UNA MUERTE PARA SABRINA (3 de 4)

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CUARTO TESTIGO: CUATRO PAREDES

Por lo general, cuando tres testigos tienen versiones diferentes sobre un mismo hecho, es porque al menos dos de ellos están mintiendo. Romero, sin embargo, tenía el presentimiento de que las matemáticas no eran tan sencillas en esa oportunidad. Decidió entonces averiguar más sobre lo ocurrido la primera vez que alguien había desaparecido en esa fábrica; estaba convencido de que allí estaba la clave.

Fue a la biblioteca municipal y pidió las notas de diarios de cinco décadas atrás. Estuvo horas pasando las páginas en el monitor, rodeado por aquellas enormes bibliotecas de madera desteñida atestadas de libros viejos.

Ya era tarde, y en el lugar solo lo acompañaba un alcohólico que iba a dormir allí las noches en que no hallaba un mejor lugar. De pronto el detective encontró lo que buscaba:

«Joven desaparece en fábrica de juguetes abandonada sin dejar rastros».

Se trataba de cuatro amigos que había ido al sitio luego de que lo cerraran, y jamás se volvió a saber sobre uno de ellos.

Romero tenía una pista: un desaparecido más en el mismo lugar. Tenía tres nuevos testigos a quienes preguntar qué ocurrió en la vieja fábrica; si es que seguían vivos tras medio siglo.

Al buscar en la base de datos de la policía, vio que dos de ellos habían fallecido, pero aún quedaba uno con vida. Se trataba de Gabriel, un hombre septuagenario. ¿Podría aportar algún dato útil tras tanto tiempo? Los años transcurridos no eran el único problema, Gabriel había pasado todo ese tiempo en el Instituto Psiquiátrico Dra. Banach.

El detective condujo durante horas hasta llegar al sitio. Rodeado de una enorme arboleda encontró el edificio. El lugar era gigantesco y desolador, con paredes de un gris opaco, como si se tratara de una fortaleza en lugar de un hospital; como si lo importante allí no fuese curar a los enfermos sino evitar que escaparan.

Caminó por el interminable pasillo junto a una de las enfermeras:

–Le deseo suerte –dijo la mujer–, es uno de nuestros pacientes más silenciosos, y lo poco que dice carece de sentido.

A Romero le abrieron la habitación y vio a un anciano de espaldas. En unos días cumpliría los setenta años, pero después de medio siglo en aquel sitio, parecía haber sobrepasado los cien.

–Buen día, soy el detective Francisco Romero. Vengo a preguntarle sobre lo ocurrido en la fábrica hace cincuenta años.

El individuo se balanceaba en su silla hacia atrás y hacia adelante. Continuó haciéndolo sin contestar durante varios segundos, hasta que el detective perdió la paciencia:

–¿Me oyó lo que dije o está demasiado loco para contestar?

–Lo oí perfectamente, detective –dijo sin darse la vuelta.

Luego giró hacia Romero y éste pudo verlo; tenía el rostro arrugado, un rostro que intentaba cubrir con escasos cabellos que se habían vuelto blancos con el correr de los inviernos. Sus ojos padecían de cataratas; cincuenta años de encierro en aquel infierno sin ventanas lo habían vuelto completamente ciego.

–Entonces –insistió Romero– ¿Recuerda algo de aquel día?

–¿Se refiere al día en que murió mi mejor amigo? ¿Al último día de mi vida en que estuve en libertad? Creo recordarlo, sí.

A Romero no le gustaba el sarcasmo a menos que fuese él quien lo emplease, y ya había perdido la poca paciencia que tenía en un principio:

–Pues comience a hablar y tal vez pueda sacarlo de aquí –dijo el detective.

–¡Eso nunca! –dijo Gabriel–. Aquí estoy bien. Verá, detective; sufro de agorafobia, aunque antes era al revés.

–¿Sufre de qué?

–De agorafobia; miedo a los espacios abiertos. Antes de llegar a este sitio yo tenía una leve claustrofobia; es decir, miedo al encierro. Verá, a veces, el enfrentarnos a nuestros peores miedos y vencerlos, da lugar a otros completamente nuevos. Esa noche en que mis amigos y yo fuimos a la fábrica abandonada, el techo se nos cayó encima. Habíamos subido a una de las torres, y recuerdo que las paredes comenzaron a moverse hacia mí. El sitio se estaba haciendo cada vez más pequeño y comencé a sentirme sofocado. Intenté huir de ese lugar pero la única salida era la puerta que daba a las escaleras. Quise abrirla pero estaba trabada, mientras tanto, las paredes continuaban apresándome. Entonces el techo comenzó a desplomarse. En ese momento golpeé la puerta con el hombro y logré romper la cerradura, y mis amigos y yo escapamos. Todos salimos de allí excepto Dylan, a quien jamás volvimos a ver.

–¿Y qué ocurrió con tus otros dos amigos?

–Uno murió unos días después en una avenida. Al parecer cruzó con un semáforo en rojo y quedó paralizado en el medio mientras los vehículos intentaba esquivarlo, hasta que un camión no lo logró. El otro, poco después, fue a incendiar la fábrica para que jamás se volviera a poner en marcha. La policía lo atrapó, y días después se prendió fuego en la celda. Yo soy el único testigo que permanece con vida porque me mantuve a salvo entre estas cuatro paredes. Irónico, ¿verdad? Podría decirse incluso que tuve un final feliz.

–¿Qué estaban haciendo en esa fábrica?

–Era viernes por la noche, éramos jóvenes, solo buscábamos divertirnos. ¿Ha pensado alguna vez que no somos más que muertos haciendo cosas de vivos, y al tomar conciencia de ello, morimos?

–Mi trabajo no es tan filosófico.

–Hay cosas que es mejor no perturbar, que es mejor dejarlas en el olvido. Podría usted seguir investigando y descubrirlo todo, pero le recomiendo dejar las cosas como están, detective. Además, ¿no se le ocurrió pensar por qué nadie se atrevió a reabrir el caso en cincuenta años?

–Porque yo no había nacido –dijo Romero, y luego salió de la habitación.

...

...continúa en la cuarta y última parte...  


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