Ángel custodio

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Amaya anda encorvada sobre el cochecito de capota azul marino. Tiene que echar todo el peso de su delgado cuerpo para hacerlo avanzar y el esfuerzo, sumado al calor del día, empapa de sudor la ligera camiseta que viste. Hubiera preferido resguardar a la nena en la frescura de su pisito pero apenas tenía cereales y los pañales también escaseaban. El bueno de don Federico, el farmacéutico del barrio, no ha querido cobrarle en esta ocasión. «Mañana vienes y me ayudas a limpiar el polvo de las estanterías, que buena falta le hacen», le dijo, dando el pago por zanjado.

–No te inquietes, princesa –consuela amorosamente a su pequeña–. Ya vamos para casa.

Al doblar la esquina distingue a su vecina a las puertas del bloque. Doña Encarna se haya acompañada de otra señora de edad similar y hacia ellas se dirige con buen ánimo, al resguardo de las sombras dibujadas por los naranjos de la calle.

 

–¡Qué cosa más bonita, Encarni!

Doña Ramona –Mona para las pocas amigas que se obstinan en vivir–, sostiene entre sus manos una medalla de plata con el ángel custodio en delicado bajorrelieve. Volutas y hojarascas enmarcan al protector. Joya de la familia desde antes de la guerra, Doña Encarna la acaba de recoger del taller de joyería donde la han pulido y sustituido el deteriorado lazo por otro de seda rosa. «Es un regalo para alguien muy especial», le comenta a Mona emocionada y al levantar la vista ve venir precisamente a la destinataria del presente.

–Mona, ahora tienes que seguirme la corriente –apenas tiene tiempo de advertir entre susurros a su amiga para después saludar en voz alta–. ¡Dichosos los ojos, Amaya! A ti te quería yo ver.

–¿Y eso, doña Encarna?

–Mira lo que tengo para tu niña. Iba a guardarlo hasta el bautizo pero…

La joven abre la cajita que le tiende su vecina y se queda sin palabras cuando descubre la preciosa medalla acunada entre pétalos de papel de seda.

–No puedo aceptarlo, doña Encarna.

–¿Acaso quieres que me enfade?

–¡No, por favor!

–Pues no hay más que hablar. Y ahora, enséñale tu ricura de niña a mi amiga.

La anciana aprovecha que la joven ha hundido la cabeza en el capazo para lanzarle una nueva mirada de advertencia a Mona, quien sin comprender su misteriosa actitud se aproxima con curiosidad para contemplar a la beneficiaria de tales atenciones.

–¿Puede haber cosa más bonita en el mundo? –le dedica Doña Encarna al cuerpecillo acurrucado entre sábanas de flores–. Y qué piernas tiene la jodía.

–Seguro que anoche oyó sus llantos –se lamenta apurada la joven madre–. Es otro diente. El tercero ya.

–Pobrecita, con lo que duelen.

–Siento las molestias.

–¿Molestias? ¡Anda ya!

Mona apenas presta atención a la conversación, incapaz de apartar la vista del interior del carrito, los pelillos de la nuca inhiestos.

–Bueno, doña Encarna, debemos irnos ya.

–Por supuesto, cariño.

–Y la medalla… ¿Cómo se lo puedo agradecer?

–Pues pasándote luego por casa para tomarte un cocacolita.

–Lo haré, en cuanto despierte la nena de la siesta. Que tengan buen día.

Nada más entrar la joven en el portal, Mona se encara a su amiga, exigiendo respuestas.

–¿Una muñeca? –pregunta ante su silencio.

–Amaya no ha tenido una vida fácil –es la escueta explicación de doña Encarna.

A la anciana jamás se le ocurriría traicionar la confianza de Amaya con cuchicheos sobre los abusos sufridos a manos de un padre alcoholizado, violencia de la que huyó mediante un precipitado matrimonio con el primero que le dijo bonitos ojos tienes. Pero como dice el sabio refranero, la joven salió de la sartén para caer en las brasas pues la convivencia marital se convirtió más pronto que tarde en una prolongación de las penurias sufridas hasta entonces. La gota que colmó el vaso de la cordura la destiló la pérdida de su primer hijo y si bien quiso la última Nochevieja que Amaya enviudara pronto, sólo una maternidad cimentada sobre aquella muñeca reborn comprada a precio de saldo fue capaz de darle motivos para vivir. Vida fruto de la inconsciencia, cierto, pero vida al fin y al cabo, y el barrio entero se volcó sin reservas con la nueva madre.

–¡Por el amor de Dios, Encarni! –casi grita Mona, escandalizada por lo anómala de la situación–. Esa chica necesita ayuda, y encima vas y le regalas la medalla de tu familia. ¡Para un muñeco!

–Mira, Mona. Yo regalo mis cosas a quien me sale de las narices.

–No te pongas así…

–¡Me pongo como me da la gana! Amaya es una buena chica con muy mala suerte. Despacha cariño y atenciones como pocos, además de ser una trabajadora incansable.

–Eso no te lo discuto pero creo que deberíais llamar a los Servicios Sociales.

–¿Y para qué, si puede saberse? ¿Para que le ocurra como al pobre Román? Toda una vida pagando religiosamente las cuotas de su modesto piso y van y se lo llevan a un asilo, donde murió solo en vez de hacerlo arropado por los suyos.

»No. Amaya es parte del barrio y como tal la cuidamos. Le damos todo aquello que nunca tuvo y por eso don Francisco bautizará a su nena la próxima semana, con mi medalla prendida de su pecho.

–No lo entiendo, Encarni. De verdad.

–Por supuesto que no, querida. Éste no es tu barrio.

 

B.A.: 2.022


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