atención que no me sancionan por corrupto o por narcotraficante como hicieron con él, porque no tienen ninguna evidencia documental ni elementos probatorios para enjuiciarme. Eso no obsta para que sigan con su actuación circense. ¡Pobres ilusos!, Creen que podrán presionarme para que busque congraciarme con ellos y emprenda ‘la lucha’ contra la migración irregular hacia su país. Ahí están la razón y el origen de sus ataques en mi contra y deduzco que sucedió lo mismo con el honorable diputado TJ, ahora preso de por vida.

»¿Sabe qué es lo que pienso sobre esas ridículas sanciones? ¡Qué me la pelan!»

¡Un patriota de pelo en pecho! Pero al detective López aquella justificación del congresista lo incriminaba más que liberaba. ¿Qué otra cosa se podía hacer cuando eran éstos los insignes que creaban las leyes? Sólo aguantar la vergüenza, los insultos, el descrédito y los dolores de la úlcera. Ladeó la cabeza y suspiró hondo, mientras retorcía el legajo de hojas del periódico. Un vientecillo que arrastraba el olor de unos jazmines plantados en la vera del parque le hizo arrugar la nariz. Un olor extraño flotaba en el aire, mezclado con la fragancia, parecido al hedor de zorrillo. Se tocó la parte de atrás del pantalón. Estaba a salvo.

“Cualquiera podría volverse loco de leer tanto cinismo”, se dijo. Dio gracias a Dios porque de alguna forma sus estudios superiores lo salvaban de una debacle mental. “Me ayuda a racionalizar las cosas y evita que me transforme en un cuervo descarado”. Con todo, sentía que una sensación de de mal agüero se apoderaba de sus pasos. Era como si el efecto de la noticia le aporreaba los sentidos de golpe, y ya no sabía si avanzar o volverse a casa. Tampoco sabía si debía reír o llorar de la turbación. Incluso debajo de aquel sol abrasante, le pareció ver que una nube gris se había situado entre la acera y la puerta de la estación, formando un oscuro corredor que comenzaba a aterrarlo. ¿Cuál será nuestro fin como sociedad?, ¿cómo hemos de afrontar el día a día sobreviviendo a tan grandes falsedades?. Reflexionó con la seriedad del miedo a la muerte y a lo desconocido. Un leve mareo lo arrastraba como a una caracola hacia un océano de desfachatez y discordia. Quería vomitar. Aventó por fin el periódico al cesto de la basura. ¡Estúpidos mercenarios!

Sacudió la cabeza y recordó que, a pesar de los pesares, debía de trabajar. Se resignó con una frase hecha: “Cara de poker, amigo”, se dijo. “Somos lo que somos por elección propia, y así sufrimos gustosamente lo que no deseamos”. En el fondo de su ser sabía que aquella declaración no era cierta. Suspiró resignado. Bajo el sobaco cargaba una carpeta con informes criminales y un maletín con la correa cruzada en el pecho. Aún no decidía por entrar en la Estación Metropolitana. Finalmente, empujó el mango de la puerta de vidrio.

2

En la oficina encontró a un hombre de raza negra de grandes labios y atlético porte que vestía un traje blanco que llamaba la atención. Cubría su cabeza con un sombrero de panamá. Se tocaba la quijada con una mano, mientras sostenía la mirada en un pizarrón del que colgaban en forma concéntrica docenas de fotografías e hilos de algodón unidos a recortes de revista; lo observaba como si estuviera parado en lo alto de un faro, deseando descubrir que había más allá del horizonte ignoto. López se alegró de verlo; lo llamó por su nombre, el de Ulises Centeno, detective estrella del país y se apostó a su lado. En la policía judicial era una leyenda viva de la investigación criminal y un vaso contenedor de saberes para llegar al conocimiento de una verdad relacionada con el fenómeno delictivo.

—Sesenta y tres masacres en lo que va del trimestre —abrió la conversación López, mientras extendía los documentos que cargaba en la carpeta sobre una límpida mesa de aluminio—. Luchamos contra lo imposible.

—Y remamos contra la corriente —lo secundó el investigador Ulises Centeno, sin inmutarse—. Aunque viéndolo desde el punto de vista sociológico criminal, hay mucho material con el que deleitarse. Estamos ante la presencia misma de una lucha de clases.

—Según “El Hombre”, vivimos en el paraíso profetizado en la Biblia.

Ulises guardó un profundo silencio. Parecía evitar una confrontación ideológica. Un rictus severo se le dibujó en el rostro.

—De un tiempo para acá, me he exiliado de la política —acabó diciendo.

—No puedo más que felicitarte, Ulises —le respondió López—. Sabes, esta mañana he tenido una sensación horrible que no puedo apartar de mi mente.

