Diario de un viajante: Juancho

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Hoy me he tomado un pequeño descanso y he aprovechado la recién entrada primavera para conducir mi viejo Ford y desplazarme hasta uno de esos pequeños pueblos casi escondidos en la bonita sierra de Guadalajara. Me he dicho que me apetecía parar en alguna de esas sencillas posadas que a veces te encuentras en estos recónditos lugares y degustar el viejo sabor de un buen pisto manchego como el que cocinaba mi querida madre. Ella siempre lo acompañaba con un par de huevos que adornaba con unas puntillitas bien fritas, casi hechas a semejanza de sus trabajos más delicados con la aguja. Era una delicia verla dedicada en aquella cocina de leña manipulando con su cuchara de madera el rico y colorido condumio vegetal que llenaba la prehistórica sartén de hierro, instrumento único (junto con una gran olla que utilizaba para platos de puchero)  con el que nos daba de comer junto con mi padre y otros cuatro churumbeles que me acompañaban en belicosa hermandad. Contaba yo a la sazón no más de diez años cuando mi madre, una de esas veces, viéndome devorar sin espera aquél exquisito manjar salido de sus bondadosas manos -junto con uno de esos capones que tanto me hacían ver las estrellas-, me dio un gran consejo que nunca olvidaré:

"Hijo -me dijo-, cuando seas más mayor entenderás que no debes pararte sólo en saborear y disfrutar del alimento a boca llena; piensa y valora antes el trabajo de ganarlo y, sobre todo, de compartirlo con los que también tienen derecho a disfrutarlo". 

De esta guisa no sólo afeaba mis prisas por mi apresurado yantar dejando a mis hermanos en último lugar, sino que me preparaba para ser una persona con principios morales dignos y respeto a mis iguales. 

No sabe cuánto se lo agradezco. Claro es que los capones no, aunque sirvieran de merecido escarmiento, y no fueron pocas las veces.

A colación de ese plato tan exquisito, he de decir que aprendí también a cocinarlo viéndola maniobrar en su cocina: pimientos rojos y verdes, cebollas, tomates maduros, calabacines y ajos adornaban un rincón de aquella encimera de obra a la espera de ser "acuchillados", bien en rodajas, bien en cuadrados de bocado, bien en pequeños fileteados que iban todos a la perola sin derecho a perdón junto con unas generosas cucharadas de aceite. El comino y la pimienta hacían de aquellos azúcares de huerta una mezcla sabrosa y tan untable al paladar que sustraerse a unirla en santo matrimonio con el pan que acompañaba a ese único plato hacía de ello un verdadero sacrilegio. El "rebañao" -como se suele decir coloquialmente- era el rito final con el que cerrábamos todos nosotros la religiosidad del acto dejando los platos más limpios que una patena.

Corrían por entonces los años sesenta y España intentaba recuperar algo de su perdida identidad, si es que en algún momento consiguió tenerla. Subsistíamos en el pueblo gracias a unas cuantas gallinas y un generoso huerto que nos mataba el hambre y, al tiempo, nos procuraba algunas "perrillas" para pan y algo de arroz, lentejas o alubias. El trabajo del campo fue mi primera obligación, junto con la escuela, y así fui creciendo entre tomateras, libros, cuadernos y otras hierbas con la promesa en mi interior de salir de aquella pobreza y ser un hombre rico y provechoso el día de mañana, ese "día de mañana" que nuestros padres añoraban conque tuviéramos la posibilidad de terminar una carrera que nos llegara a hacer "personas de bien"… ¡Personas de bien! ¡Hombre rico! ¡Ufff!

Pero... creo que me salgo del guión. Si decidiera mandárselo al director del periódico, me temo que este personalísimo introito no le iba a gustar en absoluto.

Bueno; voy, pues, al meollo del asunto.

Decía que buscaba una posada donde aplacar el hambre con un buen plato de ese pisto tan delicioso, gratamente acompañado con sus respectivos huevos fritos y un trozo de pan candeal conque dejar el plato bien limpio. Aunque mi herrumbroso automóvil se venía quejando hacía un tiempo de una de sus bielas, mal que bien conseguía llevarme hasta donde yo podía aguantar en carretera (que tampoco era mucho trecho, lo sé).

