EL SER QUE ME PROTEGE (1 de 2)

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Enviado el , clasificado en Terror / miedo
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A veces imagino que soy el último hombre sobre la tierra, el único superviviente de una guerra entre gigantes. Nada puede detener mi entrega por estas autopistas infinitas, que por las noches dan la sensación de que no volverán a recibir la luz del sol, ya que éste se ha apagado. Las alimañas nocturnas se alejan temerosas de las ruedas de mi tráiler, pues ellas saben que soy el navegante, un poco ángel, un poco demonio, y me desplazo dividiendo la oscuridad en dos en mi gran buque de acero.

A veces siento que el sol está quemando toda la superficie terrestre, y mi camión repele los rayos ultravioletas evitando que me conviertan en polvo, y al llegar a mi destino no habrá nada allí, ni ciudades, ni habitantes, solo un mundo desértico, como el que yo recorro.

He acumulado incontables historias durante mis viajes; algunas son difíciles de creer y hasta difíciles de explicar. De todas maneras, no me gusta contar lo que veo, no por miedo a las críticas, sino porque esas historias son parte de mí, tiñen mi existencia, son demasiado íntimas para compartir con cualquiera.

He intercambiado relatos con otros compañeros camioneros, que también han vivido sucesos extraños; y conversamos entre cigarrillos y café en una suerte de competencia por ver quién vivió la experiencia más espeluznante.

Un fantasma en la carretera suele ser factor común. A todos nos ha distraído un suceso repentino: una luz extraña en el espejo retrovisor, o la sensación de haber pisado un pozo que pasamos por alto. Luego, al volver a mirar al frente, encontramos un ser estático al que atropellamos sin remedio. Tras eso no vemos nada; no hay cuerpos en el asfalto ni marcas en la parrilla del camión, como si hubiésemos atravesado aquel ser incorpóreo, que se movía a través dimensiones espaciales distintas de las nuestras.

Muchos, también, hemos escuchado ruidos lejanos en noches de luna llena, ruidos que procedían de criaturas que no logramos identificar. Aullidos de bestias cuyas gargantas están diseñadas para helar la sangre cada vez que emiten sonido.   Incluso hay traileros que juran haber tenido encuentros cercanos con dichos engendros. Se trataba de nahuales, quizás, o algún otro ser mitológico que la ciencia aún no ha estudiado. Es que nosotros somos los pioneros, los que abrimos caminos en busca de esos mitos modernos, y son nuestras vivencias las que van formando un bestiario verbal, que llenamos con locaciones y fechas inexactas, al igual que ocurría con las leyendas antiguas, de eras previas a la invención de la escritura, que fueron relatadas por los primeros humanos.

Lo cierto es que todas ellas son historias que terminan como empezaron, cuya veracidad fue engullida por el alma de la carretera, sin dejar evidencia alguna.

Algunos sostienen que todo es producto de nuestra imaginación, provocado por el consumo de alguna sustancia o por el simple hecho de manejar durante horas sin dormir. Yo he estado allí, y admito que la falta de sueño por el apuro de cumplir con los plazos establecidos hace que los párpados pesen, y más de una vez he confundido la realidad con el mundo onírico. Es que la autopista monótona adormece los sentidos, y la mente nos juega bromas en sus intentos por permanecer despierta.

Es en esos caminos oscuros, que no presentan más que unas señales esporádicas, donde las historias sin explicación suceden a menudo, recordándonos, en la angustiante soledad, que aún estamos vivos. Pero por sobre todas mis vivencias, hay una que es la más intrigante que he tenido, y cuya certeza es irrefutable. Es una historia que ha dejado huellas, probando su existencia. Ya no tengo esas pruebas, pero las he visto, y aunque hayan desaparecido, sé que las tuve enfrente, pues estaban allí cuando la adrenalina liberada por el suceso ya se había disipado, y ya me encontraba con todas mis facultades intactas para analizarlas.

No puedo decir con exactitud cuándo ocurrió, me es difícil recordar fechas. Para mí, todos los días son iguales; todas las horas son lo mismo. Tampoco me interesa buscar entre mis recibos de entregas, pues de todas maneras recuerdo esa noche como si hubiera sucedido ayer. Sin importar cuánto tiempo transcurra, la historia irá siempre conmigo en la cabina de mi camión.

Ocurrió mientras viajaba por la carretera de Hermosillo a Santa Ana, a la altura de El Peñasco. Era una tarde de agosto, en la que una lluvia opresiva y calurosa ahogaba los pulmones.

No había nadie, nadie en absoluto. Solo una vegetación agonizante y un sol apenas visible tras las nubes, que ya comenzaba a esconderse.

A un costado del camino vi a un hombrecito haciendo dedo, cubriéndose de la lluvia con un impermeable y un sombrero de ala ancha, de cuero negro. Muchos traileros temen llevar desconocidos, pues hay muchos peligros en hacerlo. La soledad, por otro lado, nos tienta a escuchar una voz humana que nos brinde compañía; una amistad breve, de unas horas nada más. Así es todo en mi vida: amores efímeros en ciudades perdidas, amores de una noche. En mis costumbres errantes solo he echado unas pocas raíces que hoy se han convertido en fotografías en mi parasol; en ellas aparezco junto a una hermosa niña que hoy ya debe ser adulta. Me detuve junto al hombre y abrí la puerta para decirle que me dirigía rumbo a Nogales, entonces me hizo una seña con el pulgar y comenzó a subir. La cabina fue muy alta para él, pues era de baja estatura y edad avanzada, y debió calcular cada paso antes de efectuarlo.

Le ofrecí mi mano, pero la rechazó. Finalmente subió y me saludó cordialmente haciendo un gesto con su sombrero.

...

...continúa en la segunda y última parte...


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