Diario de un viajante: El quiosco

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Hoy me ha dado por levantarme un poco más tarde, pero sin quererlo. Las siete de la mañana de un invierno, apenas entrando en uno de esos desangelados y tristes amaneceres, ha cercenado sin piedad mi merecido descanso abriendo de nuevo mis ojos a la realidad.

Es domingo y el sol apenas ha asomado en su horizonte naciente; quizás abrumado también por la gélida alborada, quién sabe si porque hoy se lo repiensa un rato más haciéndose también víctima de la vagancia que a mí mismo me abruma en estas primeras horas de otro día festivo, lo cierto es que se ha hecho esperar para alegrarme un poco por seguir viviendo. No sé; creo que ya me estoy haciendo viejo –o de maduro a mayor, como se quiera- y olvido calibrar mis objetivos más primarios; o, quién sabe cómo, si fuera ello posible, fuese que mi alma y este cuerpo que la contiene se aferraran ambos a aquellas ideas de juventud en las que ambas luchaban por unos ideales que no dejaban de ser aquellas monstruosas quimeras, algunos años después masacradas totalmente por Belerofonte y su socio amigo, el alado y mitológico equino.

Tras un frugal desayuno, he hecho un pequeño repaso de mi agenda en el periódico y he resuelto olvidarme un poco de su ajetreado crepitar para darme un pequeño paseo y buscar un plácido rincón donde olvidar esas obligaciones, leer algún ejemplar de prensa de la competencia y reírme para mis adentros con la multitud de noticias que nosotros, los periodistas, inventamos, manipulamos y pintamos a gusto de nuestros directores con tal de conservar nuestros miserables sueldos un año más… No sé; la vida se nos hace a todos tan corta que no nos da apenas tiempo para tratarla como se merece… Con dignidad.

Con estas grises premisas he iniciado hoy me paseo dominguero y he olvidado mi viejo trasto de cuatro ruedas que tan malas situaciones me ha hecho pasar en la carretera. El paseo se me ha hecho algo extraño, casi olvidado, intentando asimilar que también yo puedo desplazarme –aunque un poco más lento, no mucho más, cierto es- a base de mover mis dos extremidades inferiores… De medio metro en medio metro por zancada se recorren distancias enormes con el tiempo, me he dicho, y no creo que esto también lo haya dicho Confucio… ¿O sí?

En estas “confuciones” yo estaba cuando me determiné en buscar por fin un quiosco donde adquirir un par o tres ejemplares de prensa con los que refocilarme tras mi paseo hasta el Retiro y repensar un poco en algunas interesantes ideas plasmadas casualmente blanco sobre negro. En ello estaba cuando me vino a la mente la palabra “quiosco”, su origen y todo lo que ello representa. Sé que su origen nos viene del francés, algo así como definiendo un pequeño o mediano espacio techado para protegerse de la lluvia, incluso a veces para que la banda municipal aproveche su recogida defensa para ofrecernos en las fiestas sus más que conocidos chin, pan, punes…

Pero no…, no es ese significado el que a mí me interesa. El quiosco –o kiosco, en su forma más vulgar- es esa pequeña y coqueta biblioteca donde anidaban las últimas noticias nacionales e internacionales, revistas  del corazón, caza y pesca, informática, jardinería, etc…etc… y esos juegos de letras cruzadas que tanto apasionan a los que disponen de tiempo suficiente. Y digo “anidaban” porque hoy en día es casi imposible encontrar ese añorado quiosco de toda la vida que tan gratos paseos nos ha hecho dar con la prensa bajo el brazo.

Recuerdo de niño cuando mi padre me daba esas pocas monedas para adquirir la prensa de su elección; prometo que el viaje de vuelta a casa se me hacía tan corto como tan largo a mi progenitor. Era tan así que, cuando mi retorno al hogar se había hecho tan esperado, yo le recitaba de memoria a mi querido padre las noticias más importantes y él entraba en sana cólera por privarle a sus sentidos del oído, vista y tacto del disfrute de la lectura sin conocimiento previo. Es la magia de la sorpresa en el leer… todo lo nuevo nos atrae y ocupa. Eran tiempos en los que el papel olía, en los que el papel contenía, en los que el papel era ese socio imprescindible del conocimiento, de la transmisión de ideas, de la impronta del personaje que intentaba transmitirlas.

Hoy eso no es así. Los quioscos casi han desaparecido del todo; o, como mucho, los pocos que van quedando han pasado de ser aquellos ilustres Generales,  exhibiendo colgadas en su pechera las más variadas y coloridas medallas de la Información y la Lectura, a convertirse en cutres ventas de pan, chuches, revistas porno, flores en tiempo de difuntos, entregas de pedidos de Amazon, y… quizá… tres o cuatro ejemplares invendibles de los diarios que aún intentan sostenerse mediante este medio físico.

Soy de los creen que de ello tienen exclusivamente la culpa los propios medios; de tanto buscar el ahorro en el costo y el beneficio total, las empresas periodísticas han entrado a saco en la virtualidad de la informática convirtiéndose en hueros rincones de la noticia falsa, de la tergiversación y el ostracismo ilustrado; nada de la sociedad importa, salvo el consumo de lo que se pretende imponer, sea bueno o malo, casi siempre funesto para el ser humano sensible a los problemas de todos.  Lo importante es el Beneficio, en mayúscula… Sin embargo, eso les ha llevado a perder algo muy importante: la confianza, la seriedad y, a corto o medio plazo, su propia subsistencia. Baste “ojear” los variopintos periódicos digitales (donde han acabado refugiándose) para darnos cuenta de que nuestro derecho a la información veraz (tan constitucionalmente cacareado) se ha convertido en tener que pasar por la incruenta rueda del ideologismo, del sultanato informativo más abyecto y prepotente. Lo que uno informa, lo desinforma el otro; lo que afirma el otro, el uno lo desmiente… Ahí están los lectores que todo lo aguantan. No se trata, pues, de analizar los hechos susceptibles de información con respetables y diferentes ópticas, del género que sean… Y así les va, porque ellos también son esclavos de esos sultanatos, políticos, elitistas, “lobbys” de todo tipo, de ilegales intereses económicos, y acaso de otros poderes que es mejor no mencionar.

Conviene plantearse, pues, una pregunta: ¿Seguirán subsistiendo en el futuro alguna de aquellas medallas colgadas en la pechera del General Quiosco?

Me temo que no…

Serán como los serenos: desaparecieron.

Y con ellos… nuestros paseos mañaneros bajo el cálido sol de los domingos.


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