—Oye, ¿qué te sucede? ¿Por qué el semblante gris?

—¿No has leído las noticias? Esta mañana he tenido que soportar una vergüenza más, pero esta vez como si toda la culpa de la sociedad me devorara con sus miles de muertos. Incluso pude sentir el polvo de sus huesos en el aire. Fue terrible, amigo. He fallado miserablemente como miembro asignado de la sociedad; no he sido capaz de brindar seguridad ni de hacer cumplir las leyes. No puedo dejar de pensar que todo este desastre comienza con nosotros.

—Eso no es cierto —dijo Ulises, sin agitarse—. Respecto a las tonterías publicadas hoy por los medios, si te consuela, amigo, debes recordar que existe una relación lógica causa-efecto. Nosotros estamos al final de esa relación. Leyes, economía, política y crímenes están concatenados. ¿Lo entiendes? Como profesionales de la policía, tenemos que lidiar a diario con las malas decisiones que toman los que dirigen los asuntos de la nación. No niego que existen elementos vendidos a los poderes políticos oscuros, la parte podrida y coludida.

»No se puede juzgar a todos con el mismo rasero. Si en realidad la sociedad quisiera conocer la verdad y cambiar esta realidad, no tiene más que echar un vistazo hacia arriba y pensar con la cabeza antes que con las tripas cuando raye con tinta la papeleta en las urnas de las próximas elecciones. Sólo la honestidad y la racionalidad de un ciudadano verdadero y despierto puede romper este círculo vicioso.»

Aquellas certeras palabras hicieron que el humor de López resucitara. Su amigo sí que sabía de lo que hablaba. Quiso abrazarlo de la emoción, pero la seriedad de éste lo intimidó. En cambio, estiró los labios, apuntando hacia unas palabras que estaban escritas en cursiva sobre el título de la carpeta:

«El Crimen del Año, Yanuel. Urge que lo resuelva para ayer. No me defraude. La gloria nos espera.»

Era la letra a mano del comisionado González y su peso en la psicología de López lo oprimía. Éste veía la carpeta y dirigía la mirada, con sumo respeto, a los ojos de Ulises una y otra vez, como forzando al último para que se interesara. Con clave de diversión, dijo

—Parece que al jefe le apremia.

—No me asombraría que se apareciera en la puerta después del bochorno de esta mañana —dijo mofándose Ulises y persignándose para alejar a la mala suerte.

En los últimos diez años, los crímenes violentos se habían triplicado exponencialmente y la Unidad del Crimen rebasada. Los estudios criminologicos indicaban que la actividad del narcotráfico era en gran parte la responsable de esta violencia. Aunque bien identificada, no era fácil contenerla porque se había convertido en un instrumento político. Por ello, López parecía impaciente. El halo lo perseguía en todas partes. Quizá Ulises sería capaz de disiparlo. Carraspeó y corrió a tomar un vaso de agua. Por momentos se perdía en sus pensamientos, en tanto que su colega seguía inmutable con la mirada en el pizarrón.

—Me siento como un tonto —dijo López con el tono apagado—. Lo acepto. El caso me sobrepasa. Necesito que me ayudes. Estoy bloqueado.

Ulises se volteó para verlo. No sonreía y su faz se cargaba un cariz duro y desemejante.

—Sé que es un caso difícil —dijo—. Pero estoy seguro de que el comisionado no lo verá con buenos ojos.

Un terrible escalofrío le recorrió el cuerpo a López. Sabía desde que amaneció que las cosas andarían mal y que incluso su fin como agente estaba cerca. Le temblaban hasta los mofletes. Ulises lo advirtió y, en calidad de amigo y policía, se conmovió. Compadecido, cogió el informe y lo leyó en voz alta:

«Gobernación del Estado; Secretaria de Seguridad Pública; Policía Nacional; Posta Nro 69. INFORME DE INTERVENCIÓN POLICIAL. Ciudad de San Pedro, a los x días del x mes del x año. En esta fecha y en esta ciudad, siendo las 23:00 hs., se recibió denuncia ante este despacho por medio del Programa del 911, quien de conformidad con lo establecido en el artículo 238 del Código Penal, deja constancia escrita de la siguiente diligencia:

»‘En día de hoy, aproximadamente a las 23:00 hs., encontrándome de servicio en la Posta 69 de la décimo tercera avenida, mientras era acompañado por el agente de investigación Ruperto Martínez y el ciudadano abogado fiscal de turno Heber Mejía, recibí denuncia por parte del 911 sobre un hecho violento. Enseguida, por instrucciones del Capitán Gómez, subjefe de la Posta, me dirigí a la primera calle del centro de la ciudad, donde presuntamente se había cometido el delito de homicidio.

