LA MORSA (1 de 2)

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Tengo una pesadilla recurrente. Sueño que estoy durmiendo, y un ser me despierta. Es una criatura con rasgos humanos y también animales, con facciones similares a las de una morsa. Tiene una piel grisácea con pliegos, y dos colmillos como sables que podrían abrirme el abdomen sin esfuerzo. Me mira fijo con ojos redondos, y me sacude con sus garras mientras gruñe y deja caer saliva sobre mi rostro.

Todo comenzó una mañana próxima a Navidad. Mi madre quería armar el árbol conmigo, y fui al altillo en busca de las guirnaldas y las luces. Yo tenía quince años, pero siendo hijo único no pude negarme a armar el árbol con ella al igual que cuando era niño. Además, me lo pidió con el triste tono con que hablaba siempre, con esa mirada vacía que la caracterizaba a ella y a mi padre, como si ambos arrastraran una tristeza tan grande que acabó por matarles el alma.    Busqué entre cajas que estaban sin tocarse desde hacía décadas, hasta que por fin di con una que tenía escrito “Adornos navideños”.

Encima tenía una caja sin etiquetar, y al ponerla a un costado vi que algo cayó de ella. Era una fotografía.

Allí estaba mi madre abrazada a mi abuelo. La vi sonriente; me sorprendió verla así.

Continué mirando la imagen y vi que con su mano se tocaba el vientre. En la fotografía ella estaba embarazada, y mi abuelo la abrazaba tan sonriente como ella.

No conocí a mi abuelo, falleció antes de que yo naciera, pero en la casa teníamos varias fotos de él. Guardé la fotografía en la caja y bajé los adornos.

Mientras armábamos el árbol con mi madre me surgió una duda; uno de esos pensamientos que permanecen en estado latente, como si nuestra mente se mantuviera trabajando en silencio hasta tener una idea concreta que sacar a luz.

–¿Cuándo falleció el abuelo? –pregunté a mi madre.

–Fue antes de que tu nacieras –dijo ella.

–¿Cuánto tiempo antes?

–Dos años… ¿Por qué?

Hice una pausa.

–Por nada –dije al fin.

*

Esa noche tuve de nuevo la pesadilla; más vívida que la mayoría de las veces. La criatura me sacudía con fuerza, sujetándome de los hombros con sus garras desproporcionadas. Desperté y enseguida vino a mi mente aquella fotografía.

Era imposible que yo estuviera en el vientre de mi madre con el abuelo vivo. Tampoco podría haberse equivocado al decirme que falleció dos años antes de mi nacimiento, ya que en una ocasión como esa un año lo cambia todo; ella recordaría que él la vio estando embarazada, recordaría todo lo que hablaron sobre su primer nieto. ¿Acaso mi abuelo seguía con vida? Pensé en la posibilidad de que estuviera preso, y me lo hubieran ocultado, y hasta se me ocurrió que hubiera abandonando a la familia, y que por ese motivo todos decían que había muerto; muerto para ellos, para mitigar el dolor.

Subí a ver en la caja, a ver qué más encontraba. Había muchos papeles viejos, pero no hallé nada más sobre mi abuelo, no encontré un documento, un certificado de defunción…, ni siquiera una carta de despedida.

De pronto vi algo que llevó el misterio por nuevos senderos: el folleto de un orfanato.

Volví a mi dormitorio más insomne que antes. «Mi madre perdió un hijo», pensé, «…y yo soy adoptado».

Esa mañana fui el primero en la cocina.

Cuando mis padres bajaron para desayunar hablé sin rodeos:

–¡Hay algo que me están ocultando! –dije mientras apoyaba a la fotografía con fuerza sobre la mesa.

Les conté sobre lo que había encontrado y la discrepancia cronológica de aquella imagen.

–El abuelo falleció dos años antes de que tú nacieras –dijo al fin mi padre–. El que lleva tu madre en su vientre no eres tú. En esa fotografía está embarazada de tu hermano. Tuviste un hermano mayor que falleció. Ahora que sabes la verdad, no volvamos a mencionar el asunto.

*

Mi padre terminó la conversación de ese modo y yo mantuve el folleto del orfanato en mi bolsillo.

Luego de desayunar tomé mi bicicleta, pero en lugar de ir al colegio, me dirigí a ese lugar.

Mientras viajaba, la idea de que yo fuese adoptado iba cobrando cada vez más fuerza. Un embarazo perdido pudo ser motivo para que mis padres fuesen a buscar un niño allí; quizás, luego del aborto, mi madre fue incapaz de quedar encinta de nuevo.

Conduje durante dos horas hasta que, rodeado de una enorme arboleda, encontré el edificio con un viejo cartel en que se leía: “Mensajeros del Padre Solís”.

El lugar era gigantesco y desolador, las paredes eran de un gris opaco, como si se tratara de una fortaleza en lugar de un orfanato; como si lo importante allí no fuese dar hogar a niños desamparados, sino evitar que escaparan.

Ingresé y caminé por un corredor de más de cien metros de largo. Las paredes eran tan altas que bien podrían haber hecho tres pisos allí en lugar de uno. El lugar estaba mal iluminado, y junto con la pintura que se caía a pedazos, la oscuridad y la humedad parecían dotar al lugar de vida propia. Las risas de los niños se perdían a lo lejos. Risas o llantos; imposible determinarlo. Finalmente llegué a una oficina donde descubriría la siguiente pista del secreto que ocultaban mis padres.

Tras un antiguo escritorio de madera estaba sentada una anciana de anteojos, era la madre superiora, directora del lugar. A su lado, una monja que la acompañaba no hizo más que temblar durante todo el tiempo que permanecí allí.    Le dije mi apellido y la anciana no hizo gesto alguno, pero la mujer más joven movió extrañamente la boca, fue un rictus nervioso que no pudo evitar al oír mi nombre.

–Tú no eres adoptado –dijo la directora–. Soy tan vieja como las paredes de este edificio y tu nombre no me resulta conocido. En tu lugar olvidaría todo el asunto.

Salí del lugar derrotado, sin saber cómo seguir con la investigación. Pero entonces alguien me tocó el hombro.

Al darme la vuelta vi que se trataba de la monja que estuvo en silencio junto a la madre superiora:

–Si quiere descubrir la verdad, deberá ver a los Sierpinski –dijo–. Cuando la directora no tiene respuestas es porque lo ocurrido tiene que ver con ellos. A veces venía él, otras veces venía ella. Hace años que no se los ve por este orfanato y, a decir verdad, espero que nunca regresen.

La mujer temblaba, no sé si lo hacía por los nervios de la situación o si tenía una especie de problema neurológico:    –¿Dónde puedo ubicarlos? –le pregunté.

–¿Ubicarlos? Acabo de decirle que fueron los Sierpinski; los famosos hermanos Sierpinski. ¿No los conoce acaso? Los del circo, joven; los del circo.

...

...continúa en la segunda y última parte...


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