Nuevo Imperio

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Nuestra experta jauría de perros servo-mecánicos apenas encontró huellas que nos pudieran llevar hasta el objeto de nuestra búsqueda; estaban como desorientados y sus acerados belfos denotaban un nerviosismo rayano en el miedo, algo absolutamente excepcional en su propia naturaleza. Estaba claro que habían perdido el rastro y demostraban así su disgusto. Antes de salir de la estación orbital habían sido minuciosamente programados para capturar cualquier presa sin hacerle el menor rasguño, pero esta vez no parecía que pudieran llegar a cumplir su misión. El espécimen se les había escapado por los pelos.

Estaba casi seguro de que nuestra pieza estaba seriamente tocada; al menos dos de nuestros disparos paralizadores debieron acertarle de pleno, pero “aquello”, lo que fuera, salió desbocado como alma que lleva el diablo y perdimos su pista. Apenas tuvimos el tiempo suficiente para darnos cuenta de que era muy rápido, de una forma extraña desconocida para nosotros, cuadrúpedo… Y grande, bastante grande, al menos diez veces nuestra propia estatura.

La espesa niebla de metano cubría el lugar con un humeante manto grisáceo, y la abundante materia vegetal en descomposición que tapaba el nauseabundo y pastizal suelo impidieron que, ni los fieles canes robóticos ni nosotros mismos, acertáramos a fijar la ruta que había tomado aquel misterioso ser. Rästack, mi segundo de a bordo, me insinuó con voz trémula que había podido ver por un momento sus enormes dientes y, lleno de miedo, me pidió que abandonáramos definitivamente la persecución. Me sorprendió su reacción; era un tipo avezado en mil batallas y experto cazador. Siempre frío y dispuesto a la acción, me extrañó que mostrara en esos momentos esa debilidad casi infantil. Le conminé a continuar y, como pudimos, proseguimos la marcha por entre aquella untuosa niebla. La cantidad de aire respirable en aquel enorme planeta era bastante débil, pero se había asistido a nuestros trajes con la suficiente carga de mezcla de gases vitales como para aguantar un mínimo de veinticuatro hexa-tiempos ininterrumpidos, incluso sometiendo nuestro físico al máximo esfuerzo. De cualquier modo, la atmósfera era irrespirable por su insoportable mal olor, sin lugar a dudas debido a la mezcla de nitrógeno, metano y  sulfuro de hidrógeno presente en el ambiente, haciendo absolutamente imprescindibles nuestros cascos aislantes.

El silencio en aquel lugar era agobiante… Los perros habían desaparecido, quién sabe si seguirían persiguiendo sin rumbo a la criatura; eso me intranquilizó lo suficiente como para tomar las máximas precauciones y empecé a pensar que mi amigo podía tener razón. Ambos nos distanciamos unos cinco cuerpos del otro para lograr una mejor posición en el terreno y avanzamos como pudimos; aquella niebla se había empeñado en no levantar y nos impedía ver más allá de nuestros propios cascos. Al parecer, todo el planeta era un inmenso invernadero, lleno de ciénagas y pegajosos restos orgánicos malolientes. Según nuestros primeros sondeos, y pese a la beligerancia del entorno, la existencia de vida en él era teóricamente posible, pero a duras penas podría llegar a ser multicelular de nivel diez. Según los datos que manejaban los estudios biológicos previos no era previsible la existencia de vida inteligente, ni siquiera la presencia de un animal (o lo que quiera que fuese aquella criatura) de la envergadura que habíamos visto.

Estaba claro que la sonda se había equivocado radicalmente en su análisis.

Seguimos en dirección desconocida guiados por nuestro propio instinto, yendo como ciegos hacia ningún lugar. Rästack me miraba interrogante y yo no supe qué contestarle. No sé por qué, pero hubo un momento en el que su pose inquisitiva me resultó extraña, incluso grotesca. Creo que se me pasó por la mente la típica pregunta de «¿qué hago yo aquí?» unida a una sensación de dejà vu.

