LA SOMBRA DEL CUERVO (3 de 4)

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La bebida era oscura, mucho más que otros vinos, y al moverla sobre su mano supo que estaba en perfecto estado. La olió, y se embriagó tan solo con el olor a avellanas que emanaba del vaso.

Los fantasmas de su pasado aparecían tras un trago para desaparecer con el siguiente, hasta que todos se extinguieron al terminar la botella. Luego subió hasta su habitación con muchas más ganas de dormir que antes.   Durmió hasta la mañana, cuando unos bocinazos lo despertaron. El hombre al que llamó fue con una grúa a buscar el auto de su hermano.

Al bajar vio aquella grúa destartalada, cubierta en desechos de pájaros, y tras un forcejeo, el hombre pudo abrir la puerta.

Del vehículo bajó un hombre desaliñado, con una gorra con visera y una remera del Atlético de Santa Fe llena de agujeros. Saludó rápidamente a David y, sin hacer preguntas, sacó unas cadenas oxidadas para enganchar el auto de Sebastián.

Luego de cargar el vehículo, fue en busca de un destornillador con el que le quitó las patentes al automóvil y le puso otras a cambio. Lo hizo como un ejercicio de rutina, lo hizo como quien lleva miles de veces haciendo lo mismo.

Se quitó la gorra y se secó el sudor de la frente con un trapo. Luego sacó un manojo de billetes arrugados y se los entregó a David.

David contó el dinero con un gesto de repulsión debido a su humedad, y vio que allí no había ni la mitad de lo acordado:

–¿Y el resto del dinero?

–Tuve un viaje muy largo –dijo el hombre–. Debía descontárselo. Creo que fui justo. Podría hacer un show diciendo que si no quieres el dinero me lo llevo y le dejo el vehículo, y luego esperar a que usted quiera negociar hasta llegar a un acuerdo, pero ¿para qué perder el tiempo? A mí me sirve el auto y usted necesita que me lo lleve.

David quedó sin palabras mientras el hombre lo miraba con una amarillenta sonrisa de dientes largos. Tenía razón; aquel vehículo parecía estar prendiéndose fuego ante sus ojos. Finalmente hizo un gesto de resignación y guardó los arrugados billetes en su bolsillo.

–Un placer hacer negocios con usted –dijo el hombre, y luego le regaló otra amarillenta sonrisa de dientes largos. Segundos más tarde desapareció con su grúa hacia la nada misma de donde había venido, dejando solo una nube de polvo detrás de él.

Por fin David estaba listo para abandonar el lugar, y también lo hizo tan rápido como pudo.

Al volver a su ciudad decidió esperar unos días antes de ponerse en contacto con quien deseaba comprar las propiedades. No quiso hacerlo de inmediato, pero tampoco podía dejar pasar mucho tiempo ya que se trataba de una suma muy generosa.

Le pidió al comprador que se contactase con Sebastián, diciéndole que hacía mucho tiempo que no hablaba con él. Por supuesto, el comprador no pudo ubicarlo.

David habló con un abogado, de esos que conoció gracias a una vida llena de vicios, y le explicó que no podía ubicar a su hermano y que le urgía vender las propiedades.

Mientras hablaban por teléfono sobre el marco legal y otros marcos no tan legales, un ruido proveniente de la ventana de su departamento lo distrajo.

–Te llamo luego –alcanzó a decir. El cuervo había regresado.

David miró con ojos desorbitados al pájaro de ébano; no podía creer que se tratara del mismo cuervo. Pero era el mismo, él lo sabía, y aunque no era un especialista en cuervos, su tamaño, la curvatura de su pico y el vidrio de sus ojos le resultaron inconfundibles.

–¡Cállate! –le dijo tras oír el primer graznido.

Pero el cuervo no se calló.

David le lanzó una botella vacía que se estrelló contra el marco de la ventana a la vez que el ave se iba volando, mientras emitía un graznido que se oía cada vez más como una risa.

Los días siguieron pasando y no pensaba en otra cosa más que en el dinero de la casa. En su departamento había más botellas vacías que de costumbre, y todo el lugar evidenciaba que no había sacado la basura en semanas.

El comprador continuaba intentando comunicarse con Sebastián, por supuesto sin éxito, mientras el abogado aceleraba el proceso de declararlo ilocalizable y así él pudiera vender las propiedades. Le advirtió que su hermano podría aparecer y reclamar su parte, pero eso, desde luego, lo tenía sin cuidado.

El día llegó, y todo estaba listo para iniciar la venta. Por fin lo llamó la secretaria del escribano:

–Si usted puede, mañana mismo pueden firmar las partes.

David hizo un gesto como si estuviese por estallar en un grito, pero solo exhaló un rugido mudo mientras apretaba los puños.

–Puedo hacerme un tiempo para ir mañana, sí.

Luego de cortar la comunicación volvió a gritar, pero esa vez el rugido se oyó en toda la cuadra.

Esa noche se emborrachó, como muchas noches, si bien ya no estaba mal por no poder vender la casa, debía celebrar el poder hacerlo; le era fácil encontrar buenas razones para beber.

...

continúa en la cuarta y última parte

...


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