EL MONOLITO (1 de 3)

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Fue impactante ver a un hombre caer junto a la puerta de un hospital; verlo caer desde varios metros para estrellarse la cabeza contra el pavimento. Cuando saltó no pensó en la imagen que dejaría. Precisamente era eso lo que él deseaba: dejar de pensar, dejar de sentir. Una escena atroz, dirían algunos, pero no se debe juzgar a alguien sin conocer al demonio que enfrenta.

___________________________

 

Fernando manejaba en silencio; un silencio incómodo en el que no estaba permitido decir nada que no sea de máxima importancia. Karen tampoco había hablado en media hora, solo miraba el paisaje a través de sus lentes de sol mientras su novio intentaba descifrar si ella estaba contenta por el viaje o si aquello sería el principio del fin.

El silencio ya era una presencia en el auto. Era una entidad a la espera de que alguno emitiese una palabra para reírse en su cara.

Fernando encendió el estéreo.

–No pongas heavy metal, por favor –dijo Karen.

–Lo pongo bajito. Necesito algo de música para no quedarme dormido.

Había estado conduciendo durante dos horas desde la última vez que vieron a otro ser humano.

Ella se quitó el calzado y apoyó sus pies descalzos sobre el tablero del auto. El viejo short de jean hacía que sus piernas midieran varios metros de largo. Unas piernas blancas con una incipiente celulitis en los muslos que nunca mostraba. Hacía mucho que él no la veía vestida así, tan fresca y desvergonzada, y le dieron deseos de agarrar esos muslos carnosos. Él tenía manos grandes y morenas, que podían envolver las piernas de Karen a la perfección. Hubo un tiempo en que la tocaba con total impunidad, pero ya había olvidado cómo hacerlo.

La carretera se volvió de tierra de un momento al otro, y todo alrededor fue naturaleza. Los árboles formaban un espeso túnel que solo dejaba pasar unos finos rayos de luz amarillos y verdes. Las mariposas comenzaron a sobrevolar el auto, y Karen abrió la ventanilla para recibir el aire puro en el rostro.

Aquel viaje tenía como objetivo romper con la monotonía de su aburrida relación. No lo dijeron con esas palabras, pero se sentían en un callejón sin salida, aún había amor entre ellos, pero tras cinco años de convivencia parecían ser solo amigos.

«Deben ir a un lugar los dos solos y conectar con la naturaleza».

«Es estrés, solo eso».

Fueron muchas las palabras que escucharon de sus amistades de confianza, hasta que un día decidieron seguir el consejo del viaje.

De pronto el camino de tierra se terminó; habían llegado a un punto en el que no quedaron huellas de la última persona que visitó aquel sitio. Karen intentó ver el mapa en su celular, pero a esa altura ya no tenía señal.

–El río debe estar por aquí –dijo ella, y señaló hacia el frente.

Se estaba refiriendo al río Pombo, unas aguas que bordean las sierras Azules. En aquella reserva natural estaban prohibidas la caza y la pesca, pero era ideal para acampar lejos de todo rastro urbano. Avanzaron unos minutos más hasta que llegaron a un claro desde el que se veían las sierras. No eran de color azul, por supuesto, tenían diferentes tonalidades producto de su formación geológica. Los minerales sedimentados formaban un arco iris que iba del rosado al pardo terroso.

Acamparon cerca del río y descansaron un rato. Al caer el sol descendió la temperatura, y la bruma comenzó a cubrir las sierras. Entonces sí se pusieron azules; un azul fantasmagórico.

Fernando deseó encender una fogata, pero no encontró los fósforos.

–¿No viste los fósforos?

–Dijiste que te encargarías de eso. ¿Olvidaste traerlos?

Estar en medio del bosque sin fósforos era lo mismo que estar sin agua o sin aire. Buscó desesperado entre los bolsos y el auto, pero no tuvo éxito. Era tarde para regresar a la última gasolinera que vieron en el camino, pero de no poder encontrarlos estaría obligado a hacerlo al día siguiente.

Durmieron en la penumbra. A su alrededor solo se escuchaban sapos y grillos. Y ellos se sintieron como las últimas dos personas sobre la faz de la Tierra.

A media noche los despertó un aullido lejano. El aullido se repitió varias veces. No podían determinar bien a qué distancia se encontraba o si se trataba siempre del mismo lobo el que lo emitía. Encendieron las linternas solo para poder ver un rostro conocido en medio de esa densa oscuridad que ocupaba toda la carpa.

–No pasa nada –dijo Fernando–. Aquí dentro estamos a salvo.

Dijo eso, pero en su interior también estaba aterrado. De algún modo no se habría sentido tan desnudo de haber tenido una fogata. Sacó su cuchillo de caza de la mochila y lo puso junto a su bolsa de dormir. Los aullidos duraron unos minutos más, y luego de una hora el cansancio los venció. Tras dormirse Karen, Fernando no tardó mucho en conciliar el sueño junto a ella.

Cuando despertaron a la mañana siguiente la tienda estaba abierta. Afuera todo a su alrededor estaba desordenado. Vieron los bolsos revueltos y la ropa tirada en el suelo, y hasta habían vaciado algunos recipientes con comida.

...

continúa en la segunda parte


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