Gen. Segunda parte.

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En más de una ocasión, Gen se había preguntado la razón por la que Koko le acompañaba tan a menudo. Después de conocerla en el restaurante de su tía, empezó a hacerle visitas, y cada vez le llevaba algo de comida que ella misma había hecho. Solía llegar al atardecer, cuando el día tocaba a su fin y había terminado de trabajar en el arrozal y de atender las mesas en el restaurante. Solían sentarse en el suelo de la humilde morada de la familia Akodo, y compartían el tiempo cenando, al principio en silencio, y luego charlando, mientras el sol amarillo entraba por las rendijas de las paredes, tiñéndolo todo del color de la intimidad y del cariño. Por extraño que pareciera, aquella niña inocente prestaba oídos a las penas de Gen, y el mero hecho de que alguien le escuchara suponía para él una bendición. Ahora se lamentaba de su cháchara. “Si hubiera prestado más atención a la muchacha, quizás hubiera sabido por qué compartía conmigo su tiempo, en vez de con su madre. Quizás así hubiera anticipado que mi pobre chiquilla sería vendida a esos perros de la Yakuza para pagar las deudas. Quizás si hubiera visto lo evidente, que su madre no la quería, que la consideraba una carga, un estorbo, que la maltrataba y la mataba a trabajar…”. Una lágrima se desprendió del ojo del anciano y rodó por la mejilla, cayendo lentamente hasta el suelo de tierra, frente a la casa de juego.


Iluminada por un triste farolillo que indicaba su situación a los jugadores ilegales, se trataba de una estructura de una sola planta, no demasiado grande. Gen subió las estrechas escaleras hasta la puerta de madera, cerrada desde el interior. Llamó con los nudillos de su mano libre, y un hombre grande y gordo se asomó un momento para verle la cara. No se fijó en sus manos. Corrió el cerrojo y abrió la puerta, y el vaho del calor humano salió por la puerta. En el interior había una decena de personas sentadas junto a una mesa alargada, en la que tres mafiosos malencarados echaban ritualmente los dados mostrando en sus torsos desnudos las figuras caprichosas de enormes tatuajes verdes y rojos.

 

El hombre gordo gritó y se echó atrás cuando vio la katana desenfundada que Akodo Gen llevaba en la mano. Los jugadores se espantaron, se levantaron de la mesa y se apartaron hacia las esquinas de la tenebrosa estancia formando un gran escándalo. Los tres tatuados miraron a Gen, en silencio. Junto a ellos, en el suelo, había largos cuchillos. Y en su mirada había muerte.


Dos horas después, Gen era feliz. Caminaba de vuelta a su hogar, con una chiquilla pegada a su cintura, tan agarrada que nunca hubiera pensado que la pequeña Koko tuviera tanta fuerza. La niña lloraba de emoción, libre del cruel destino que la Yakuza le tenía preparado en algún prostíbulo de la capital. El anciano ya consideraba a la pequeña como su propia hija, y por ella había hecho lo impensable para llevarla a la seguridad de su casa. Ahora la cuidaría, le daría una educación, e intentaría darle el nombre de su familia haciéndola pasar por una hija bastarda.


Toda su vida había vivido según el Bushido, toda su vida había sido el centro de su existencia, y por aquella niña flaca había quebrado uno de sus más sagrados principios. Aquella noche de brisa fresca y verano naciente, Gen el recto, Gen el inflexible, Gen el que siempre seguía las normas, había vendido la valiosa katana familiar. Por primera vez en seis años, una sonrisa de libertad asomó a su endurecido y arrugado rostro.


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