»Una vez en el sitio antes mencionado, encontré tirados en la esquina de un conocido negocio comercial, la cantidad de 13 bultos que estaban envueltos en sabanas ensangrentadas. Con gran cuidado, procedí a la inspección de los mismos y pude constatar de que en su interior se encontraban cuerpos humanos acribillados. Enseguida entrevisté a algunas personas que todavía presenciaban la cruenta escena, peatones del lugar a quienes interrogué y tomé como testigos, solicitándoles, como es protocolo, los números de teléfonos, oficios y domicilios conocidos, negándome todos su cooperación. Entre estos presuntos testigos interrogué brevemente a un hombre que parecía muy dolido por los hechos, y a condición de anonimato, me dijo que los cuerpos fueron lanzados en el lugar del hallazgo por dos automóviles todoterrenos y uno del tipo turismo. Asegura haber escuchado el nombre del “Fiera” en el momento en que los cuerpos eran descargados sobre la calle.

»Al poco tiempo de nuestro arribo, se hizo presente un grupo de personas que con grandes llantos y exclamaciones se identificaron como familiares de los fallecidos y quienes me informaron que mientras caía una terrible lluvia en la ciudad, éstos habían sido secuestrados de sus casas por individuos con pasamontañas que se conducían en tres automóviles todoterreno y que su llegada al lugar fue precisada por una llamada anónima que les indicó donde recuperar los cuerpos.

»Seguidamente procedimos a librar boleta de citas a los ciudadanos familiares a fin de que comparecieran ante el Departamento de Sustanciación, ubicado en estas mismas oficinas, para ser entrevistados por escrito con relación a los hechos que se averiguan. Todos se negaron a comparecer.

»Seguidamente procedimos a efectuar un recorrido por la zona, observando que en la misma se encontraba un ciudadano que manejaba un vehículo con las mismas características señaladas por los testigos del hecho, por lo que inmediatamente procedimos a efectuarle un registro, observando las normas pautadas en el Artículo 201 del Código Penal, y al efectuar el registro, no pudimos encontrar ninguna causal para su detención, por lo que no se procedió con la aprehensión ni con el bloqueo de su derecho de libre tránsito. Seguidamente elaboré este Informe de Intervención Policial y se informó al ciudadano abogado fiscal Heber Mejía del Ministerio Público, de Guardia en día de hoy, cumpliendo con lo establecido en los Artículo 111 y 373. Es todo, se terminó, se leyó y conformes firman: EL EXPONENTE, Jarixón Rodríguez, EL RECEPTOR, Heber Mejía’».

López escuchaba aquella voz atronadora con el escozor de la resignación. No obstante, el recital de Ulises le devolvía las ganas de seguir con el caso, pues comprendía que su colega y amigo no lo abandonaría. Sin aceptarlo, Ulises posaba la mano sobre un conjunto de fotografías. Destacaba una en la que aparecían, aborreciblemente, varios cuerpos ejecutados y ensabanados que habían sido aventados en el rincón de una abarrotería que se unía una extensa hilera de edificaciones levantadas sin ningún tipo de regulación urbanistica, dignas herederas del caos arquitectónico de las ciudades latinoamericanas. En lo alto del frontis, se podía leer un rótulo comercial que decía “Pulpería 4.40”; colgaban docenas de calzado de los cables de electricidad; abajo, un montaña de basura adornaba la entrada, donde se advertía la presencia de un hombre alto, trigueño, de quijada fuerte y cejas gruesas, del que apenas se dejaba ver una gran cicatriz en la frente; miraba a los ensabanados con la severidad del justiciero pero al mismo encorvaba el cuerpo como si aquella visión lo afligiera con pesadumbre. Aunque la escena era una postal muy común de las primeras dos décadas del milenio, siniestra, trágica y sin humanidad, no era una visión anómala, dados los tiempos que se sufrían en el país. Ulises la estudió con atención. Dos cosas le causaban curiosidad: en primer lugar, la presencia de un patrón caprichoso en el accionar de los asesinos y, en segundo, la falta de un mensaje concreto. Su mente, inquieta e inquisidora, pujaba por una operación de falsa bandera; un arrebato de racionalidad lo detuvo: no debía adelantarse para no caer en una fuerte dimensión emocional que podría afectarle en la interpretación de los datos. La ejecución masiva de aquellas pobres gentes le sugería que los perpetradores querían deshacerse de los cuerpos antes que el de hacer transmitir un anuncio; estaba seguro de era que el trabajo de aficionados, o al menos el producto de delincuentes comunes. Debía comprobarlo con el estudio y la observación sistemática. De antemano sabía que su compañero López estaba convencido de lo contrario.

