Gema

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      Tenía entre las manos un barreño de plástico rosa, de un diámetro excesivo. ¿Para qué diantres querrá tener la Comunidad (de vecinos) una cosa como esta?, preguntaba para mi coleto.

      Me hallaba solo en el rellano, de espaldas a mi piso (uno de los cuatro que componen el rellano), de la planta primera (de las tres que hay) del bloque de viviendas donde habito (uno de los siete que forman la urbanización).

      Me producía tanto fastidio tener en las manos el barreño que enseguida lo metí en un contenedor verde de cuatro ruedas, de esos fabricados con polietileno de alta densidad, uno de los cinco que estaban alineados a un lado de la calle asfaltada, de tal manera que la mitad del barreño estaba dentro, apoyada en las bolsas de basura que medio llenaban el contenedor, y la otra mitad fuera, bocabajo, apoyada a su vez en el borde superior anterior del contenedor, en el lado opuesto de la tapa abatible.

      El objeto de aquella acción, a mi entender, era que el barreño escurriese el agua que tenía en su interior. Una vez hube hecho aquello, me desentendí y no me desentendí del barreño. Por un lado, me desentendí porque me alejé del mismo y, por otro lado, no lo hice porque no me alejé demasiado, echándole un vistazo de tanto en tanto.

      Entonces vi a Gema que estaba junto al contenedor de marras, de pie, cruzada de brazos y con semblante serio. Aunque era de noche y las luces de las farolas me iluminaban, ella en ningún momento me dirigió la mirada. Gema, impasible, estaba vigilando el barreño porque era conocedora de su valor económico y no iba a permitir que nadie se lo llevara.

      Entonces me di cuenta que ella estaba velando no sólo por los intereses de la Comunidad, sino sobre todo por los míos propios (si alguien se llevaba el barreño, yo debía reponerlo con mi dinero, puesto que yo era el encargado, en aquel momento, de custodiarlo). Ella estaba cuidando de mí.

      Me acerqué de nuevo al contenedor y saqué el barreño de su interior. Mirando a Gema, ingenuamente le pregunté: "¿Dónde pongo esto?" Ella, sin descruzar los brazos y con cara de póker, respondió: "Tú sabrás".

      Entre los dos había una corriente de afecto, una complicidad y una confianza como de pareja, a pesar de que nunca habíamos salido juntos ni mucho menos hecho el amor.

      Fue entonces cuando me desperté.

      Eran las siete de la mañana y lo hice con dolor de cuello y espalda. Había tenido un sueño. El contenido del sueño es irreal, pero los protagonistas no. Gema y yo (¡Gema y yo!) somos reales, seres de carne y hueso. 

      Gema es una guapa mujer, ahora que había entrado en la década de los cuarenta. Más atractiva que guapa; el largo cabello castaño, hasta por debajo de los hombros, con estudiadas ondas. Muy guapa y atractiva cuando era más joven. Delgada con curvas. Seria. Elegante. (Yo siempre había estado enamorado de ella, aunque nunca se lo dijese: su presencia física y su saber estar me imponían.)

      Gema es un Annapurna, una de esas mujeres inaccesibles. Que juega en otra liga, superior y distinta a la de la mayoría de los hombres. Con la que te cruzas en la calle, la miras, la admiras y la deseas. Y piensas que nunca tendrás algo con ella, que en esta vida no podrá ser.

      El único consuelo que me queda con Gema es un sueño, tan real como a veces son los sueños, en el cual ambos tuvimos una relación sentimental tan breve como un destello. Satisfactoria para mí por la agradable sensación que me dejó, más aún teniendo en cuenta que ella ni siquiera sabe que existo.

      

      


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