El camino del samurai II

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A mediados del invierno me enfermé de neumonía, según el médico. Fueron días borrosos, intermitentes. Recuerdo como en sueños a mamá y a papá, sentados al pie de la cama y con cara de fantasmas. Recuerdo las dolorosas inyecciones, los fomentos calientes, el olor asqueroso de las cataplasmas de lino, el agua hervida y con hojas de eucaliptus, las friegas con Vic Vaporub. La fiebre.
Cuando mejoré, había adelgazado mucho. También había crecido, y el pijama me quedaba corto.
Una tarde, en que ya me costaba soportar la cama y quería levantarme, mamá me dio la mala noticia: la señora Imico había muerto.
Había preguntado por mí todos los días, me contó mamá. La querida señora Imico se había enfermado de golpe, de un día para el otro. Y, en menos de una semana, se había muerto.
No pude imaginarlo. No era posible. Lloré hasta quedarme dormido.


Rondé la casa del señor Tokugawa sin atreverme a entrar hasta que él me llamó con una seña.
Volvimos a las acuarelas y a los dibujos, pero la falta de la señora Imico era más fuerte que su presencia. Las meriendas, después de algunos intentos que nos dejaron mudos y mirando el suelo, también desaparecieron.
Dos hombres, dos japoneses muy flacos y de traje oscuro, empezaron a frecuentar al señor Tokugawa. Venían en un Buik enorme y azul, que estacionaban frente al negocio de plantas. Durante esas visitas, el señor Tokugawa no me enseñaba a pintar. Y cuando yo me iba a dormir, la masa oscura del Buik seguía allí, como un animal gigante y muerto.
El señor Tokugawa hablaba cada vez menos, aunque seguía trabajando en los almácigos y regando los arbolitos.
—No más dibujo —me dijo un día—. No más dibujo. No más acuarela.
Pensé que se habría aburrido de mí. Que yo había sido tan mal alumno que no valía la pena perder el tiempo tratando de convertirme en artista. Sin embargo, me regaló la cajita de madera con los pinceles y un rollo de papel.
—Ahora —dijo—, Marcelo pinta en su casa. Pinta solo.
Fue la única vez en que me acarició la cabeza.
—Vaya. Vaya ahora. Vaya a su casa.
No supe qué contestarle, y agaché la cabeza como hacía él.
El señor Tokugawa se dobló por la cintura hasta quedar en un ángulo recto.

—Es honor —la voz se le había puesto ronca—. Es honor para mí.
En la vereda me crucé con los japoneses flacos, que me miraron fijo. Llevaban un paquete grande, envuelto en papel madera.
El motor del Buik crujía, como si le sonaran los huesos.


—¿Y esto? —mamá señaló la cajita negra.
Le dije que me la había regalado el señor Tokugawa.
—¿Le diste las gracias?
Debo haberme puesto colorado porque mamá me mandó a dárselas “inmediatamente”.
Ya oscurecía, y las primeras hojas de los plátanos eran como manitos de bebé. Manos que se sacudían en el viento cálido, saludándome. Paseé con los brazos abiertos aspirando el aroma a verde, a nuevo. Mañana pintaría esas mismas hojas y le regalaría la acuarela al señor Tokugawa. Los grillos cantaban.
Pasé junto al Buik.
En el caminito de lajas, los pinos enanos parecían soldados. Los toqué con la punta de los dedos para hacerlos susurrar. Su perfume era fuerte y picante.
Entré en el galpón sin llamar.
Los tres hombres llevaban uniformes color caqui. El del señor Tokugawa, lleno de condecoraciones y medallas. No supe por qué, pero el señor Tokugawa estaba sentado sobre los talones, con las rodillas bien separadas. Por la chaquetilla entreabierta le vi la piel blanca, tan blanca como el pañuelo que sostenía en la mano, y que envolvía a medias un cuchillo largo y brillante. Uno de los japoneses flacos levantaba un sable sobre el cuello del señor Tokugawa. Ese sable de Samurai que yo había buscado tiempo atrás. El otro japonés estaba en posición de firmes.
Al verme, los tres se pusieron a gritar y a señalarme. Entendí que el señor Tokugawa les daba órdenes a los otros dos. Parecía desesperado.
El que no tenía sable me agarró de la camisa y me empujó hacia afuera. Siempre gritando me arrastró hacia la calle y se volvió corriendo. Desde el galpón me llegó un portazo.
Después oí un grito que se interrumpió.
Quise caminar y las piernas no me hicieron caso. Quise llamar a mi mami, pero me había quedado sin voz. Me acurruqué en la vereda, abrazándome las rodillas.
Uno a uno, los grillos volvieron a cantar. Era una hermosa noche de primavera.

 

Marcelo Choren

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