—Los hombres del ‘Fiera’, viejo rey del narcomenudeo —dijo piadosamente el detective López como pidiendo auxilio; estaba más que seguro de que se trataba de un ajuste de cuentas del temido traficante contra algunos ex miembros de su organización—. Se menciona que es su típico sello: “El Barrido de Paisanos”. Está en los testimonios y en las entrevistas.

—Los testimonios son reveladores, aunque parcos y poco rigurosos, —respondió Ulises—. Ciertamente el nombre del Fiera es mencionado, pero la finalidad de los eventos no encaja.

—Su finalidad es producir terror —lo rebatió López—. Y lo ha logrado.

—¿Han mencionado lo del “barrido de paisanos”? Pues esto no fue un barrido ni mucho menos. No los ejecutaron in situ y la posición de los cuerpos no sugiere ningún tipo de simbología que sea propia del mundo del narcotráfico ni del Fiera.

—Pero lo es —replicó López—. Su nombre ha salido a la luz y los hechos lo respaldan. Dado que es un hombre conocido por su barbarie, me atrevo a conjeturar que han sido sus hombres los encargados de cometer tal atrocidad.

—Cuidado —le señaló Ulises, algo molesto por la terquedad de su amigo—. Escoge bien las palabras. Te apoyas en una falsa premisa que formulas como si te hiciera falta colmillo, razonando de modo que afirmas o niegas algo cuando no se corresponde con la realidad. Tú dices: “Las masacres son ejecutadas por hombres malos. Un hombre malo como el Fiera es narco. Por tanto, todas las masacres son obra del narco.”

—Las evidencias me dan la razón.

—Excepto por un pequeño detalle, quizá el más importante: El narcomensaje.

—Un tema controvertido… —rumió López.

—Hace falta esa pancarta —dijo Ulises—, por demás ritualista, con la que el narco nos hace creer que las masacres son una transferencia real de su capacidad para ejercer el poder.

—Estas ejecuciones no necesitan recomendación —lo contrarió López—: los ensabanados son el mensaje mismo. “Si te metés conmigo o con mis cosas, morirás.”

—De primas a primeras, hasta el más experto yerra —dijo Ulises—. Amigo, entiende que la importancia de esa pancarta radica en que representa para él el poder que ejerce sobre las zonas ocupadas, la capacidad de su armamento, y nos descubre las actividades del “campo de batalla” y sus límites. No es cuestión de hacerse famoso porque por puro gusto, sino de adquirir un estatus militar cuasi divino y hacerselo saber contundentemente a los demás. Con ella recrea una imagen mental poderosa cuya función sirve para subyugarnos no solo ante su presencia física, sino que ante la virtual y remota. Sin esta, las muertes no significan nada, más que tiempo y recurso perdidos.

Sacó un cigarrillo de la bolsa delantera de su camisa blanca. Lo encendió con la parsimonia de un anacoreta y aspiró una fumarola que hizo que su rostro moreno se volviera más afable y humano. Estiró los dedos y los ahuecó como si estuviera ensayando la pose intelectual de un experto.

—Sigo parado en mis trece —le respondió López sin más, creando con ello un torbellino en la psiquis de su amigo.

Ulises cerró los ojos. Se alejó de la mesa, acercándose a un estante de libros. Tomó uno que llevaba por título “Una fe razonable”.

—¿Uno de los tuyos? —le preguntó a López-

—Por supuesto. Creer en Dios y en el espíritu, “tener fe”, no es cosa exclusiva de los cristianos como yo, sino de todas las religiones. Mis creencias no afectan mis capacidades profesionales.

—Fe e ignorancia —rumió Ulises viendo fijamente a su amigo—, dos caras de una misma moneda. Creo sin equivocarme que ambas son un recurso psicológico pernicioso más que benévolo para el conocimiento y la voluntad del Hombre; el odio y la violencia son el resultado del terror, y el terror nos viene de la ignorancia y de la fe.

—Siento mucho que pienses así —dijo López—. Pero a través de la historia, una increíble cantidad de personas nos han dado inequívoco testimonio de la experiencia de un Dios presente. Eso tú no lo puedes negar.

—¿Has dicho testimonio o relato ficcional? —cuestionó duramente Ulises—. En cuanto a sus efectos sobre los hombres, ya te he dicho que para mí es igual de pernicioso creer ciegamente en una Segunda Venida de Cristo como en el de una condenación eterna en un lago de azufre. Te pareces a esos negacionistas que alegan que no existe un virus mortal cuando éste ha matado a millones, o a esos antivacunas que nunca han leído un libro de física y genómica pero afirman con la autoridad de la fe y la ignorancia que las vacunas modifican nuestros genes y generan autismo. El sicario también se justifica por ese procedimiento cuando asesina en nombre de la Santa Muerte. Fe e ignorancia: ambos instrumentos de negación suprema. Aquéllos, y ahora tú con tu teoría de investigación criminal, se refugian en su fe en Cristo, en Trump, en el doctor Aullidos, en Telegram, etcetera, etcetera, sin ejercer ningún tipo de pensamiento crítico. Así te veo cuando me dices“me paro en mis treces”.

