Cosas corrientes.

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Aquel verano se estaba echando  encima de manera inusual. Los prolegómenos corrientes de exámenes, nerviosismo y demás consustancialidades, propias de etapas estudiantiles, se estaban rompiendo. Ya era hora- pensó- salir de la adolescencia, que parecía eternizarse atenazándola. Ahora saboreaba las mieles de la pre-independización: pagaba sus gastos y ello la sumía en una vida austera que la colmaba de satisfacción. Apenas horas fijas para hacer cosas precisas. Sólo el tiempo de sueño era fijo. Veneraba el descanso nocturno como exigencia de una actividad que se iba atesorando-desgranando durante las horas de luz. Recordó los tics con que el alumbrado del tráfico la hacía cómplice de la noche y pensó que manifestaban, a falta del regocijo de antaño, avisos a ladrones y testimonio de morada.

 Había soñado con palomas blancas que se acumulaban en una oscura cueva. Soñó que se enfrascaba en lazos amatorio-sexuales, y, despierta, recordó que se levantó de la revuelta cama, no sabía si por efecto del calor o de desordenados sueños que la hacían agitarse. Comprobó el desorden que presidía su mesa de estudio y también el de sus pensamientos. Con alegría empezó a llorar, pues le pareció triste el destino de quienes no tienen raíces y se identificó de pleno con todos esos personajes que trataban las tragedias, enredados en pasiones inextricables que tan simplistamente eran tratadas por la moderna psiquiatría. Pero, pensó, que, con todo, era infinitamente más práctica que la pura especulación sobre las causas. Y, en su neurosis, observó cómo la ordenación de sus utensilios le proporcionaban una extraña satisfacción, aunque no la colmara más que el breve instante en que se daba al juego de trastocarlo todo. Necesitaba la observación exterior, mas tampoco resistía la mirada directa ni el sol en plena faz. Por eso ella pensaba que estaba loca, si bien con una locura especial que le impedía acabar en el abismo. Verdaderamente, los tejados, que, con el espejo, había logrado atrapar, eran horribles, mas no hubiera sido correcto sugerir algunos cambios. El espejo, por la noche, cuando pernoctaba, pendía sobre su cabeza y ella lo consideraba como el tributo que tenía que pagar en su afán escrutador de la realidad: la realidad como fotografía permanente sobre la que sólo de vez en vez desfilaban imágenes. Por otro lado, había que conjugar la estética con aquel dispositivo, que no era, al menos, usual. Eso, probablemente, la hubiera perdido, pues, a partir de entonces, la sospecha hubiera empezado a recaer sobre ella y, hasta el momento, su reputación se conservaba libre de todo prejuicio. Sólo deseaba que hubiese una porción de realidad que se reflejase dentro de su habitación. De repente, se dio cuenta, que le faltaba un elemento con el que se había tropezado una y otra vez y al que había venido arrinconando a falta de una utilidad inmediata y que ahora no conseguía  localizar, pues creía recordar que en la última de las ocasiones lo había reitrado definitivamente en la creencia de que como habían sido tantas las veces en las que no lograba darle utilidad, definitivamente renunciaba a buscársela, abandonando la creencia de que cada una de las cosas, por insignificantes que fueran, tenían su propia y exclusiva utilidad. El perno largo no sabía donde lo metiera. Quizá- pensó un instante- si fuera un hombre, aquello, no hubiera pasado.


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