Quiso la suerte que, a unos veinte kilómetros tras sobrepasar el Hospital Universitario de Guadalajara, mi Ford abandonó la autovía, tomó las riendas de su propio destino y nos encaminó por una fea carretera de tercer orden, mal asfaltada y llena de hierbajos en los laterales. Pensé que aquello era un presagio de una nueva aventura que contar a mis pocos lectores. Lo cierto es que, tras otros cuarenta kilómetros de tensa conducción, llegué a una población desconocida para mí cuyo nombre mantendré en secreto por respeto a aquellos que se sienten exploradores de lo desconocido.

El pequeño pueblo era uno de esos típicos lugares recónditos castellano-manchegos de no fácil acceso: sobrio en construcción, algunas casas semiderruidas, mínimamente habitado y con su pequeña –pero coqueta- plaza “mayor” que, por así llamarse inicialmente y no acomodarse mucho a sus mermados metros cuadrados, en algún momento de su historia pasó a denominarse Plaza de España, con todo lo que ello pudo suponer en el sentido patriota para sus escasos quinientos habitantes.

Cuando me disponía a dejar mi vehículo en un pequeño rincón, un improvisado “guardia urbano” comenzó a hacerme señales para que pudiera aparcar sin que me diera contra el bordillo de la acera. De unos veintitantos años, feo, mal vestido con unos pantalones dos tallas por encima de su físico y portando unas gafas de miope "culo vaso", aquel extraño personaje me chillaba con aires destemplados una y otra vez –sin sentido alguno, he de decir- que girara el volante, una vez a la izquierda, otra a la derecha y después al revés, y así sucesivamente sin orden ni concierto…

Ya… Es el “tonto del pueblo” -me dije interiormente para dejar de hacerle caso y desconectar el motor. Curioso personaje digno de analizar. Y eso haré. Pero antes démosle un nombre: le llamaremos Juancho…

Juancho es uno de esos muchachos -a menudo no muy agraciados, malamente peludos, casi contrahechos y con cara de cierto desprecio hacia los demás- que existen en todos los pueblos, esos lugares más o menos cercanos a la ciudad adonde solemos escapar esos días de corto asueto cuando queremos caer en la cuenta de que allí siguen viviendo nuestros viejos padres y abuelos. Son esas poblaciones donde tantos hechos curiosos se cuentan por esas sencillas gentes, sabedoras de la crudeza de la vida, sabios curtidos en ninguna licenciatura de pago, aferrados a esa realidad del vivir diario sin comodidades ni antojos, personas que da gusto escucharlas cuando nos cuentan sus expertos conocimientos extraídos de la simple observación y que algunos indocumentados urbanitas califican sin rubor como cavernarias, propias de un trasnochado neolítico.

Juancho, por bautizarle con un nombre cualquiera, -como digo-,  es el típico personaje del “tontito”, ese mismo que nunca ha faltado en dejarse ver merodear a primeras horas de la mañana por las estrechas calles aledañas que bordean o desembocan en la plaza principal del pueblo, ésa casi siempre la única plaza donde se ubican en perfecta armonía ornamental el edificio consistorial, frente por frente al de la iglesia, la farmacia de Don Tomás, el estanco, la tasca del pueblo, el pequeño ultramarinos de Doña Fernanda que surte de alimento a toda la población y el tenderete de prensa, venta de chuches, tabaco y papelería, todo al por menor al mismo tiempo, que curiosamente casi siempre regenta (aún no he conseguido descubrir la verdadera causa de tan curiosa coincidencia) el único cojo o tuerto del pueblo de entre sus variopintos lugareños.

Es allí donde, a primera hora de la mañana, nada más descargar el aún pitañoso transportista sus pesados y bien atados paquetes de papel-prensa, puedes encontrar su presencia haciéndole espera fiel para ayudarle a meterlos en el local sin que nadie se lo pida, pero con la clara intención de leer gratuitamente, en primera línea de fuego y recién salidos de la imprenta, los últimos acontecimientos deportivos.

