La noche del hombre

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Quique se quitó la ropa y sin más se lanzó al agua. Nosotros mirábamos y nos descojonábamos. Quique desde el agua gritaba, “¡venga, cabrones!” Y no parábamos de reír. ¡Qué frío hacía esa noche! Pero la mar como un plato. Quique se fue nadando. Desapareció en la oscuridad. Nos animábamos a seguirle. “Bueno, vale, venga”. O dábamos el paso atrás de todos los cobardes: “Yo, ni hablar”. Pero era un yo universal. Los tres que empujaron desde la avenida se quedaban quietos ahora, pequeños, arrugados. No tibios, no; fríos ante el miedo de tener que obedecer la orden de Quique que regresaría de un momento a otro. Y lo hizo. “Vamos, hijos de puta. O salgo y me lío a hostias”.

El primero fui yo. Ropa fuera. Al agua. De cabeza. Casi se me para el corazón. Y después cayeron como patos los hermanos Perdigón. El Gordo y el Flaco les decíamos. Ya todos juntos en el agua.

Quique se puso a mear. Nos lo dijo. Yo también.

“Pa’fuera”, ordenó Quique.

Y eso significaba tener que dejar la punta del muelle atrás. A mí me gustaba la aventura, pero de día más que de noche. Lo que pasaba es que no podía dormir desde hacía un año y antes de meterme en la cama me las ingeniaba para tener a los amigos en faena. Quique mandaba, sí, pero yo nunca iba a por naranjas. Yo lo que quería era la madrugada activa, fornicadora o mejor masturbadora, todos los días, mientras Quique hablaba de la finlandesa del hotel Apolo que se había follado en la habitación con mamada incluida y la corrida en la boca y por toda la cara de la vieja, decía él, pero vieja porque tenía entre treinta y cuarenta años.

Yo me sacaba la polla y la paja duraba unos cinco minutos. Y luego el chingo y las risas de los Perdigón.

También, lo decía Quique muchas veces, yo en tierra era un lacayo, pero en el mar la cosa cambiaba. Un montón. Líder, o casi. Por respeto a Quique me mantenía a una brazada. Buceaba echando un ojo para saber si el jefe aguantaba o no. A mí me quedaba aire en los pulmones para regalar a los ahogados.

Mi homosexualidad se hizo sucia. No sabía lo que era el amor. Las caricias. La ternura. Esas sensiblerías de algunas películas que echaban por la tele y que veía en casa acompañado por mi padre.

Tampoco sabía que la música era buena para algunas guarradas.

Las chicas me parecían divertidas, osadas, sobre todo las pobres, las que ya iban para putas o para la cría de mocosos con quince años recién cumplidos. Abuelas a los treinta, seguro.

Pero lo mío, y Quique lo sabía, era meterla en el culo del chico que se había ido conmigo a dar una vuelta por el jardín de arriba, por la playa cerca del cementerio, metidos en un jardín abandonado. Y también estaban los cines. A oscuras y pajearnos sin más. Hasta dos veces.

Una vez la película que echaban tenía que ver con un cura ruso o algo así al que hacían Papa. Pero nosotros a lo nuestro.

Estos recuerdos se mantienen tan frescos. Y me gusta que sea así.

A mis ochenta y nueve años me siguen gustando los chicos. Ya no hay manera de que suban al piso. No saben de mí. ¿El poeta? ¿Qué poeta? La poesía, chico, no empalma la polla del joven al que ofrezco dinero en el bar de Paco. Sentado leyendo El País y echando un ojo o los dos ojos a las entradas. Es un bar para todo el mundo, pero me hago ilusiones e imagino que entran los niños de Paoslini. El mismo Pasolini.

Y sí, tengo ochenta y nueve años, pero todavía me muevo, tengo deseos, y los deseos me pueden y lo que no quiero es llamar por teléfono al profesional que se correrá en mi barriga haciéndose una paja de media hora porque no hay manera de que se corra. Y luego toca pagar. Y el adiós es más sucio que todo lo anterior.

