Abnegación II

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—Como iba diciendo —dijo Gallimard luego de paladear otro sorbo—, ya nos encontrábamos en el exterior de la casa, cuando la granjera nos suplicó que volviéramos al día siguiente. Accedimos con pesar, intuyendo lo que nos encontraríamos.

«Cedí la mula al cura, que debía recorrer más distancia, y caminé a su lado, sujetándome al estribo para no caer, hasta que nos separamos. En todo el trayecto no cambiamos palabra, cada uno ensimismado en sus pensamientos. Hasta la mula, sorteando la nieve, avanzaba cabizbaja.

«Contrariando mi pedido, mi mujer me esperaba con las zapatillas de fieltro y una taza de té bien caliente, que bebí frente a la chimenea, absorto en la fantasmagoría de las llamas y en el crepitar de los leños.

«La mañana me encontró desvelado, dando vueltas en la cama, y pensando si no habría sido un error acceder al deseo de la granjera. A medida que los muebles del dormitorio se volvían nítidos y, tras la palidez mortecina de la aurora, los objetos recuperaban sus colores, la idea de la locura se asentó en mi cabeza. ¿Y si la mujer hubiera decidido acabar con todo?

 

«Me vestí deprisa y bajé a mi consulta. Al mirar por la ventana advertí que nevaba otra vez, aunque el viento había amainado. Copos gruesos caían en un vaivén hipnótico, mudo. Tuve un sobresalto al vislumbrar una figura negra y muy alta que se aproximaba a mi casa. Cuando descubrí que se trataba del párroco, encapuchado y a lomos de la pobre mula, suspiré de alivio. Pero, al abrirle la puerta, todavía me temblaban las manos.

«Después de un desayuno triste partimos hacia la granja. El trayecto fue más difícil que la noche anterior. Nuestras huellas habían desaparecido, tragadas por la nieve, y nos costaba orientarnos en medio de tanta blancura.

«Llegamos ateridos, cerca de mediodía. Un silencio opaco rodeaba la casa, y hasta el hilo de humo que ascendía de la chimenea nos pareció ominoso. El párroco se persignó apenas descabalgar. Caminamos lado a lado hasta la entrada. Oí que el cura murmuraba en latín. Llamamos y empujamos la puerta antes de que nadie respondiera. El cura se puso la estola y abrió un librito de oraciones, yo me acerqué al lecho del enfermo dispuesto a certificar su deceso.

Gallimard guardó silencio durante unos segundos y se pasó una mano por la frente.

—No sé si debo continuar —dijo en voz baja—, ante damas tan impresionables.

—Por favor —gimió la señora Neira—, no se le ocurra interrumpirse justo ahora.

El doctor asintió con expresión pesarosa.

—Al descorrer los edredones descubrí que el niño dormía. Se despertó al contacto de mis dedos helados, pero enseguida se giró hacia la pared para seguir durmiendo. No había, en él, rastro de fiebre; sí, una gran delgadez y un estado de agotamiento muy pronunciado.

«El párroco estaba tan sorprendido como yo. Se persignó, bendijo al pequeñuelo y elevó una corta plegaria. Entonces, a nuestras espaldas, una voz clamó: «Confiéseme, padre, porque he pecado». Era una voz inhumana, como el chirrido de metales herrumbrados al rozarse. Nos volvimos. En la misma esquina en la que yo había estado de pie unas horas antes, se acurrucaba una anciana. Me costó reconocer en ella a la granjera. El pelo castaño se había vuelto de un gris sucio. Las manos, que sujetaban las rodillas, se veían descarnadas, resecas. Los ojos, como velados por una membrana lechosa que opacaba el iris.

«Mi buen amigo se hincó junto a aquel despojo, y me hizo un gesto. Tomé al pequeño en brazos y fui a refugiarme en la otra habitación, con el resto de los niños. Al poco rato, el sacerdote, desencajado y pálido, se asomó pidiéndome que lo acompañara. La granjera ya respiraba en estertores. Horas después, moría...

El doctor Gallimard bajó la cabeza y calló.

—Pero —dijo la señora Neira—, ¿qué fue lo que sucedió allí?

—Conjeturo que mi primer diagnóstico fue equivocado: el niño no estaba tan grave como supuse en ese momento. La madre creyó lo mismo, no pudo soportarlo y sufrió un shock que acabó con su vida.

—¿Y su opinión como hombre que ha vivido y ha visto muchas cosas? —dije, hablando por primera vez.

Gallimard puso una mano sobre mi hombro, hinchó los carrillos y resopló.

—Usted hará carrera, mi joven amigo —dijo, y dirigiéndose a las damas—: Yo creo que la madre esperó a la muerte y se enfrentó a ella. Al igual que los médicos, podemos sortearla, pero no vencerla. Ignoro cómo habrá sido aquel encuentro. Pero, la mujer consiguió desviar el designio fatal, atraerlo sobre ella. En otras palabras, le dio la vida a su hijo por segunda vez.

—¡Qué historia extraordinaria! —dijo la señora Fernández—. Ya ni recuerdo cómo llegamos a ella.

—Abnegación, mi estimada señora —puntualizó Gallimard—. Hablábamos de abnegación.

 

Marcelo Choren

https://literariamente.foroactivo.com/


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