Cuando Elsa acudió a mi consulta, parecía una niña asustada. Qué digo asustada, aterrorizada. Y todo por una pesadilla recurrente que la atormentaba cada noche desde hacía varias semanas.
Cuando me la contó, tuve que reprimir una sonrisa, pues era una de esas pesadillas típicas de la infancia, producto de los miedos naturales de todo niño.
En primer lugar, intenté hacerle entender que esos sueños perturbadores, que producen fuertes sensaciones de miedo, terror, angustia y ansiedad, casi siempre se consideran una parte normal de la infancia y que algunos estudios han revelado que son más frecuentes en niñas que en niños. Pero, claro, a los treinta años ya deja de ser un hecho normal.
Mi plan fue desvelar qué le provocó en su infancia ese tipo de pesadillas, intentando encontrar su origen. Generalmente las provocan trastornos psicológicos sin demasiada importancia, como un cambio de colegio, unos exámenes a la vista, un viaje que no se desea hacer, una enfermedad en algún miembro de la familia, etc. En otros casos más problemáticos, reside en la existencia de un acoso escolar ocultado a los padres o en un temor generalizado al fracaso por culpa de la inseguridad causada por una baja autoestima.
Cierto es que las pesadillas pueden continuar hasta la edad adulta, siendo una forma en la que nuestro cerebro maneja las tensiones y temores de la vida cotidiana. Pero mi paciente describía su vida como plácida y profesionalmente satisfactoria. Con estudios universitarios, felizmente casada con un hombre que rozaba la perfección, con dos hijos adorables, y ocupando un cargo directivo muy valorado por la dirección de la empresa en la que trabajaba, no tenía nada que temer ni nada había en su vida cotidiana que le pudiera provocar la más mínima desazón.
¿Cómo era, pues, posible, que en una vida aparentemente perfecta aflorara, cada noche, esa terrible pesadilla de su más tierna infancia?
Sus terrores nocturnos (tenía que dormir con la luz de la mesilla de noche encendida) duraron desde los diez a los catorce años. Cuatro años padeciendo un terror que la despertaba sobresaltada y empapada en sudor y siempre con el mismo telón de fondo: un horrible monstruo, al que no le veía la cara, solo su silueta, se abalanzaba sobre ella para devorarla. Tan pronto como sentía sobre su cuerpo las zarpas de ese engendro, se despertaba, ahogando un grito para no alertar a sus padres. Durante esos largos cuatro años no contó ni una sola vez su tormento, ni a su hermano mayor ni a sus progenitores, quienes seguramente se habrían burlado de ella.
Viendo lo complicado que me resultaba llegar a un diagnóstico, conseguí, después de varios intentos infructuosos, que aceptara someterse a una hipnosis. Recelosa de lo que pudiera descubrir (todos tenemos secretos inconfesables, decía), no quiso que nadie más estuviera presente durante el proceso de regresión.
Llegado el momento, se tendió en el diván donde suelo colocar a mis pacientes para que se sientan cómodos y relajados antes de la sesión. Yo sigo la típica técnica de reducir la luz ambiental al máximo y hacer bascular lentamente ante sus ojos un pequeño péndulo al que sus ojos deben seguir en su movimiento de vaivén. Mi voz, tenue y calmada, hace el resto, y en unos pocos segundos ya tengo al paciente en trance. Y ahí empieza la parte más importante y a la vez más arriesgada del proceso, pues no siempre sale como uno espera. Y eso fue precisamente lo que ocurrió con Elsa.
Todo iba bien al principio, pues iba recordando los pasajes más importantes de su niñez con una gran nitidez. Pero todo se torció cuando le pedí que rememorara una de esas noches en las que esa maldita pesadilla la acosaba y la perturbaba de forma tan alarmante.
Empezó a respirar de forma muy agitada, a temblar y a sudar. Era, hasta cierto punto normal, pues estaba reviviendo un episodio muy angustiante para ella, pero de pronto se puso muy tensa, retorciéndose en el diván de una forma alarmante, como si estuviera poseída. Pero antes de abortar el proceso intenté calmarla y que me contara lo que estaba viendo. No hubo forma de tranquilizarla y antes de que aquello desembocara en un fallo cardíaco, pues noté que su corazón latía a más de 120 pulsaciones por minuto, la desperté.
Como suele ser normal, no recordaba nada de lo que había visto en su viaje al pasado, así que tuve que contarle lo sucedido y le expresé la imposibilidad de volver a repetir la experiencia por el riesgo que corría.