El amor canta ahí fuera. Lo sé. El amor está vivo. Lo sé. El amor es real como el odio o la cochina pasión por la carne sin más. Lo sé. Conozco a mucha gente enamorada. Limpiamente enamorada.

Quique se enamoró perdidamente de una chica del barrio y se casaron y siempre estuvieron juntos. Fui a la boda. También a la Iglesia vi gente enamorada. El amor me alegra y es un arma que me derrota siempre. Pero yo no estoy hecho para amar, ni siquiera estoy hecho para el cariño. El amor es cuqui. Y lo cuqui está bien para un rato de diversión. Me rodeo de enamorados y es como ponerse bajo la ducha con el agua caliente y el gel de coco por todo el cuerpo.

Cuando Quique casó ya no era mi amigo. Ni los hermanos Perdigón. Había decidido no tener amigos. Dejé de creer en la amistad si el culo y la mamada y otra vez el culo no entraban a   formar parte de las entrañas de la amistad en el pedestal. Pero ellos nunca supieron.

Quique murió hace dos años. Lo atropelló un coche al pasar por un paso de peatones. Él lo hizo bien. El coche no. Y se mandó a mudar. El coche. Lo lanzó a cuarenta metros y lo reventó. No murió en el acto. Se quedó con los ojos en blanco y la boca abierta por donde salía un chorrillo de sangre. Le hablaban. Pero al rato hizo lo que se tiene que hacer en esos casos.

Me avisaron por teléfono. Uno de los hermanos Perdigón. “Que lo sepas. Un abrazo”. Porque dejó el mensaje en el buzón de voz.

Yo en Madrid y ellos todavía en una asquerosa tierra que forma parte del montón de tierras que son asquerosas y donde asquerosamente los asquerosos viven y mueren en un territorio rodeado de horizontes inalcanzables. Agotadores.

Mi poesía, dicen, es existencialista. Que soy Sísifo con la piedra. Prometeo con el fuego. Gilipollas. A mí no hay tío que me ponga una piedra y, venga, a subir y luego la piedra que cae hasta la meseta. Y luego bajar a buscarla y a volver a subirla. Sin teleférico. Que no. Que el infierno al que voy será un sitio aburrido, un carnaval veneciano, un charla con té y pastas mientras Wilde nos habla, que sé yo de qué.

¿Prometeo? El hombre para mí es oscuridad o no es nada. Si tiene luz salgo corriendo.

¿Y mi homosexualidad?

Algunos amigos y amigas me acusan de ser el más homófobo de los seres vivientes y pensantes. No. Sí. La verdad es que no me preocupa. Y lo saben.

Soy homosexual porque me gustan los chicos, repito, los chicos, y me gustan sus pollas. La boca de esos chicos que me odian y querrían verme muerto o matarme si tuvieran coño.

Hoy, ¿qué hora es? Las 13 y veintitrés, ha sonado el teléfono para comunicarme que soy el mejor colocado para recibir el premio. Lo entrega el rey y la reina y la infanta y la madre que los parió a todos. Tengo que ir con un frac nuevecito. Pues vale. El premio tiene un dinero cojonudo. Y prestigio por un tubo. Se sabrá la noticia esta tarde. Cuelgo.

Un periodista se entera de algo y me llama. “Felicidades”.

A mi edad y sigo con los pulmones llenos de aire. Madrid sin mar. Braceando. Sucio. Los mismos sueños de todas las noches. Chicos en un pueblo blanco y con un sol a plomo. El poeta desnudo corriendo haciendo que huye, pero corre empalmado. Riendo. Los chicos gritan. Desnudos también. No llevan libros. No saben leer. Son muy capaces de matarme. Y cuando todos caen sobre mí antes que el sol definitivamente, entonces me despierto.

Viejo, maricón perdido. Sucio.

Siempre sucio.


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