Del gato y de ti.

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El cine, me sabe a ti. Cuando paso la mano por la butaca de al lado y oigo el roce de la tela contra el silencio, me huele a ti.

En las películas se puede oír la cafetera, pero nunca huele a café. Ayer volví y Madrid olía a café. En esta cocina yo te oigo, pero no estás y ya no huele a nada. Mis padres no paran de venir a verme. Mis hermanos no dejan descansar el teléfono, y yo peleo por no cogerlo. Tus padres paseaban ayer cuando salí de trabajar, y de tus hermanos mejor no tener noticias. Yo estoy bien, ya no te hablo y el gato no te echa de menos.

Ayer me dí cuenta de que no sé qué hacer con tus cosas. Tampoco sé diferenciar muy bien entre las que son realmente tuyas y las que son mías, o las que son de los dos. Intenté hacer una especie de selección basada en una escala de grados entre lo que es más mío que tuyo y viceversa, pero no funcionó y lo volví a dejar todo como estaba. Supongo que lo que ha quedado es mío, lo quiera o no.

También supongo que ya habrás empezado a olvidarte de mí, igual que el gato ha hecho contigo. Tu decías que te quería, el gato. Supongo que no era verdad. Te engañó. Nos engañó a todos. Ahí está, gordo. Es normal, porque solo come y duerme, ya ni siquiera pasea ni viene a recibirte cuando vuelves a casa. A recibirme. Anoche lo llevé al veterinario y entre sus papeles, encontré tu letra. Recordaba el nombre que le puse cuando lo encontré, pero me removió verlo escrito con tu letra. Supongo que rellenaste tu esos papeles y que ya nunca volvimos a llamarlo así porque tu te inventaste ese otro nombre, y tu siempre has sido mejor que yo, no sólo buscando nombres para gatos, sino en todo. Cualquier cosa que yo he hecho, has venido tu y la has hecho mejor. Pero bueno, el gato sigue llamándose igual, aunque yo no lo llame y tu no estés.

Hoy sigue oliendo a café y últimamente voy mucho al cine. Es mi forma de no despegarme de ti. Tampoco tengo mucho más que hacer cuando no estoy trabajando. También doy vueltas. No sobre mí mismo, no. Doy vueltas por ahí, como antes, pero más a menudo. Y más solo, sobre todo más solo. Muchas tardes salgo de trabajar, hago café y salgo a dar vueltas hasta que me meto al cine a cenar palomitas. Cuando ya he visto todas las películas interesantes, veo las que no le interesan a nadie o repito las anteriores. Ya sé que sabes que me gusta ver varias veces las películas que me gustan. Ya sé que te da igual.

Dormir es lo más difícil, pero al gato no le cuesta y a veces me encojo con él en el sofá y me ayuda a quedarme dormido. No estoy de acuerdo con el mito del dolor de espalda al dormir en el sofá. A mí no me duele la espalda por dormir ahí. Lo que te duele es por dentro, un algo, porque normalmente cuando lo haces es porque algo no va bien, al menos si eres humano. Si eres un gato, es tu sitio.

Este gato duerme mucho pero también madruga demasiado. Cuando empieza a andar sobre mí y aún sigo dormido, me acuerdo de que ya no estás. Cuando lo oigo estirarse las uñas en la alfombra, tengo que abrir los ojos e irme a la ducha. Lo dejo solo porque ya sabes que yo no soy de hablar mucho por las mañanas y él tampoco. Tu hablabas más, pero yo te escuchaba y pocas veces intervenía. No lo voy a negar, a veces me importaba bien poco lo que decías y otras ni siquiera prestaba atención. Los lunes incluso me molestaba.

Este gato me está mirando, yo creo que sabe que estoy hablando de él. Estoy casi seguro de que lo sabe. El perro de tu madre te busca si le dicen tu nombre, pero este gato ni se inmuta. Lo he intentado, pero no hace nada. Cuando salí del hospital creía que nos habría echado de menos, pero ya no lo creo. Estaba ahí, impasible, mirándome como si yo fuese un extraño o un gran pájaro. El día que entré por esa puerta, el día que volví a casa, probablemente fuera el día más jodido de toda mi existencia, pero el gato ni parpadeó. Sentado frente a la puerta, como uno de los leones del Retiro, me miraba y parecía estar a punto de hablar. No, tranquilo, no habló. Se levantó y se fue. Yo entré y lloré. Golpeé la pared y deshice la cama. Cuando amaneció me pregunté qué harías, pero no supe que contestarme.

No sé qué hiciste, no sé qué haces, y no sé por qué te fuiste. El enfadado debería haber sido yo, al fin y al cabo yo fui el que te dijo que fueses más despacio, y yo fui el que rompió el parabrisas con la cabeza. Tu madre dice que estás bien pero que no sabe dónde estás. Tranquilo, no me lo creo, sé que miente en ambas cosas. Me da igual, si vuelves haré café y hablaremos. Si no...

El gato sigue ahí, mirándome. Y ya empiezo a creer que este gato sabe algo.


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