Aunque se fue aparentemente resignada, pero atribulada, me llamó al cabo de una semana, argumentando que no podía soportar por más tiempo aquellas pesadillas y que quería someterse de nuevo a la hipnosis regresiva, aun resultando peligrosa. Me rogó que llegara hasta el final, pues quería desvelar el origen de aquella tortura, costara lo que costase.
Volví, pues, a someterla a una nueva hipnosis, pero en esta ocasión acompañado por un cardiólogo, por si se hacía necesaria su intervención, a lo que Elsa no se negó, pues, aunque quería privacidad, aquel especialista era una persona totalmente ajena a su círculo privado.
El proceso siguió la misma pauta, hasta llegar a ese estado de paroxismo alarmante. Pero siguiendo los deseos de mi paciente, seguí adelante, mientras el cardiólogo monitorizaba sus constantes y su hiperventilación.
En esta ocasión y llegado a ese punto, yo también empecé a sudar y a punto estuve de interrumpir la sesión, pero decidí seguir adelante a menos que mi acompañante médico me indicara lo contrario.
El momento del clímax llegó a los pocos minutos. Elsa empezó a chillar como si se estuviera quemando viva, revolviéndose sobre el diván. Y de pronto empezó a gritar «No, no, papá, no, para, para, por favor» y acto seguido se desplomó como si se hubiera desmayado. Me costó dios y ayuda devolverla a su estado consciente, pero afortunadamente lo logré. Todos suspiramos aliviados, incluso Elsa, pero yo me sentí repentinamente indispuesto física y mentalmente por lo que había descubierto. Le pregunté si recordaba algo y me dijo que no. ¿Cómo podía explicarle que ese monstruo de su terrible pesadilla no era otro que su padre, que la violaba o intentaba violar? ¿Por eso callaba lo que le ocurría cada noche a su familia? Seguramente, con el tiempo acabó borrando ese recuerdo de su memoria. Pero ¿qué le había provocado volver a revivirlo con las mismas pesadillas que en su niñez?
Pedí al médico que nos dejara solos. Tenía que hablar con ella a solas. Tenía que decirle algo que no sabía cómo iba a reaccionar.
Cuando le referí lo descubierto, lo asimiló mucho mejor de lo que suponía y me dijo que su padre había fallecido hacía un mes. Supuse, entonces, que ello debió haberle provocado una evocación de aquella traumática experiencia, que había permanecido oculta en lo más profundo de su subconsciente durante tantos años.
Esa revelación produjo su efecto. Elsa se recuperó por completo y no volvió a sufrir esas terribles pesadillas recurrentes.
Al cabo de unas semanas, leí en el periódico, atónito, que una tal Elsa Gutiérrez —sin duda mi paciente—, había asesinado a su marido. Al parecer, este quiso persuadirla para mantener relaciones sexuales, a lo que ella se negó. Cuando él intentó tenerlas sin su consentimiento (según declaraciones de la detenida), se abalanzó sobre él agrediéndolo con un cuchillo de grandes dimensiones que guardaba en su mesilla de noche, lo que le produjo la muerte instantánea. ¿Por qué guardaría Elsa un cuchillo en un cajón de la mesilla de noche? ¿Qué era lo que temía?
Hoy me han llamado de la cárcel donde el juez la mandó al decretar prisión incondicional sin fianza, a la espera de juicio. Un psicólogo forense ha considerado necesario someterla a una evaluación de su estado mental. Ella ha aceptado, pero ha puesto como condición que sea yo el que la realice.
No sé qué hacer. Mi deber como profesional y como terapeuta de Elsa me obliga a aceptarlo, pero temo que en esta nueva evaluación descubra algo que no supe descubrir en mi última sesión y tenga que reconocer mi incompetencia.
Y es que la mente es un laberinto en el que se pueden ocultar las peores perversidades.
Me arrepiento de haber aceptado tratar a Elsa, pues, desde que tuve conocimiento de lo ocurrido, ahora soy yo quien tiene una pesadilla recurrente: un monstruo me persigue y yo intento escapar sin lograrlo. Una vez me ha atrapado, veo su cara y no puedo dar crédito a lo que ven mis ojos. Es la cara, horriblemente transfigurada de Elsa la que me mira con un gesto de odio y aversión. Y entonces me despierto, empapado en sudor.
Creo que ambos tendremos que recurrir a un psicoterapeuta mejor capacitado que yo.
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