UN DISPARO IMPOSIBLE (2 de 2)

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Era algo irregular, por supuesto, mi trabajo no consiste en hablar con los acusados para que me expliquen lo sucedido, al contrario, son mis estudios científicos los que aportan pruebas irrefutables en los juicios. Pero yo tenía en mis manos un cadáver que me llenaba de dudas, y sin importar lo que me pedía el comisario, deseaba hacer un informe completo. Me dirigí a la jefatura de policía y, aunque el comisario no estaba muy a gusto con la idea, tuve un encuentro con el acusado.

Un oficial me dirigió al sótano, donde se encontraban las celdas, y me llevó hasta aquella en la que estaba Facundo.

El hombre estaba deshecho; se notaba que no pertenecía a ese sitio oscuro en el que apenas corría un aire viciado. Sus manos temblaban, y debía secar sus lágrimas ante cada pregunta que le hacía.

Al principio se mostró reacio a contar lo sucedido; algo cínico diría. Me contó que vivía con su mujer y sus dos hijos pequeños, pero ellos se quedaron en la casa cuando él salió para ver por qué ladraban los perros. Salió con su rifle en mano, como era su costumbre, y mientras apuntaba con una linterna preguntó si había alguien allí.

Le pedí más detalles, entonces me dijo, sin siquiera mirarme, que sus perros siguieron ladrando hasta que uno de ellos gimió. Luego gimió otro, y finalmente el tercero huyó, pasando por al lado suyo. Él siguió avanzando hacia el lugar de donde provenían los ruidos y allí vio a Ramón junto al corral de las gallinas. Entonces le apuntó con su arma. Como Ramón continuaba allí, le disparó. Fue un tiro preciso que lo mató al instante.

Le pregunté por sus perros, si habían muerto, y también qué ocurrió con el que había huido. Facundo alzó la mirada, y me di cuenta de que ningún policía o abogado le había preguntado por ellos. Me dijo que los dos primeros habían fallecido, y que su mujer le había contado que el que había huido regresó tras una semana desaparecido.

–Yo no estoy aquí para juzgarte, Facundo –le dije–. Estoy aquí porque hay algo que no me cierra; podría decirse que vine por motivos puramente científicos.

Él se apoyó en los barrotes de la celda y me miró con una sonrisa amable:

–Esta es una de esas ocasiones que escapan a su ciencia, buen hombre. Lo que sucedió esa noche es uno de esos asuntos de Dios y el Diablo; en este caso, del segundo.

Pedí a un guardia si me permitía ingresar para hablar mejor con Facundo. Era obvio que no era un hombre peligroso, y me dejaron pasar para sentarme allí junto a él.

Le dije de nuevo que necesitaba que me contara todo lo que ocurrió esa noche, que cualquier detalle podría ser importante. Yo le iba a creer, porque el cadáver que tuve enfrente durante dos semanas tenía algo que no lograba explicar; lo único que podría justificar una trayectoria imposible como la que realizó esa bala era un evento igual de imposible.

Entonces Facundo asintió y se secó una vez más las lágrimas, luego se inclinó hacia mí y me clavó la mirada.

Me dijo entonces algo que yo ya estaba comenzando a suponer: Ramón no era un hombre normal. De hecho, no era un hombre cuando él le disparó.

Lo primero que había visto esa noche fue los cadáveres de sus dos perros. Estaban desechos; algo los había cortado por la mitad. Al acercarse más logró ver al causante, un ser que estaba parado en las cuatro extremidades, desnudo y cubierto de pelos. Su cuerpo no era el de un humano, tenía brazos y piernas deformes, orejas puntiagudas y un hocico alargado con enormes colmillos llenos de sangre.

Él le disparó directamente en el rostro, y aquella criatura cayó al suelo. Pero al morir, comenzó a cambiar de forma, hasta convertirse en el ser humano que yo había recibido en la morgue.

Comprendí que, en ese cambio, cuando el cráneo de Ramón tomó la forma de un hombre, los orificios de entrada y de salida de la bala dejaron de tener la misma dirección, dejaron de estar alineados.

Luego de la conversación regresé de inmediato al hospital para terminar la autopsia, pero ya no pude ver al cadáver de Ramón de la misma manera. Frente a mí había un cuerpo de alguien que no tenía la culpa de lo que le había pasado, un hombre que, por algún motivo había huido de su casa, o se había extraviado, y quién sabe cómo fue que aquella noche se convirtió en la bestia que atacó el hogar de Facundo con intención de alimentarse de los animales. Era un ser maldito, y Facundo también debió pagar por aquella maldición, pero pagaría con años en prisión.

Terminé entonces con la autopsia lo antes posible, explicando que la bala se había desviado, aunque sin aclarar cuánto. Me dediqué más a explicar que el cadáver tenía sangre de los dos perros que mató, tanto en las manos como en los dientes.  Entregué el informe a la policía y no pude hacer mucho más para ayudar a Facundo. Poco después supe que le redujeron la sentencia porque evidentemente Ramón estaba desquiciado al momento del enfrentamiento.

En el pueblo no tardó en correrse la voz de lo ocurrido, y aunque algunos piensan mal de Facundo, la mayoría lo consideran un héroe por lo que hizo; no solo por haber defendido su campo y a su familia de aquella criatura, sino porque desde que aquello ocurrió, disminuyeron las muertes de gallinas y otros animales de granja en el pueblo de El Amparo.

.

FIN


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