—Por favor… Un poco de respeto. No exageres, amigo. Tengo razones bien fundadas —exclamó López, que caía poco a poco en un estado de indignación—. En todo caso, que no lo es, tengo el derecho de creer y de elegir en quién o qué creer.

—Mientras no se convierta en una burda mezcla de calumnia histórica, desprecio, agitación, incitación y conspiración, no le veo el problema. Es algo natural. Pero me llevas la contraria cuando no tienes motivo —le contestó Ulises ya más calmado, como satisfecho con su propio discurso.

—Te repito: las evidencias me dan la razón. “El barrido de paisanos” me reivindica.

—No te culpo por tu credulidad y autoindulgencia —dijo Ulises con un tono altivo.

—¿Autoindulgencia? ¿Qué no tengo el derecho de tener la razón? Ay, amigo...

—Te explico —dijo Ulises con tono pedagogico—. ¿Sí entiendes que estamos hablando de una violencia negativa que no se esconde sino que se exhibe? Una violencia que tiene que ser masiva explosiva e impactante. Cristo crucificado, el Asalto al Capitolio y el ropo de ahorcado para el vicepresidente Pence, el asesinato del fiscal antidrogas en plena calle y a la vista de todos. Es típico sino de sociedades prehistóricas, arcaicas y poco desarrolladas como la nuestra, de individuos que necesitan arrebatar, mantener o ensanchar su poder.

—Para ser justos, lo he venido sosteniendo desde el principio —exclamó López—. Lo que me describes encaja perfectamente con mi hipótesis. Tú mismo me estás dando la razón.

—No es lo mismo —lo contradijo Ulises—. Un delincuente común no cumple la misma función de un narcotraficante, aunque ambos naden en el mismo charco de la criminalidad. Cada uno tiene un patrón establecido de actuación. El mundo criminal también tiene sus reglas. Un criminal común busca enriquecerse por medios ilícitos a cualquier costo y por cualquier medio, el engaño, la estafa, la mentira, en la mayoría de las veces sin recurrir a la violencia y cuando se ve obligado a hacerlo, lo hace mal o apoya su actuación en una mala copia. El narcotraficante, si bien es cierto que busca enriquecerse, difiere en su objetivo final, que es la obtención del poder y control total de un territorio para provecho propio por medio de la violencia, que se asegura de que sea perfecta y sincronizada.

»He ahí la importancia del narco-mensaje. Éste se convierte entonces en la médula principal de sus leyes de imposición social y de su literatura violenta. Quiere convencernos de que no es un humano cualquiera sino una especie de dios con poder ilimitado que tiene la facultad de decidir sobre la vida y la muerte de las personas que habitan en su zona de influencia.

López se sentó en una silla. Tuvo la intención de pedirle un cigarrillo a Ulises, pero un sentimiento de distanciamiento intelectual lo arrumbó. Por fin dijo:

—¿Sugieres que esta masacre fue organizada por delincuentes comunes que hicieron una mala copia de las ejecuciones sumarias de los narcotraficantes?

—Así es —contestó rotundamente Ulises.

—Pero a Cristo no lo crucificó un criminal cualquiera, sino una organización.

—No sigas más —lo interpeló Ulises—. Ven, échale un vistazo a esto.

López reprimió sus impulsos; en el fondo se encontraba satisfecho porque con cada razonamiento se acercaba cada vez más a la solución del problema que debía tener resuelto para ayer. El caso, según su análisis, iba encaminado al éxito deseado por el comisionado González. Pero Ulises aseveraba lo contrario, y su voz pesaba en la opinión judicial. Debía escucharlo y contar con su voto antes de salir triunfante en el veredicto público. Ulises cogió una fotografía de Medicina Forense donde aparecía el rostro blanquecino y la anatomía desnuda de los masacrados; los habían acribillados sin tomar en cuenta ninguna pauta de ejecución, como el pegarles un tiro en la cabeza o en la nuca, que un sicario profesional emplearía para eficientar el ahorro de recursos. A la mujer le habían metido fuego y su cuerpo estaba completamente desfigurado.

—Esta chica que vemos aquí —dijo sin ofuscarse Ulises—, se llama Martika.

López encumbró los ojos. Sus pestañas, largas y puyudas de tolupán, le otorgaban un aspecto masculino y descuidado. Pero era muy inteligente, de hecho, después de Ulises, era el segundo detective estrella del país.

