EL BURRO (2 de 2)

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–No me digas nada –le dije–. Fue tu maestra y, a ver si adivino…, no la querías.

Elías asintió con la cabeza. Luego me la describió en una frase usando un insulto irreproducible. Poco después nos preparábamos para realizarle la autopsia y pude notar que estaba conteniendo la risa. Le pedí entonces que saliera al patio a tomar aire fresco, que yo me encargaría de ella. A decir verdad, no necesitaba mucha ayuda; la mujer había fallecido en medio de una cirugía en el hospital, y su reporte estaba prácticamente terminado.

Al finalizar mi turno di algunas indicaciones a mi asistente y me retiré. Fue al día siguiente cuando él volvió a romper los códigos de trabajo.

Ese día le tocaba a él ir más temprano, y cuando llegué me dijo que ya había terminado el informe de la profesora.

El cuerpo de la mujer estaba listo para ser ingresado al cajón, pero cuando le quité lo manta que la cubría vi que tenía puesto un bonete hecho de cartón con dos largas orejas de burro.

–¿Qué se supone que es esto? –pregunté furioso.

Elías propuso que le dejáramos el bonete puesto como venganza por las cosas que le había hecho cuando era su maestra. Me contó que, cuando estaba en tercer grado, ella le había puesto unas orejas de burro como esas por copiarse durante un examen de matemática, y lo hizo sentarse durante el resto de la clase en una esquina del salón. Todos los demás niños lo apuntaron con sus índices y rieron, siendo esa una de las primeras y peores humillaciones que recibió. Incluso me dijo que quizás su vida habría sido mejor de no ser por aquella experiencia.

Yo seguía enfadado, y a esa altura no había nada que él pudiera decirme para que yo le diera la razón. Le pedí que se retirara; que estaba despedido. Mientras salía por la puerta incluso le grité que aquel no era un trabajo para alguien como él, y que se hiciera ver por un psicólogo pues no parecía estar bien de la cabeza.

Esa noche fui a un bar con unos amigos. Necesitaba hablar con el alguien del asunto. Les conté acerca de Elías y el placer que él sentía cuando fallecía alguien que le había ocasionado algún daño en su infancia. Uno de mis amigos lo conocía, habían sido vecinos, y me dijo que no le extrañaba que se comportase de ese modo. Me contó que desde chico Elías había tenido muchos problemas, en especial en la escuela. Al parecer nunca tuvo amigos, y la gente lo maltrató y se rio de él durante toda su vida.

Era cierto que tenía sus motivos para guardarle rencor a esas personas que le habían hecho daño, pero yo no podía tener un compañero así; en mi trabajo debemos respetar a los difuntos sin importar lo que hicieron en sus vidas; es parte del abecé de las ciencias forenses.   Al día siguiente comencé la búsqueda de un nuevo asistente, aunque como dije antes, sabía que no sería una tarea fácil. Puse carteles en varios lugares, como farmacias, almacenes y kioscos; aun así, transcurrió un mes sin que apareciera un solo interesado.

El día menos pensado alguien golpeó la puerta. Era Elías, y estaba sosteniendo uno de los carteles que yo había puesto. Pidió perdón por su comportamiento, y sus enormes ojos verdes se llenaron de lágrimas.

Dijo que disfrutaba mucho de trabajar a mi lado, y que cada día aprendía algo nuevo. También me contó que su madre estaba enferma y que él la estaba cuidando, por lo que necesitaba con urgencia del dinero para salir adelante. Llegó incluso a confesarme que aquel trabajo era lo único bueno que había tenido en mucho tiempo.

Hoy sé que no debí aceptar sus disculpas, pero en ese momento sentí lástima por él, además necesitaba un asistente con urgencia, al menos para que me ayudase con la limpieza, pues en esos días había estado con bastante trabajo y el lugar estaba comenzando a apestar.

Yo iba a darle la mano como señal de paz, pero él me tomó por sorpresa y me abrazó con fuerza, luego dijo que me quedara tranquilo, que él dejaría el lugar impecable. Incluso me sugirió que me tomara un descanso por el resto de la tarde mientras se encargaba de todo.

Cuando regresé al día siguiente vi que había hecho un excelente trabajo; debo admitir que jamás había visto la morgue tan limpia. Pero aquello no fue lo que más llamó mi atención. Lo extraño era que todos los cajones de la morgue estaban abiertos. Al principio creí que alguien había retirado los cuerpos, pero al acercarme noté que aún estaban allí.

Fui revisando uno por uno los cajones ocupados y verifiqué que cada difunto estuviese en su sitio. Fui avanzando en la tarea mientras esperaba que Elías llegara en cualquier momento, pero él no aparecía.

Cuando estaba revisando los cajones de la hilera inferior vi que uno de ellos estaba cerrado. Terminé de confirmar que todo coincidía con lo que indicaban los registros y en ese momento se me ocurrió revisar aquel cajón. No se suponía que hubiese más cuerpos, todo estaba en orden, pero tuve un presentimiento de que allí había algo oculto.

Abrí la puerta y saqué la camilla. Estaba pesada, algo o alguien la estaba ocupando. Aquella persona estaba cubierta por una sábana, y al quitarla encontré un cadáver más, uno que no estaba en la lista. Era el cadáver de Elías.

Mi asistente estaba rígido, congelado como si hubiese estado allí toda la noche. Más tarde confirmé que había fallecido de un infarto. Aquello era evidente, tenía un gesto de espanto como el que jamás había visto. Sus ojos se veían más grandes que nunca, y su boca estaba abierta al punto de dislocarse la mandíbula. En medio de aquel silencio, casi podía escuchar sus gritos de horror.

Jamás sabré qué fue lo que vio antes de morir o quién lo guardó en aquel cajón. Elías estaba desnudo, sin ningún tipo de marcas más que un bonete de cartón en la cabeza, con dos largas orejas de burro.

.

FIN


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