El día que murió Julio Sosa

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EL DÍA QUE MURIÓ JULIO SOSA

 

Cuando murió Julio Sosa él tenía ocho años. La madre había preparado polenta con tuco para el almuerzo. La radio se alborotó de repente y la voz del locutor sonó alarmante.

Él lloraba en un rincón. No entendía bien por qué, pero lloraba y la madre lo consolaba.

- No seas bobo, ¡qué cosa!, se fue al cielo…

Y el cielo era un lugar remoto, inalcanzable, espumoso, lleno de nubes, luces y música suave. Y Julio Sosa estaba allá, flotando en una nube, con un cuerpo renovado, claro, porque si subía como quedó después del accidente… En realidad, no lo conocía hasta aquel momento, cuando el tipo de la radio informó que se había muerto, por eso no entendía porque lloró tanto.

Después, recién después, comenzaron a gustarle los tangos. Los tangos no, la voz de Julio Sosa, principalmente cuando cantaba “Cambalache”, “que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, ta –ta- tam –ta”. Era lo único que recordaba. Que el mundo fue y será una porquería.

Las historias de muertes llovieron, a partir de entonces, sobre su infancia. ¿Dónde estaba, hasta entonces, la muerte? Por allí, oculta en su supuesta inocencia, esperando el momento oportuno para dar el zarpazo. Y antes de dar el zarpazo final, mostrarle el miedo, acumular terrores, para que, más que el golpe en sí, le doliera la expectativa, la nerviosa espera.

Murió un niño electrocutado y él vio su cadáver. Soñó con el pequeño durante mucho tiempo. Venía a buscarlo, a llevarlo, a atraparlo. La madre encendía la luz. ¡Tic! Todo se evaporaba, se iba el fantasma niño, pero el terror persistía debajo de la piel, detrás de sus párpados. Apenas cerraba los ojos, volvía la pesadilla con renovadas fuerzas.

El tren atropelló un automóvil con una familia entera dentro y él vio, entre los hierros retorcidos, los pedazos de carne, la masa encefálica brotando de un cráneo partido. Por varios días no pudo probar carne, “seré vegetariano”, se prometió, “muy vegetariano”, repetía; “¿vegetariano?”; “sí, voy a comer solamente lechuga y tomate y algunas frutas, café con leche y huevo cocido””; “ ¡Germán, comé esa comida y dejáte de pavadas!; “no quiero, no quiero, soy vegetariano como el tipo aquel”; “¡Germán, no me hagas perder la paciencia, comé!”; “no quiero, no quiero, no quiero…”

La muerte. La muerte era una vieja desdentada, una calavera, una boca inmensa que se abría para tragarlo; era una vieja hilando, enrollando y desenrollando lentamente el hilo de la vida; era una mujer joven, hermosa y seductora que lo llamaba. De vieja seductora a mujer joven y hermosa. ¡Vaya entrevero!

Era algo impreciso, naciendo de su propia sangre, algo familiar, cotidiano, algo que había nacido con él. Era la muerte conviviendo, día a día, con su humanidad. Para ese entonces, cuando creyó entender todo, ya estaba cansado de andar sobre la tierra.

Y una noche, en un bar mugriento de la parte vieja de la ciudad, tomando unos tragos sin mucha emoción, de repente se vio en el medio de una pelea con armas y todo. Era algo que él no entendía totalmente. Una mujer llorando, un hombre insultando, otro que le da un puñetazo, otros que se meten y de repente el estampido seco, silenciando todas las voces, todos los llantos por unos segundos. Hasta que la mujer grita.” ¡Mi Dios, mi Dios!” y Germán siente algo caliente en su barriga, en aquella panza horrible que se había adueñado de su cuerpo. Ve la sangre manchando la camisa y no lo puede creer. Lleva las manos a la barriga y siente que aquello no va a parar. Cae hacia un costado, apoyando parte del cuerpo en la mesa, sintiendo que las fuerzas lo van abandonando. Entonces la ve. Sonriendo en un rincón, pasando de vieja a joven, volviendo a ser vieja y joven otra vez, como si fuera una proyección holográfica que estaba fallando. La ve venir y sonríe, sonríe de puro nervioso y, muy en el fondo, siente  una paz, una serenidad que crece lentamente.


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