—Lo sé —dijo—. Ya hemos identificado a cada una de las víctimas. Igualmente hemos hecho los vaciados telefónicos y hemos podido acceder a su situación financiera, especialmente en la banca local. En la casa de la chica hemos realizado un allanamiento y recogido material probatorio.

Ulises removió el fajo de fotografías; podía observar escenas inquietantes a través de los ojos de los de los peritos forenses; le llamó la atención una en la que dos jóvenes se sentaban encima del capó de un automóvil; siguió clasificando otras; sus ojos se detuvieron en unas que revelaban seis impresiones de llantas contra el asfalto. Ulises señaló dos de manera especifica. Sacó su teléfono celular, les tomó una foto, abrió una página de Google y cargó las imágenes.

—Son estrechas y no son del tipo tractor que utilizan los automóviles todoterreno. Claramente, pertenecen a un carro de tipo turismo. Si mi ingenio no me engaña, estas ruedas pertenecen a un carro Toyota, para más detalle, un Toyota Camry.

—¿Cómo lo has averiguado?

Centeno volvió a sacar otro cigarrillo, con el que apuntó a López. Le guiñó el ojo.

—Gracias a San Google —dijo riendo; le mostró los resultados del navegador—. Las imágenes de las impresiones de las ruedas de estos automóviles todoterreno muestran que poseen una estructura reforzada en los costados, tacos de goma más anchos, que le sirven para desprenderse del lodo. Son altas y pesadas. En las primeras imagenes las suelas apenas marcan el piso, lo que quiere decir que pesan menos y los flancos son más flexibles y blandos.

—¿Eso qué? ¿De dónde sacas que son de un Toyota Camry?

Ulises se echó una gran carcajada. Volvió a la foto de los jóvenes que reían de alegría como si nunca les llegara el mañana; con la fortaleza y belleza de la juventud, parecían arrogarse el derecho de creer que vivirían eternamente y de derrochar sus vidas y patrimonios en cosas fútiles y sin sentido. En efecto, se sentaban sobre el capó de un automóvil Toyota, versión Camry. Se la extendió a López.

—Descúbrelo por ti mismo —le respondió sonriente—. Touché.

Se le contrajeron los músculos de la cara a López. ¿Era todo así de fácil? Se enteró que una mente brillante ve los angulos de las cosas en forma distinta que la de una normal. López se imaginaba que tendría que ir de un lado a otro, indagando por aquí y por acullá, infiltrándose en las pandillas, molestando a los familiares de las víctimas, pero aquella revelación le saltaba a los ojos como el del conejo del cuento, llegándole de la manera menos esperada. No había margen de duda: el chico estaba ahí, con su cicatriz que le cruzaba la frente, el mismo que aparecía con tono sombrío mientras echaba una mirada severa a los ensabanados. López, por otro lado, se sentía presionado por exigencias que iban más allá de la propia investigación.

—No lo puedo creer —dijo; sonreía al tiempo que una tristeza se reflejaba en sus ojos—. El comisionado González está convencido de que… —dijo finalmente.

—¿El comisionado González? —lo interrumpió Ulises—. ¿Así que tu testarudez se trata sobre el comisionado González?

—El comisionado quiere toda una relación mediática sobre el caso. Ya sabes, ganar puntos políticamente.

Ulises sacó un peine de afro que colocó atrás de la cabeza. Tenía emociones encontradas. Aquellas eran del tipo de condiciones que le complicaban el trabajo tanto a él como a todo el equipo de la policía judicial, pues los obstaculizaba innecesariamente, conduciéndolos normalmente a cometer graves errores de juicio. No sabía si seguir confiando en la capacidad de su amigo para revelar la verdad sin retraso o dejarse arrastrar por los deseos políticos del comisionado. Por último, su afán de curiosidad científica y la honestidad del investigador lo empujaba a enfrentar hasta la última de las consecuencias. Las víctimas también clamaban por justicia.

—Mira la cicatriz del chico.

—La veo.

—Es la misma del hombre alto que se apostaba oscuramente en la esquina de la abarrotería y del que apenas aflora el rastro de una cicatriz en la frente. El mismo chico.

—El mismo —respondió López—. Sé quién es.

Y cogió el teléfono y se comunicó con uno de los fiscales. Colgó y se volvió hacia Ulises

—¿Así de fácil?

—El motivo de un crimen es siempre simple. Solo se vuelve complejo al momento de ocultarlo.

—¿Por qué lo haría este joven? ¿Un asunto de amor?

Ulises echó un ojo sobre uno folios con titulación oficial privada.

—Muéstrame los estados de cuenta bancarios de la chica.