No era la primera vez que me ocurría.

Tras haber caminado unos ciento cincuenta cuerpos, descubrimos con sorpresa una extraña edificación que se apartaba totalmente de nuestros conceptos arquitectónicos. De consistencia metálica, con forma cilíndrica, algo plateada y con tintes marcadamente herrumbrosos, unas grandes y humeantes plastas de materia en descomposición se situaban a ambos lados de su entrada y parecían querer ocultar su enigmática presencia. La entrada era redondeada y tenía, a modo de porche, una especie de visera fija, sin bisagras a simple vista; el diseño era burdamente dentado y permanecía casi abierta, dejando entrever la oscuridad que inundaba la mayor parte de su interior.

Nos acercamos con precaución y, antes de recorrer unos cinco cuerpos, escuchamos un ruido de ramas quebradas que pareció proceder cerca de la entrada. Nuestro instinto hizo que nos acurrucáramos tras unos montículos cercanos, expectantes y prestos para disparar nuestras defensas en cualquier momento. Le indiqué a Rästack con un simple gesto que se mantuviera en silencio, y esperamos escondidos durante un par de hexa-hexatiempos la aparición de aquel desconocido ser.

Sin embargo, todo recuperó la quietud del lugar… De nuevo el pesado silencio se volvió a hacer dueño de aquel plúmbeo paraje. Pasados unos instantes, recuperamos la calma, decidí acercarnos con cautela hacia la extraña edificación… y entramos.

El interior no ofrecía nada de particular, excepto una especie de excrementos desecados, en forma de enorme simiente alargada del tamaño de tres de nuestras manos que encontramos en su curvado suelo. Desde luego, el animal que hubiera dejado aquellas deposiciones no debía ser pequeño, pero no había rastro de él.  Encendimos nuestros proyectores de luz y comprobamos que la longitud del refugio superaba los treinta cuerpos y una altura de otros quince; parecía abandonado desde hacía mucho tiempo y mostraba unas paredes llenas de mugre y algo de óxido ferroso, con ciertas ondulaciones prensadas en algunos de sus tramos de finalidad ininteligible para nosotros. En su fondo, un pequeño charco de una extraña materia orgánica en estado pútrido remataba todo lo que pudiéramos encontrar en aquel raro cilindro. Era evidente que su construcción obedecía a una mente inteligente, pero no parecía que el objeto hubiera tenido sentido práctico alguno, al menos para mí. Indiqué a mi compañero que pasara el analizador de componentes y detectó la presencia de hierro y estaño, un material que hacía mucho habíamos dejado de utilizar en nuestro planeta natal para evitar la temida contaminación.

Salimos de su interior y continuamos la exploración durante dos hexatiempos más, pero tampoco logramos encontrar al ignoto ser que había llamado nuestra atención y decidí ordenar a Rästack nuestra retirada. Con cierta alegría, comprobamos que afuera estaban esperándonos nuestros fieles perro-robots, dispuestos a acompañarnos hasta la nave.

A excepción de aquella criatura desconocida, no detectamos nada más. Aquel planeta parecía estar muerto, no nos ofrecía nada más que inmundicia, desechos y gases tóxicos, por lo que partimos sin más dilación.

-Aquí Blöss… Finalizamos la exploración y volvemos a Nodriza… Este planeta no tiene interés para nuestra civilización… Cambio y corto… -comuniqué a control, tras poner en marcha los propulsores iónicos y salir catapultados de aquel lugar sucio y contaminado.

***

Abajo, a diez mil kilómetros de Nodriza, un pequeño ratoncillo salió de su escondrijo y raudo volvió a meterse asustado y dolorido en su oxidada guarida, una vieja lata de conserva en cuyo etiquetado, un día no muy lejano, quizá pudo leerse en negrita: “POMODORI SCHIACCIATI” por encima de la colorida representación de una jugosa sopa de tomate triturado... Y a un hectómetro del gran estercolero, Roma Sub Terra, capital de Nuevo Imperio.


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