EL CADÁVER NÚMERO 13 (2 de 2)
Por Federico Rivolta
Enviado el 30/01/2024, clasificado en Intriga / suspense
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Si alguien encontraba el cadáver y yo no tenía el expediente podría generar un problema grave, por lo que se me ocurrió un plan B, en caso de que la familia reclamase su cuerpo. Iría a buscar los restos de una mujer parecida a Emma; algún cadáver sin identificar, de los que hay muchos en una morgue tan grande como la del Hospital de Santa Fe. Pero sería una tarea muy difícil evitar que alguien se diera cuenta. No; aquel plan tampoco funcionaría.
¡Vaya historia que el destino había escrito para la joven! La pobre falleció a los treinta y dos años de una muerte terrible y ni siquiera podía descansar en paz. Sí, toda muerte es terrible, pero en su caso más aún, si me lo permiten. Emma había sido asesinada; su cuerpo presentaba múltiples heridas de puñaladas. La habían asaltado en un callejón mientras regresaba de la academia de baile en la que daba clases a niñas pequeñas. Tal vez se resistió a un asalto, o a un abuso; no había motivos aparentes ni sospechosos. Un rato después la habían encontrado inconsciente. Cuando la llevaron al hospital ya era demasiado tarde. Había perdido demasiada sangre en el tiempo que estuvo en ese callejón y poco después fue enviada a la morgue. Mi compañero había hecho la autopsia el día anterior y solo debía esperar los resultados de unos análisis potencialmente útiles para descubrir al culpable.
Me senté en la sala a contemplar un punto en el vacío. Me sentía mal por mis pensamientos, por mi responsabilidad en la desaparición, y entonces continué bebiendo. Pensé entonces en confesar mi descuido, al menos hacerlo por ella. Si pedía sinceras disculpas a todos, en unos años tal vez la gente del hospital lo olvidaría, pero yo no lo olvidaría; mi error haría imposible que el asesino fuese identificado.
¿Quién habría sido el criminal? ¿Acaso era alguien del hospital?, ¿algún compañero de trabajo que se encargó de hacer desaparecer a Emma para así borrar sus huellas? Era muy difícil que un desconocido pudiera ingresar a la morgue sin ser detectado; debía ser alguien que yo conocía.
Los rostros de los doctores y enfermeros desfilaban frente a mí, con miradas siniestras, riendo mientras yo era acusado de negligencia.
Me di una ducha y preparé una jarra de café. El día sería largo, no sabía si al llegar al trabajo ya estarían todos enterados de la desaparición de la bailarina y yo tendría que llamar a un abogado laboral. Me dirigí al hospital mucho antes de mi horario de entrada, esperaba encontrar alguien escondido como un bufón entre los cadáveres, o alguna pista que me dijera quién fue el saqueador. Pero cuando llegué a la morgue todo pareció haber sido una pesadilla. Los trece cuerpos estaban en la sala. Los conté, varias veces. Eran trece, no doce como el día anterior, eran exactamente trece. Los revisé uno por uno, tomando lista otra vez, y encontré el de ella. Emma S. también estaba presente, como si nunca se hubiera ido. Era una más de su hilera, no tenía nada que la diferenciase del resto.
Aquello no podía tratarse de un error, no pudo haber sido una simple distracción. Yo vi todo, vi su camilla metálica vacía brillando en su ausencia, y vi la sábana en el suelo, vacía también. Había estado toda mi jornada buscando aquel cuerpo, no había forma en que lo hubiese pasado por alto.
Revisé de nuevo el cuerpo de Emma, no parecía haber sido manipulada por nadie más que mi compañero durante la autopsia.
Miré a mi alrededor, volví a contar los cadáveres pensando que otro podría desaparecer en cualquier momento, repasando en mi cabeza la ubicación de cada uno, hasta que supe que no podía trabajar en esas condiciones. El alcohol, el café, los nervios…; aquella mezcla me había convertido en una marioneta de alambre llena de miedos. Abandoné mi puesto, cerré la puerta de ingreso con llaves y me acerqué a un guardia para decirle que me contase si veía alguna persona merodeando los pasillos. Le dije que yo regresaría pronto, y mientras me alejaba le grité que no dejara que nadie se acercarse al lugar. Tal vez no debí hacer eso, pero el cuerpo de la joven estaba allí, no hay problemas en despertar sospechas mientras no haya ningún crimen.
Crucé la calle y fui a la cafetería que se encuentra frente al hospital. Necesitaba algo refrescante, como la tarta de manzanas casera que allí preparan, y una bebida diferente al de mi vieja máquina que solo produce una horrible infusión que quema los granos. Me senté a tomar aquel desayuno junto a la ventana y vi la gente pasar mientras me relajaba poco a poco.
Frente a mí estaba el televisor. Cualquier cosa me habría distraído, cualquier primicia me habría hecho olvidar por un instante todo lo que había vivido en esas veinticuatro horas, pero vi algo que me hizo saltar de mi asiento para pedirle a la cajera que subiera el volumen.
Estaban mostrando una noticia de último momento, y mientras contaban lo ocurrido se veían trece fotografías de mujeres jóvenes entre las que se encontraba la imagen de Emma. Su crimen y el de las demás había sido por fin resuelto.
Esa noche, mientras su cuerpo estaba desaparecido y yo sufría pensando en las consecuencias, se oyó un disparo proveniente de un departamento. La policía ingresó y hallaron el cuerpo de un hombre que había recibido un balazo en la cabeza. La puerta y las ventanas no presentaban señales de haber sido forzadas, y todo indicaba que había sido él mismo quien se quitó la vida. En el hogar del difunto hallaron pertenencias de las mujeres cuyas muertes no habían sido justiciadas. El hombre guardaba recuerdos de cada una de sus víctimas, y aquella fue la única manera en que se logró saber que él era el culpable de aquellos crímenes.
Quedé sin habla, mirando por la ventana hacia el hospital mientras el barullo a mi alrededor me ensordecía. Enseguida olvidé los rostros socarrones de mis compañeros, de quienes sospeché injustamente, y olvidé las horribles descripciones del informe de mi compañero sobre la autopsia. Ya no recordaría a aquella mujer como un cadáver en una camilla, de piel gris y fría, de órganos y miembros inertes. La recordaría a ella, a Emma, la bailarina, la instructora de la academia, que había conseguido la tranquilidad que le quitaron en vida.
Volví a diferenciar los sonidos a mi alrededor y me senté a beber el té que había ordenado. De pronto vi una niña caminando junto a sus padres por la vereda, que me miró a través de la ventana. Me saludó con una sonrisa, y luego giró en el lugar, en un perfecto paso de baile.
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FIN
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