LOS TITIRITEROS

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Él entornó los ojos, ella en cuclillas meaba a un lado del camino. Siempre había pensado en que a ella esa vida ambulante y pintoresca que él encontraba plena, acabaría por cansarle. Ella se subió las bragas sonriéndole cómplice y enseguida buscaron en el consuelo de los húmedos labios, el remedio para descansar del pegajoso sol que adormecía la media tarde. _Aún no. _Aún no, pero lo hará. No es que fuera el que notase algo distinto, la inquietud no le suponía hoy una carga mayor de lo que le había supuesto la misma pasión ayer, solo estaba la cuestión de su carácter que tendía irremediable hacia una inmovilidad conformista, hacia una calma estrecha y sin embargo firme, abrupta con lo que para sí era la más alta cima. Y esa cima era ella y tenía miedo a perderla.

Tras haber sofocado el calor con el ardor de los besos, siguieron adelante y se entraron riendo alborotados y cogidos de la mano como colegiales campesinos que van por primera vez a la escuela, en la pequeña ciudad de provincias, donde el día anterior se hubieran encargado de instalar el escenario al que debían el sustento y una parte imprescindible de su actual felicidad. Conformaba el rudimentario ingenio una gran caja de madera ligera provista de una amplia abertura en horizontal, por donde ella del todo cubierta y sentada en un cómodo taburete ajustable, asomaba las manos en conveniencia tornadas en un exótico pájaro con calcetines arrugados y botones por plumaje y ojos, una ranita con brillantina y granulada y verde piel de alborotadas hojas, un hada..., un oso..., diferentes escenas pintadas sobre cartón aupándose sobre la caja, simulaban los otros tantos paisajes que la obra elegida pedía, y un variado surtido de telas de vivos colores se encargaba de completar el discreto acomodo de tan sencillo teatro. Al llegarse frente a este, un nuevo asalto desoló el frágil equilibrio de él. _La mujer del titiritero, la titiritera. Unos cuantos niños y unos pocos padres esperaban en la plaza, auspiciados por los carteles que daban anuncio de la función de las cinco.

Se levantaron tarde, hicieron el amor un largo rato entregados el uno al otro en algún lugar en lo que nada más confluía. En el eterno ajuste de sus locas horas planificaron los cambios a seguir, el rumbo que el corazón marca cuando el fuego devora a los amantes. Un norte guiado por el impulso le parecía a él lo bastante fuera de la realidad como para ir diluyéndose sin aparatosos incidentes, se trataba de esperar al maldito naufragio y saber hacerle frente otra vez al maldito hecho de estar sólo.


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