Dos monedas de un céntimo (2)

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-III-

Amanecía en Marino. Septiembre ya estaba tocando a su fin y se aproximaba la celebración de las fiestas de la uva; unos pocos operarios municipales se encargaban de dar los últimos toques a las engalanadas calles del centro de la ciudad y comprobaban el buen funcionamiento de las pequeñas bombas de agua instaladas en las fuentes principales que impulsarían desde sus entrañas unos cuantos hectolitros del viejo vino y, con ello, dar gozosa bienvenida a la nueva cosecha y la renovada fuerza de los jóvenes caldos.

La población ya estaba preparaba para recibir a los miles de visitantes que acaparaban todos los años por estas fechas las tiendas y comercios de la ciudad, sus monumentos e iglesias. Su cercanía a Roma, apenas distante unos veinte kilómetros y, en estos días, su famosa celebración de la Sagra dell’uva, hacían de la villa un lugar ideal para desplazarse el fin de semana desde la capital y sumergirse en su misteriosa historia medieval, sus acogedoras gentes, los sabrosos platos tradicionales y, sobre todo, el bullicio contagioso de la bacanal juerga.

Paolo Tucci, el joven alcalde elegido en dura competencia con su adversario, “Il Grande Signore Di Tomasso” como se conocía entre la población al ricachón de la destra radicale italiana, había preparado un pregón que -según se decía en sus círculos cercanos- haría saltar las chispas entre ambos.

Tucci no era un hombre rencoroso, pero no perdonaría a Di Tomasso las graves calumnias que había vertido sobre él en las pasadas elecciones con tal de obtener los votos necesarios para su reelección, ya hacía año y medio. A pesar del tiempo transcurrido, se la tenía jurada y la gente estaba segura de que ese día, el de la inauguración de las fiestas, sacaría a la luz desde el balcón del Ayuntamiento todas las corruptelas que había conseguido averiguar sobre el orondo personaje de la derecha a base de raspar bien en los archivadores de la corporación local. Como es natural, las gentes estaban deseando que llegara ese día para oírles vociferar e insultarse mutuamente hasta el cansancio, como si este “numerito” formara parte también del -ya de por sí- extenso listado de festejos, pero también para ver al Signore Tucci lanzar al aire las mil monedas de un céntimo que, una vez finalizado el pregón, tenía por costumbre tirar en las fiestas para algarabía de los niños y, por qué no decirlo, también de algunos mayores.

El reloj del consistorio marcó las nueve de la mañana con seis sonoros avisos. Era un antiguo reloj que necesitaba desde hacía años una revisión en condiciones; curiosamente, siempre se atascaba tras tocar el cuarto gong, nunca hacía sonar los del quinto al séptimo y, después de estos tres cadenciosos silencios, continuaba con sus picoteos sonoros hasta completar la secuencia horaria. Al menos esto obligaba a las gentes a practicar algo de matemáticas elementales cuando pasaban las cuatro de la tarde; o de madrugada, y eso era muy ilustrativo y práctico…, “ayudaba a mantener la mente activa…”, decía con bastante sorna el alcalde cuando se le reclamaba su reparación. Eso sí: siempre tocaba las medias, con lo cual complicaba aún más la vida a los ciudadanos si no se estaba físicamente en la plaza para observar directamente su gran esfera, o se tenía una memoria de elefante para poder recordar la secuencia de la anterior hora en punto.

Era el último domingo del mes de septiembre y, poco a poco, después de haber alimentado sus tempranas necesidades con un frugal desayuno y vestidos sus bañados y perfumados cuerpos con el traje más limpio de que disponían en sus armarios, se fueron incorporando las diversas gentes al trasiego de las calles, unos para el simple paseo y tomar el tímido sol otoñal, otros para disfrutar de la compañía de sus amistades de siempre y tomarse a media mañana uno o varios vinitos en Casa Pepone; y algunos, los más creyentes de golpe en pecho, esperando el toque de las diez con que las campanadas de la iglesia de Santa María delle Grazie reclamaba todos los días, festivos o no, su impenitente asistencia a la Santa Misa.

El “páter”, como le llamaban sus feligreses, era un hombre afable y, aunque no tenía nada de militar, era conocido con este apelativo castrense por su dura exigencia con las buenas costumbres y la pureza del alma. Poco dado a extravagancias, de unos de treinta y tantos años, dos de ellos en esa parroquia, había sabido ganarse su confianza y apego, y todos le admiraban por sus hermosas homilías, llenas de brillantes y acertadas interpretaciones de las Sagradas Escrituras… “Haced de los demás vuestros más entrañables amigos, y ellos harán de vosotros sus más íntimos tesoros”… Esta era la forma en que siempre despedía la misa en vez del sempiterno y aburrido “podéis ir en paz, hermanos”. Era una frase ingeniosa, a modo de imperativo subliminal, muy efectivo, que encandilaba siempre a los asistentes para salir de la iglesia abrazándose unos a otros… Se les veía en sus caras, y el joven cura se enorgullecía al verlos marchar con esos nuevos aires de amistad y de paz consigo mismo.

 

(Continúa...)


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