Amor a primera vista

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Envalentonado desde el umbral de la puerta la asaltó con un beso y ella indignada con sus mejillas carmesí se internó por entre el laberinto de su casa. La madre la vio correr acusadora, a la vez conmovida por la imagen del fantasma que quedó anclado a la puerta, devastado, pensativo y meditando “a lo mejor algún día será”. Entonces, y ella se dio cuenta, sintió que admiraba el rostro de la señora, idéntico al de quien a la carrera acababa de abandonarlo, sin poder controlar su voluntad. A la vez, y él se dio cuenta, ella parecía decepcionada por el desprecio del amor ajeno, deseosa de su propio amor, acongojada como si fuera ella quien desperdiciara el beso.
“Ya se le pasará” balbuceo y, arrebolada y temblorosa, lo invitó con necedad a que volviera, sin acercarse a la puerta ni huir entre el laberinto.
“Ya se le pasará, ya verá” repitió cada vez que iba y la amante huidiza no lo recibía, y aunque el resultado no mejoró si aumento el éxtasis que le producía el rostro sonriente, idéntico al que se enamoró, de aquella señora que sentada en un estrecho asiento lo atendía.
Así pasaron media vida.
- Pero ella no está –le dijo un día, como todos los que fue–. Se marchó lejos –agregó, esta vez.
- No importa.
La miró con detenimiento y revisó en su rostro las facciones que había transformado el tiempo, pero que aún conservaban aquel aire que siempre lo atrajo, igual al de quien a pesar de abandonarlo creía que todavía amaba. La observó y pensó en los tantos años que habían pasado. “Desde que nos conocimos nos hemos mirado a los ojos” pensó. Volvieron a mirarse, él medio atolondrado concentrado en sus rasgos señoriales, ella lela disfrutando de un sentimiento que ya no era ajeno, ahora sólo suyo. Se miraron y sonrieron, se iban a despedir, a lo mejor para siempre. Entonces acercaron sus labios y con enamoramiento tardío, a lo mejor otoñal, se besaron por instantes divinos sin alarde de pasión, sin alocada intensidad, con lentitud, con atención, como si fuera el primero en su vida.
- La vine a ver a Usted.
Parado en la puerta vio como el rubor cubrió el rostro ajado de su señora, como alguna vez le pasara a quien huyera por entre el laberinto de la casa y ahora refundía en el olvido, y con delicadeza acarició sus pómulos algodonosos por el recorrido del tiempo. Ella dibujó una tímida sonrisa, él no hizo menos. Nuevamente se miraron y aunque hubieran querido estrecharse entre sí, retozar sin desenfreno la media vida pasada, aquietaron sus ansias y con sensualidad satisfecha se alejaron para siempre. Y prendado, desde la calle observó en el pórtico que sus labios dibujaban “gracias amor”.


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