Te diré adiós al alba [Tamarindo] 1/3

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Cuando entré al local, un lobo plateado me miraba desde la barra del bar. En el taburete de al lado descansaba una cazadora de piel desgastada y un casco integral negro de visera completa. Sobre la cabeza del lobo descansaba una cola de pelo negro. Unas finas hebras blancas se ensortijaban entre rizos, parecía que la melena estaba en plena conversión lobuna.

Entré al pequeño cuarto de los empleados a cambiarme de ropa. Esa noche cubría el turno de TJ. Se había puesto enfermo su viejo gato y lo había llevado de urgencias a la clínica veterinaria. La ajustada camiseta de los camareros llevaba el logo con el nombre del bar: El Continental II, y debajo el dibujo impreso de una Glock. Roberto, el jefe, era un autentico fan de John Wick, como mostraba la decoración del local, con los pósters editados de las cuatro películas sobre la madera oscura de las paredes, la foto enmarcada del Gran Hotel Continental de nueva York en primer plano y una batería de cuadros de todas las motos que él mismo había tenido.

Cuando salí del cuartito, el lobo seguía ahí. Su portador, de espaldas a mí, estaba apoyado de codos en la barra y frente a él, descansaba una jarra de cerveza casi vacía. Parecía estar solo, los demás clientes le ignoraban y él lo ignoraba todo. Me metí tras el mostrador y de una mirada comprobé que faltaba limón, vasos de tubo y cacahuetes. Directa a la cocina, pasé por enfrente del desconocido como si fuera un fantasma; su mirada me atravesó sin verme, con la vista puesta en el pedazo de espejo que dejaban ver unas cuantas botellas de licor.

-º-

Escuché una voz masculina mientras estaba ocupada cortando en medias rodajas el limón. 

–Perdona...

Levanté la cabeza hacia el sonido y unos ojos inmensamente grandes y oscuros se clavaron en los míos.

Rápidamente eché un vistazo a su jarra, ahora vacía. 

–¿Te pongo otra? 

Esbozó media sonrisa y sacudió la cabeza afirmando.

–¿Qué era?

–Una Lager.

–Ahora mismo.

Decanté la cerveza del grifo correspondiente y se la acerqué.

–Gracias, Sam. Sam ¿verdad?

–¿Nos conocemos? – Asombrada, le respondí con otra pregunta.

–Si, de hace muchos años... –y dejó en el aire cualquier continuación que pudiera haberme dado.

«Otro motorista», pensé para mis adentros. Éste, al menos, no llevaba la bandana roja al cuello, sólo una cadena fina plateada con una pequeña calavera colgando.

-º-

«Sam, por favor, sólo de diez a tres, te pago turno completo y entras mañana a las once» Eso me pidió Roberto a las siete de la tarde, solo cuatro horas después de terminar mi turno de mañana. Acepté porque yo no tenía ni gato, ni nadie me esperaba para dormir esa noche. 

Me quedé mirando al hombre que estaba frente a mi, sentado en el taburete de madera.

–No te sitúo, ¿puedes darme una pista?

–Soy Sergio. Del insti. Llevaba gafas entonces.

Sergio, Sergio... Mi cabeza fue a marchas forzadas hasta traerlo del mundo fantasma de la adolescencia. Me pregunté si a los treinta todavía se le llamaba "insti". Sí, recordaba a un chico callado, siempre sentado en clase cuando yo entraba. Con sus gafas y aspecto de empollón, o de poeta, nunca supe cual de las dos cosas era, porque nunca cruzamos dos palabras que no fueran un "buenos días" o un "adiós".

–Sergio, el chico callado –respondí. –Estás un poco cambiado, ¿no?

Aunque no me refería a su edad, si no a su aspecto, no contestó a eso.

–Los años no pasan en balde. Bueno –corrigió al instante– para ti sí, Estás igual que entonces.

–Vale, ahora has despejado mis dudas.

–¿Dudas?, ¿sobre mí?

–Dudaba en clasificarte como empollón o poeta, y ahora sé que eres lo segundo. 

Sonreímos a la par. Una pequeña sonrisa que iluminó por un momento su excesivamente pálida cara.

-º-

De vez en cuando me pasaba a hablar con él. Tenía muchas preguntas que hacerle, pero la que más pesaba en mi curiosidad era su aspecto. Todo en él reflejaba oscuridad, a excepción de las hebras plateadas en su pelo y aquél enorme lobo impreso en su espalda. 

Él también tenía curiosidad por mí. Me había visto dibujando en clase. Acabé los estudios superiores pero no podía pagarme las clases en una escuela de arte. Me puse a trabajar, y finalmente me olvidé de mi sueño convirtiéndolo en hobby.

El turno transcurrió rápidamente. El local se llenó de jóvenes con las hormonas revueltas. Sergio, en un momento dado, se levantó y alargó la mano a modo de saludo. Se marchaba y no pude más que corresponder con el mismo gesto. Lo único que me contó entre mis idas y venidas fue cómo comenzó su interés por el mundo de las dos ruedas. Por una chica. 

–Una chica, claro, no podía ser de otro modo. Y, dime, ¿la chica está todavía contigo? 

–Eres muy curiosa, Sam. –Y de nuevo apareció esa media sonrisa. –No, ya no está.

-º-

Tres y diez de la madrugada. Me dirigía a la parada del bus nocturno. El petardeo de una moto, resonaba en la calle vacía. «Una Harley», me dije. Giré la cabeza justo a tiempo para ver un borrón negro, negra la moto, el traje, el casco... Se detuvo a mi lado, levantó la visera y los ojos de Sergio me miraron. «Sube» . El cuerpo me pedía descanso, y mi mente curiosa, conocer más a ese hombre. Pasé la pierna por encima del asiento, me afiancé en él y con un tirón el artefacto salió disparado. 

El aire me trajo su aroma y su cuerpo era firme y cálido. Serpenteando calles, salimos de la ciudad por la carretera de la costa. A la derecha, una alta valla nos separaba de la vía del tren y del mar. Pasada la primera estación, nos detuvimos. Dejó el casco colgado del manillar y asió mi mano. Nos dirigimos hacia el paso bajo la vía que nos llevaría al otro lado, donde las olas se estrellaban contra las rocas. Nos sentamos en un banco, muy cerca el uno del otro.

–¿Qué pasó con ella? 

–Conoció a otro más joven.

El silencio nos acompañó un rato más. Sergio me miró a los ojos y me dijo afirmando, no preguntando: «No eres feliz». No supe responder a eso. Quizá. Era una cuestión que no solía preguntarme. Vivía y punto. Me acercó sus labios al cuello, estremeciéndome de arriba a abajo. Fue un beso suave, que iba aumentando de intensidad hasta ser dolor y  ardiente placer a la vez. Ardiente. Ardía de verdad, pero a cada succión me sentía más débil, mi cuerpo flotaba, o era mi mente que se iba yendo...

Ví en el horizonte cómo clareaba el cielo negro, imaginé un amanecer dorado, cálido, y entre sus brazos cerré los ojos.

Suavemente dejó mi cuerpo tendido sobre el banco, bajo el tamarindo rosado. Parecía una cúpula que protegiera a una doncella de cuento dormida. 

–Adiós, Sam –el susurro sonó con pesar.

Pero yo ya no escuchaba. Tampoco vi alejarse al lobo plateado.

Sergio se fue rápidamente. Amanecía y debía cubrirse por completo antes del primer rayo de sol.

 

 

©Serendipity

Noviembre 2023

 


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