EL CIRCO DE LOS HERMANOS SIERPINSKI II (1 de 5)

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I - LA OSCURIDAD NO GUARDA LAS APARIENCIAS

Desde que el circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad, cambiaron muchas cosas. Su estadía en el Parc du Prince marcó una era en la historia del pueblo y, al retirarse, dejó un enorme vacío entre la gente.

Parecía un circo normal; si se puede decir eso de un circo. Su presencia causó el revuelo natural que provocaba ese tipo de acontecimientos en la ciudad, y gran parte de la población disfrutó de una fenomenal primera función llena de actuaciones ejecutadas a la perfección –salvo el incidente del acto final, donde el trapecista Farkas perdió la vida–.   Al día siguiente las calles se llenaron de niños que jugaban al circo e imitaban lo que habían presenciado. Una niña le arrancó un trozo a su paleta con los dientes del mismo modo en que la misteriosa mujer serpiente le arrancó la cabeza a una rata. Un joven aullaba mientras las naranjas se le caían al suelo en un malabarismo fracasado, haciendo reír a todos los que habían visto al niño lobo. En las calles no se hablaba de otra cosa que no fuese el circo, y quienes todavía no lo habían visitado no tardaron en enterarse de los pormenores del espectáculo.

Las personas contaban las cosas que habían visto junto con otras que no vieron pero que, en medio de tanta exageración, parecían ser ciertas. Todos hablaban sin parar del espectáculo excepto cuando pasaban cerca del circo. Al momento de caminar frente al colorido lugar, los transeúntes boquiabiertos ralentaban el paso y estiraban los cuellos con la esperanza de ver algún adelanto de los actos venideros. Las enormes carpas parecían capaces de almacenar mil misterios, y la cantidad de carteles mostraban decenas de espectáculos. Había demasiados indicios que evidenciaban majestuosidad, y como dicta el viejo refrán circense: “Si hay huellas de elefante a tu alrededor, es porque cerca debe haber un elefante”.

De repente, por el camino hacia la entrada, apareció un hombre alto y delgado, vestido con un traje blanco con rayas rojas; era nada menos que el presentador. A su alrededor, los globos y banderines no parecían tan llamativos; el extraño sujeto era un auténtico imán para las miradas. Las personas que pasaban por allí dejaron de avanzar y hasta dejaron de respirar cuando vieron al anunciante listo para hablar de la nueva función:

«Pasen a ver, pasen a ver.

El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad.

Déjense seducir por Frida, la contorsionista.

No existe hombre en el mundo que a sus curvas se resista.

Pasen a ver, pasen a ver.

Vean a nuestro elefante, a nuestros tigres y leones.

El motociclista Gunner va a acelerar sus corazones.

Pasen a ver, pasen a ver.

El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad».

El excéntrico sujeto movía su galera mientras le mostraba al público su amarillenta sonrisa de dientes largos. Luego se dio la vuelta con los brazos en alto y, con una perfecta sincronización, los artistas aparecieron caminando de un lugar a otro, trabajando para tener listos los actos de aquella velada. Por allí se vio al hombre de los pies gigantes, a un grupo de enanos vestidos como arlequines, y hasta a un anciano cargando una jaula llena de pájaros.

Todos se preparaban con entusiasmo, todos excepto el payaso Bongo, cuyos ojos mostraban la tristeza de mil despedidas; como si estuviera a la orilla de un mar de lágrimas. El payaso y el presentador cruzaron miradas, y los recuerdos atracaron en la mente de Bongo con total claridad.

Habían pasado treinta años desde la noche en que se conocieron, pero para el presentador fue como si no hubiese transcurrido un solo día; tenía el mismo aspecto. Bongo, en cambio, no era el mismo. Los grandes sueños que había tenido de pequeño se apagaron en los silencios entre espectáculos. Con los años pasó de ser un joven muy especial a convertirse en un payaso común y corriente; si se puede decir eso de un payaso.

Bongo no se llamaba así de pequeño, tenía un nombre común como los otros chicos, pero éste se ahogó para siempre en la garganta de su madre, quien lo buscó sin descanso y sin éxito.

La primera vez que el joven Bongo asistió al circo de los hermanos Sierpinski, quedó fascinado. Comenzó a ir todas las noches por sí solo. Iba sin decirle nada a sus padres; quienes lo acusaron de haber perdido un tornillo. El niño no dejaba de pensar en los artistas que veía: la niña cíclope, el hombre más gordo del mundo, la mujer barbuda...

Un día, luego del espectáculo, el pequeño Bongo esperó a que todos se hubiesen retirado para quedarse a escondidas con la intención de ver algún espectáculo en preparación, un fenómeno nuevo, o quizás descubrir un secreto bien guardado del circo.

Estuvo horas oculto tras la jaula del elefante hasta que se hizo de noche, entonces salió de su escondite y comenzó a recorrer el lugar.

En un momento, unos ruidos pastosos lo hicieron asomarse a una pequeña carpa. Corrió la lona con cuidado y miró una escena iluminada por una vela. La tenue luz fue suficiente para ver una amarillenta sonrisa de dientes largos. Se trataba del hombre del traje a rayas quien, con una cuchara en la mano, alimentaba a otro sujeto.

–Come.

El presentador le estaba acercando un enorme bocado de comida al señor al que apodaban “el más gordo del mundo”. El obeso individuo estaba atado a un sillón, ahogándose, con el rostro y el pecho cubiertos de comida y vómito.

El pequeño Bongo tomó aire horrorizado, alertando al presentador. El niño intentó huir, pero el hombre lo alcanzó sin esfuerzo, gracias a sus largas piernas.

Bongo fue esclavizado, debiendo desempeñar las peores tareas hasta el día de su muerte. Podría decirse que cumplió su sueño de asistir al circo todos los días, pero debió ahogar a sus otros planes en un mar de lágrimas.

...

continúa en la parte 2.


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