López buscó entre los folios desperdigados. Finalmente lo encontró y se lo entregó a Ulises.

—Dinero. Transacciones monetarias injustificables.

—Un asunto de impago —contestó un decepcionado López—. ¿Toda esta mortandad por un asunto tan vulgar? Algo se nos escapa. Y en ese caso, ¿que hay con sus amigos?

—Un asunto irresoluble para ti —dijo Ulises con sorna.

López no pudo adivinar la chanza y arremetió:

—¿Derrotado finalmente el gran Ulises? Déjame grabar en mi mente este momento de gloria.

—De ninguna manera —lo contradijo éste mientras apagaba el cigarrillo—. Aquí viene el golpe de autoridad del maestro.

3

Ya se aprestaba a elucidar la situación Ulises cuando entonces apareció por la puerta el comisionado González, el jefe policial que se había hecho célebre de la noche a la mañana por la publicación de aquella noticia que tanto estupor causaba en la sociedad. Se le veía con el ánimo acelerado y hacía movimientos corporales erráticos y apocados. Aunque se esforzaba por transmitir una imagen de seguridad y fortaleza, asomaba en el tono de su voz y la rapidez de su mirada una llamada de socorro que pedía que lo salvaran de caer en un mar de reproches, como esos viejos y orgullosos tigres que lanzan el último y mortal zarpazo antes de caer a las aguas. Era respetado en los círculos políticos, no obstante, la población y sus subordinados habían acabado por detestarlo. Le machacaban su oportunismo y sus ganas de sobresalir sin que le importara sacrificar a los demás. Tenía por costumbre seleccionar información clave y reservarse el derecho de emplearla a su conveniencia con fines políticos y mediáticos. Ocultaba esta infame actitud en un mal carácter, que era celebrado por “fuerte” entre sus superiores; por esto y por lo otro, le confiaban las tareas más complicadas y los casos más propagandísticos. No congeniaba con la personalidad del detective Centeno y entre ambos existía una especie de callada distancia. Cuando se presentaba la ocasión de tratarse, el comisionado entonces sacaba a flote su habilidad diplomática y hasta se permitía algunas bromas, sin gracia todas. Al traspasar la puerta dijo:

—¡Felices Fiestas a todos!

Le tendió la mano al detective López. “¿Y bien?”, le preguntó constriñiendo los pliegues de la frente. Éste rió nerviosamente y desvió la mirada, como despidiéndose de la responsabilidad y achacándosela a su amigo el agente Ulises.

—Ah, al fin un hombre de valía —exclamó guiado por el ademán el comisionado.

Acomodándose la carpeta, le extendió la otra mano como por pura formalidad. Ulises se la cogió sin mostrar ninguna emoción.

—Me complace tenerlo en mi equipo —lo cumplimentó.

—El placer es mío —contestó inmediatamente Ulises.

El comisionado parecía incómodo en medio de la oficina y, agitado, no cesaba de dirigir la mirada hacia la puerta; incluso se metió las manos en las bolsas del pantalón. De pronto, se escuchó una serie de pasos atrás de la puerta.

—Tengo en mis manos un caso criminal de lo más interesante —habló de repente el comisionado, animado.

Los detectives guardaron silencio. Ulises se apartó de la mesa. Sacó otro cigarrillo y se lo fumó sin importarle que el comisionado lo observara. Se volvió para ver la extraña manera en que el comisionado echaba otra mirada al umbral de la puerta, como si esperara la llegada de alguien importante. Carraspeando, el comisionado dijo:

—Estoy seguro de que al detective López le parecerá interesante.

López tosió de escuchar aquello. El comisionado le pasó la carpeta y, en una táctica digna de Sun Tzu, lo presionó de tal manera que se viera obligado a pedir la ayuda de Ulises, que era en verdad al hombre que él buscaba. López clamaba en sus adentros con una mirada desválida, amedrentada y confusa. “Por favor, amigo…”

Ulises seguía inconmovible.

—Con todo respeto, comisionado —dijo finalmente López—. No creo que pueda…

—Escudríñelo —volvió a la carga el comisionado.

—Lo siento. Yo…

—Ni siquiera porque en esa carpeta se encuentran las peripecias de un “vidente”.

Como si aquello fuera uno de los chistes más graciosos del Mundo, Ulises no pudo contener las carcajadas y soltó una interminable serie de largos bufidos.

—¿De qué se ríe? —preguntó contrariado el comisionado González.

—No puedo evitarlo —respondió Ulises atacado de la risa.

—¿Un vidente? —exclamó sorprendido López—. ¿Adónde hemos llegado?

