Algunas mujeres (7): Recuerdos del desván

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Desde aquí arriba la oigo cada nuevo día pelear con los niños por ir al colegio, aún bostezando y medio dormidos; y al torpe del marido echando sus pestes de siempre, exigiéndole prisas por tomar su odioso café y salir corriendo al trabajo sin siquiera decirle “hasta luego”.

Treinta años de historia me han sido suficientes para conocerla a fondo, analizar su vida y deplorar ahora el destino que tan equivocadamente ha escogido.

Pero también le echo en cara su olvido hacia mí. Sé que con esto soy algo injusto… La niñez pasa fugazmente, y con ella esas ilusiones que hacen del pequeño ser humano un milagro de sublimes sensaciones por un corto espacio de tiempo. De niña fue un ser adorable, y ahora, ya madura, después de escucharla en su repetitivo y aburrido quehacer diario, lamento en silencio esa pérdida, aunque sé que es inútil tratar de impedirlo y cambiar las cosas. Si pudiera llorar lo haría sin pensarlo más…  ¡Tantas veces he querido hacerlo!

Se me ha prohibido romper el llanto en mis rasgados ojos; debo ser seco y adusto, porque así soy y lo seguiré siendo, porque de esta forma salió publicado a cuatro colores por expreso deseo de Cayro Collection. Por suerte, vivo en un mundo cerrado a toda discusión, sin aditamentos o decoraciones superfluas, un mundo de tres dimensiones vacías de sentido práctico para mi existencia. Alto, ancho y profundo nunca tuvieron importancia para mi acontecer porque no tengo necesidad de explorar la mensura de esas tres variables en mi frágil cuerpo; mi quieta figura me lo impide.

Por delante, no ofrezco más que una sonrisa pintada a plumilla, quieta, congelada en esa cuarta dimensión que hace transcurrir miles de momentos en la vida de lo externo, pero que sabe que aquí no va a encontrar humano cliente para el envejecimiento de la carne y la muerte. También ofrezco mi espalda a quien quiera mirarme por el otro lado, pero no por ello demuestro resquemor alguno; y, además, no tiene sentido ni gestos que así lo exterioricen. Es mi esencia y no lo puedo evitar, porque así nací.

Sufro el vacío del celulósico espacio que me encierra, pero tengo que reconocer que disfruté con gran placer cuando veía a esa guapa niña de ocho años y rubios cabellos esbozar su sana y alegre sonrisa que tan buenos momentos me hizo disfrutar al sentirme así observado por aquella traviesa “cotillita”; la misma que, tras abrir una de las contraventanas sin goznes, asomaba riendo su boquita enternecedora y me espiaba con inocente malicia encajando su ojo en el abierto rectángulo… Y me hablaba despacio, muy bajito, haciéndome su íntimo cómplice en nuestra tierna y compartida soledad.

¡Añoro esos tiempos!

A veces introducía sus pequeños dedos por entre las puertas y me acariciaba, con miedo a rasgarme, al son de una cancioncilla cuya letra era incomprensible para mí, pero que me recordaba vagamente como a una especie de mezcla de las múltiples nanas que le cantaba su querida madre cuando el sueño se le hacía esperar. Quizás pretendía también hacerme dormir… Inocente… ¡Ayyy…, qué buenos tiempos!

Vivo en un mundo plano, en un mundo donde la cabeza de una simple cerilla es siempre una amenaza para mi delicada existencia de seca pulpa. Pero no me quejo; mi mundo es un mundo sin dolores, sin razas, envidias, sin odios ni guerras. Es un mundo de naftalina lleno de recuerdos de una corta niñez, de dulces chuches, de inocencias, de graciosos y largos monólogos entre ella y yo, de cambiarme las prendas cada dos por tres… Es un mundo con un tiempo deliciosamente congelado en recuerdos imborrables…

Sí, soy “su” recortable, su viejo recortable que siempre la añora y ahora la siente triste y desgraciada, ese trozo esbozado de simple papel pasado de moda que aún se mantiene pegado en su base y en pie, remedando una linda muñeca todavía vestida de fiesta, otrora de adusta maestra, o de secretaria, rebelde colegial, mala bruja, cantante, Cenicienta o vil vampiresa…, o de tantas cosas más. Soy su coleccionable venido del tiempo, de los años treinta, ahora trasteado en la oscura buhardilla, encerrado en esta victoriana casita de vieja cartulina con puertas siempre abiertas al polvo y al olvido, armada y pegada para ella hace muchos años con servil engrudo por las rudas manos de un cariñoso padre que ya falleció.


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