Dos monedas de un céntimo (3)

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-IV-

El coche camuflado paró frente a la puerta de la comisaría local bajándose del mismo dos carabinieri y una extraña mujer vestida de negro que cubría su cabeza con un largo velo que ocultaba su cara a la mirada de todos sin disimulo alguno. Un par de ancianos que tomaban el sol sentados en uno de los bancos cercanos se quedaron mirando curiosos, con aire perezoso, apoyadas sus callosas manos sobre la manoseadas garrotas y arrugando aún más, si cabe, los pliegues de sus caras; pero pocos más fueron los que pudieron tomar nota de la llegada de aquella extraña y escoltada fémina y su rápida desaparición tras la puerta de la comisaría. Al cabo de un cuarto de hora volvieron a salir ambos agentes subiéndose de nuevo al vehículo y partiendo con prisas del bonito pueblo de Marino en dirección a Roma.

-V-

Siete avisos del deteriorado reloj marcaron las diez de la mañana, casi cinco minutos después de que el campanario de la antiquísima iglesia Santa María delle Grazie hubiera anunciado el reclamo de sus feligreses con un dong, dong, dong insistente y paternal. Todo estaba listo para la Santa Misa; los numerosos creyentes (y muchos más fariseos, por qué ocultarlo) fueron entrando poco a poco tomando asiento en los duros bancos de madera, lustrados hasta el alma por el roce inveterado de tantas y tantas gentes. El olor a incienso se hacía notar dejando pegada en la pituitaria la agradable sensación de sus fragantes resinas al quemarse, casi como queriendo adormecer cada uno de sus cerebros, prepararlos para hacerse único con el resto y compartir como un solo corazón la alegría de los Salmos… Diríase que actuaba como a modo de anestesia previa a la incruenta operación religiosa.

El alcalde e Il Grande Signore Di Tomasso entraron juntos, charlando amigablemente (cosas de la política, lo que demuestra lo falsa que es esa ciencia una vez llevada a la práctica) y tomaron asiento preferencial en la primera de las bancas que, por mera casualidad, mira tú por dónde, estaba finamente trabajada con rojos y mullidos paños de un caro terciopelo italiano.

Antes de comenzar la misa, Di Tomasso tenía por costumbre dejar siempre en el cepillo de la iglesia un billete de cincuenta que previamente había apartado en su casa escribiendo en su dorso con letras fácilmente perceptibles… “Para el cepillo de Santa María. Di Tomasso”, lo que le hacía bastante singular. Era una curiosa costumbre que había heredado de su difunto padre, a quien de pequeño, en muchas ocasiones, le había observado cómo repartía en su escritorio ciertas cantidades de dinero en diferentes montoncitos, unos más, otros menos, y destinarlos nominativamente a donaciones para las distintas parroquias y centros de asistencia social de Marino; y en todos ellos ponía su marca de origen… para que ellos supieran a quién podrían agradecérselo en el futuro.

Era una forma muy sutil de favorecer el clientelismo político, y el hijo, como buen alumno, enseguida entendió el retorcido concepto. Se excusó un momento con el alcalde diciéndole que volvería en unos segundos y allá que se fue hasta el cepillo y depositó su óbolo con el pecho henchido de orgullosa satisfacción.

 

(Continúa...)


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