Ulises no paraba de reír. La sola idea de que un acontecimiento físico fuera percibido por medio de una supuesta percepción extrasensorial le parecía ahora estúpido, porque él mismo, siendo un jovencito candoroso, se había entrenado en ello, inutilmente, por años. El comisionado también reía, pero de forma condescendiente, con la credulidad del creyente, como evitando caer en el ridículo por haber presentado semejante proposición.

—Para su asombro —dijo el comisionado—, este vidente ha acertado en siete de diez casos en investigación.

Ulises paró de reír. Ya no tosía de la emoción. Se llevó las manos al cuello.

—¿Ha estudiado usted, comisionado, las leyes probabilísticas alguna vez? —preguntó con la seriedad del caso.

—Soy graduado de la Académica Policial —respondió tajantemente el comisionado.

—Entonces no creo necesario recordarle que cuando hablamos de un suceso con dos resultados posibles, como el que usted expone, eso es imposible, a menos de que una de las variables esté trucada.

—Wiri, wiri —exclamó González dejando en firme que no le interesaban aquellas justificaciones retóricas matemáticas—. Suena inteligente, demasiado racional y frío, diría yo. Como humano, usted no me dice nada. Más creo que a usted le hace falta un poco de espiritualidad en su vida, detective. “Dios también juega a los dados”, ¿eh?

Ulises hizo un gesto de desaprobación. Amargamente, entendía que aquel ejercicio de octavo año de escuela lo ponía contra las cuerdas ante la inminente fe del comisionado, pues no solo lo avergonzaba por su ignorancia, sino que infravaloraba su inteligencia “espiritual”. No queriendo replicar ferozmente, puso las manos sobre la mesa, al tiempo en que elevaba los hombros en un acto de desprecio, como hacen los gatos cuando se enfurecen. González siguió tomando la palabra, sabiendo que ganaba el discurso, por lo que decidió por continuar golpeando ese flanco.

—Una carencia del sentido por la vida, es una muestra preocupante de la falta de amor propio y de los valores cristianos, y conduce peligrosamente a una fallida conexión con todos los seres que viven en este mundo y en el ‘más allá’.

Ulises rabiaba. Si algo lo hacía detestar de la humanidad misma era la de un pecador santurrón que intentara aleccionarlo con sus frases paranormales baratas y demás degeneraciones. Aborrecía todo lo que oliera a parapsicología. No odiaba su falta de raciocionio, sino que odiaba el hecho de que, tras un largo tiempo de estudios, sus esfuerzos hubieran acabado en decepción y años perdidos. En fin, que era una “seudociencia” que no servía para nada ni tenía ningún uso práctico, más que para vender libros, hierbas, ‘cursos’ y demás sandeces.

—El vidente no sólo ha acertado con sus predicciones sino que nos ha dado con sumo detalle el cómo, el cuándo, el dónde, el quién y el por qué se llevaron a cabo estos crímenes —dijo emocionado González; los ojos le brillaban de entusiasmo.

—No me sorprende –le contestó con una voz rencorosa y a la vez plana Ulises—: Él es el asesino.

Ni bien acababa de pronunciar estas palabras, cuando entró por la puerta, de forma teatral, el vidente, un tal Simón, que vestía una túnica de satén amarillo, ribeteada de encajes indios color púrpura. Mientras acariciaba uno de sus anillos, ajustó sus gruesas cadenas doradas. Tenía el cabello teñido de un rubio cenizo. Sus modales parecían impostados antes que formados por la educación.

—¿Es lo que piensa de mí? –le preguntó a Ulises con voz presuntuosa, profunda, gutural y la seguridad de un hombre consumado—. ¿Qué soy el asesino? Lo reto a que lo compruebe —exclamó con una mirada desafiante.

Ulises sonrió con la timidez del que habla de más sin quererlo. Se veía desbordado por la pregunta, como si hubiera caído en una trampa que él mismo hubiera instalado. Como profesional, no podía dejarse llevar por el bruto rencor y la especulación absurda ni permitirse ese tipo de expresiones sin antes fundamentar su razonamiento. Pecaba como un vil pecador.

—Discúlpeme —dijo haciendo una reverencia budista—. No lo enunciaba en serio. Me salió de manera instintiva. Fue una estúpidez. Lo siento.

—¿Se arrepiente de corazón o solo quiere salir del paso para limpiar su error? —cargó el vidente Simón con un deje de insolencia.

Ulises lo captó en ese momento de debilidad. El vidente se lo descubría.

—No negaré que eso de “poderes síquicos y sobrenaturales” me parece una patraña —respondió secamente.

—¡Jesucristo bendito! –exclamó el vidente, ofuscado—.¿Es usted ateo? —le preguntó con el tono de una acusación.

—Me reservo cualquier comentario al respecto —dijo Ulises esbozando una sonrisa.

...Continuará en la Parte 2


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