Cumplida su no rogada faena, después de gritarle desde la puerta al huraño dueño del local  que se lleva un ejemplar deportivo con la promesa de devolvérselo horas más tarde (cosa que siempre promete pero que nunca cumple), sale corriendo sin darle tiempo a la protesta al burlado tendero. Y así, con su ansiado periódico bajo el brazo y contento de su osadía, al tiempo de jactarse con guturales sonidos de natural bobalicón por ver en primera página que el Real Madrid o el Barça han ganado otra vez el último partido en la Liga de las Estrellas, esta vez por un contundente 6-0 al contrincante de turno, se acerca seguidamente hasta la tahona próxima (el único comercio que casi nunca está en la plaza del pueblo) y sisa subrepticiamente esa barra de pan que a diario soslaya del cesto por el simple placer de creerse que otra vez le ha dado el esquinazo y no se enteró el tahonero del famélico hurto. Después, mientras se ríe socarronamente y se despide con medio ademán (que más bien dice un “¡que te den!” que un cortés “hasta mañana”), se aleja escondiendo bajo su chándal el aún caliente trofeo y esboza una pícara mirada hacia atrás por creer que ha sido otra vez más listo que él… Pero ni lo come ni lo deja comer, salvo para darlo después a las gallinas de su sufrida madre, con las que juega haciéndolas rabiar con las menudillas que pellizca y regala con entusiasmo hartándose a reír al lanzarlas al aire, una a una, para que así más le dure, en medio del nutrido y nervioso grupo que le persigue ruidosamente por todo el rectángulo del gallinero mientras el esbelto gallo observa desde una esquina con cierto resquemor cómo aquel humano travieso se ha hecho dueño momentáneo de su harén.

Juancho, como todos los “tontitos” de esos pueblos, sabe de sus paisanos hasta sus secretos mejor guardados.

Es así, no lo dudes.

En realidad es algo que no tiene mucho misterio, porque –si te fijas- verás que siempre está muy cerca de las fuentes de datos mejor actualizadas: lo ves metido en medio de los corrillos, ya sean de bodas, bautizos o comuniones, atento oyente en los grupos de caza y pesca, en los que se cuela con mucho arte; entendido y silencioso observador de la partida de mus o dominó en el Hogar del Jubilado, en la puerta de la tasca… Asomando sus pestañas donde fuere, quepa o no, y, si se tercia, hasta en el plenario más serio escuchando atentamente tras la entornada puerta del salón de actos el complicado e ininteligible para él debate presupuestario municipal…

Y no digamos en las fiestas: en la churrería ambulante, en el coso, en la tómbola, al pie de  la orquesta pachanguera o en la misma caseta de proyección del cine de verano desde la que, sin pagar nunca su entrada (como es lógico suponer) ríe junto al técnico los diálogos de esas añejas películas de Pepe Isbert (el presupuesto municipal no da para más, esa es la verdad) o hace que llora con el tierno Pablito Calvo en “Marcelino, pan y vino”, del que confiesa ser su seguidor más entusiasta.

Son “tontitos”, sí, pero no tan tontos como pueda parecer; saben nutrirse del dato y memorizan en su enigmático pero muy práctico cerebro la táctica que más les interesa… Y viven felices, se les nota.

Por eso, la próxima vez que vayamos de nuevo a solazarnos con el descanso de un próximo fin de semana o una corta vacación estival, más cerca o más lejos de la loca metrópolis donde quemamos inútilmente nuestras capitalizadas vidas, dejemos por unos momentos olvidados los impenitentes hábitos de consentidos urbanitas y fijemos nuestra atención en esos “tontitos” que Dios ha repartido en todos y cada uno de esos pueblos; verás que viven felices sin graves pecados, sisando un simple pan para jugar con las gallinas o leyendo gratis las últimas noticias de fútbol.

No deberíamos enfadarnos tampoco si, después de observarnos con cara de pocos amigos en la cola de la carnicería, nos mira, nos observa con precaución, nos analiza, por fin se decide y acerca hasta nosotros con aire misterioso, nos pregunta la hora al tiempo que coge sin permiso nuestra muñeca y la lleva hasta sus miopes ojos para curiosear la marca de nuestro reloj (sí, también colecciona marcas) y después se aparta inopinadamente haciéndonos un feo desplante y nos grita: ¡TONTO!


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