Dolor de muelas

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Llevaba varios días con ese dolor de muelas. Lo había probado todo, la aspirina, el coñac…. No había forma de mitigar el tormento que me estaba volviendo loco. Trataba de esquivar lo irremediable, tendría que ir al dentista, lo que me producía un espanto mayor que mi dolor.

Llamé por teléfono para fijar el día. Una voz plana y sin empatía alguna determinó que al día siguiente a las cinco me atendería el Doctor Venoso. Me lo había recomendado un amigo.

Apenas dormí la víspera obsesionado con la visita al odontólogo. Cuando conseguía conciliar el sueño, a mi cerebro acudían toda suerte de artilugios relacionados con mi próxima cita: tenazas, jeringuillas, algodones…. Me levanté con la ilusión de que el dolor se había esfumado, entonces me puse a desayunar pensando que, cuando acabara, llamaría para anular la cita. Poco me duró la alegría. Un mísero trocito de avena fue a incrustarse justo en la muela enferma desencadenando la misma tortura del día anterior. Maldije la marca de los cereales y la puñetera gallina que la caja llevaba dibujada. No había remedio. La cita era ineludible.

A las cinco menos cuarto llamé a la puerta del dentista. Me abrió una mujer gorda enfundada en una angustiosa bata blanca cuyos botones soportaban un  brutal esfuerzo tratando de mantener la prenda cerrada. Me hizo pasar a una salita donde esperaban otros pacientes.

En medio de la salita que olía a desinfectante, se encontraba una mesa baja circular donde descansaban revistas médicas con todo tipo de ilustraciones relativas a intervenciones quirúrgicas. Tomé una. En cuanto vi la primera imagen de una operación de rodilla cerré la revista con fuerza y la dejé donde la había encontrado.

El suelo era de terrazo y me entretuve descubriendo caras entre sus losas. Hallé a un hombre barbudo con un petardo en la mano, una tortuga comiendo plátanos, algo que me recordó a un fórceps…

Enfrente de mí, se sentaban dos mujeres que no paraban de hablar. Era intolerable que Fermín no se hubiera preparado el desayuno a sus cuarenta años y que Marcela le hubiese hecho una faena a su novio. Cuando estaba a punto de enterarme de la fechoría cometida por Marcela, la gorda entró y se llevó a una de ellas dejándome con la intriga para siempre.

La salita no tenía ventanas, supuse que para que nadie tuviera la tentación de escapar.  En cada una de las cuatro paredes había colgados unos cuadros de un pintor que debía ser adicto a algo fuerte porque los colores parecían ideados en una noche de excesos. La música de fondo era de lo más deprimente, éxitos de los ochenta interpretados al saxofón que competía con el sonido del insufrible torno que se oía desde otra parte del piso. Si ya sobrevivía al dentista, me podría considerar una persona indestructible.

Por fin, entró la oronda recepcionista, me nombró y la seguí. Me llevó ante un dentista pequeño que llevaba gafas y una mascarilla tapándole la boca. La habitación estaba repleta de moldes de dentaduras que parecían reírse de mí con burla. Me hizo sentar en el sillón y colocó el foco a dos palmos de mi cara. Abrí la boca y él metió un diminuto espejito en ella. El alcohol que goteaba me socarró los labios. Reflejada en sus gafas podía ver cómo iba golpeando cada una de mis piezas dentales hasta que llegó a la protagonista de mis desvelos. Me preguntó que si me dolía, pero yo, con dos bolas enormes de algodón entre mis dientes, casi no le pude responder. Volvió a golpear la muela y yo solté un grito. La gorda me dio unas palmaditas en el brazo mientras me susurraba: «Tranquilo, tranquilo». Aquello iba a acabar mal. Cogió un gancho y empezó a escarbar con él en mi boca. Ya no pude más. Me levanté de un salto y mostré los puños. El pequeño dentista se puso en guardia. Le lancé un puñetazo que esquivó, no así el suyo que impactó sobre mi mandíbula. La muela enferma salió despedida. No hizo falta jeringuilla ni tenazas.

Algo mareado me dirigí hacia la salida, al pasar vi que en la salita de espera se encontraba desierta. Seguramente los pacientes que restaban habían huido presas de pánico al escuchar mi grito y el posterior forcejeo.

No me cobraron la visita argumentando que los gastos habían sido inexistentes.

Que me quitó la muela, es innegable. Que sea un dentista que llegue a recomendar, poco probable. Pero lo que aseguro es que fue rápido y barato. Quizá algo más doloroso de lo que imaginaba, pero claro, sin anestesia…


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