ENTREVISTA CON EL DEMONIO (4 de 6)

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Se me ocurrió que lo mejor sería que yo le vendiese el libro al individuo, diciéndole que Luciano debió retirarse por alguna emergencia. Mi amigo no estaba de acuerdo con el plan, pero yo insistí.   Me senté en la silla junto al mostrador y Luciano se escondió tras una biblioteca. Minutos más tarde un hombre ingresó a la librería y con solo verlo supe que se trataba de él. Era un hombre delgado y calvo, y tenía unos ojos saltones; como los de un pescado.   –Se encuentra Luciano –dijo.   El sujeto era tan parco que hasta cuando hacía una pregunta la decía sin entonarla como interrogación.   –Luciano no se encuentra –dije–, tuvo una emergencia familiar y se acaba de retirar; hoy lo cubriré yo. Dígame, ¿en qué lo puedo ayudar?   –Dejó un libro para mí.   –¿Un libro? –dije girando la cabeza, mostrándole que aquel lugar estaba lleno de libros.   El individuo miró la puerta de salida, mientras yo no le sacaba los ojos de encima. Vi su piel pálida, transparente, con sus venas rojas y azules decorando su cráneo como un mapa. No tenía ni un solo cabello, ni en la cabeza ni en las cejas. Luego de un instante volvió a dirigirse a mí:   –Me llamó hace media hora.   –¡Ah, sí!, ¿es este el libro?   Saqué el Tacet Larvis, que estaba bajo del mostrador. y el hombre abrió aún más sus enormes ojos de pescado. Al sujetar el ejemplar le temblaron las manos.   –Es interesante –le dije–, lo leí hace mucho tiempo. Lástima que tenga poca información sobre el Wingakaw…   El individuo hizo un gesto con los labios cuando nombré al demonio.   –Lo sé –dijo–. Igual me interesa.   –¿Conoces al Wingakaw?   –Sí.   –¿De verdad lo conoces? Por esta zona no es muy conocido.   El hombre hizo otro gesto con la boca que pareció una sonrisa. Intenté entonces seguirle el tema esperando que me diera alguna información:   –Si te interesa esta clase de libros y el Wingakaw, puedo conseguirte más información de la que te imaginas.   El sujeto alzó la vista del libro:   –Tú. Me hablarás a mí sobre el Wingakaw.   Entendí que me estaba haciendo aquella pregunta con ironía, por lo que seguí provocándolo.   –Si prefieres leer el libro en la tranquilidad de tu casa, me parece bien –le dije–. Pero si algún día te animas a algo más, me avisas.   El hombre me miraba y luego volvía a mirar el libro. A pesar de su aspecto impasible, no podía ocultar sus ganas de decirme que era yo quien no tenía idea de quién era el Wingakaw en comparación con todo lo que él sabía. Decidí continuar incitándolo:   –Antes de mudarme a Santa Fe solía reunirme con varios conocedores del tema –le dije–. Pero aquí no conozco gente que desee reunirse para hablar de esos asuntos.   Por fin el hombre decidió abrir la boca para decir algo, pero luego se arrepintió:   –¿Qué? –pregunté–. Dime. Si sabes algo que valga la pena, puedo hacerte un buen descuento en el libro.   Luciano parecía gritar sin emitir sonidos desde su escondite, mientras se agarraba la cabeza.   –No te conozco –dijo el hombre.   –Podría regalarte el libro…   –Tienes un bolígrafo –preguntó.   El sujeto anotó una dirección en un papel:   –Este viernes a las once de la noche. Ve solo.   –¿Puedo llevar a mi amigo Luciano?   Luciano se señaló el pecho y negó con la cabeza con mucha insistencia.   –No. Ve solo. Tu amigo es un farsante.   –Claro –dije–; él no es como nosotros. Los verdaderos conocedores del tema no necesitamos mostrarlo a los demás. La cuestión es aparentar ser un ciudadano común y corriente, no poseer señas particulares que pudieran ser de ayuda para distinguirnos.   –Exacto –dijo el hombre, e hizo un nuevo gesto similar a una sonrisa mostrando unos filosos dientes amarillos.     *     Tenía dos días hasta la noche del viernes, por lo que decidí aprovecharlos para continuar aprendiendo sobre el Wingakaw leyendo artículos en internet.   Lo encontré representado como un ser bestial con múltiples extremidades. De su cuerpo esquelético salían brazos, garras, pinzas…, y hasta poseía algunos miembros desconocidos en este mundo. Lo vi dibujado con cabeza de cabra, de alce y de ciervo.   Leí que es un demonio de las Américas, que era la deidad que faltaba a los principales demonios, como Astaroth y Azazel, sobre los que escribieron los pueblos semitas.   Algunos textos sostienen que Astaroth es el demonio de los placeres terrenales y es quien viene a establecer pactos con el hombre, mientras que Azazel casi no sale del inframundo, y son muy pocos los que han estado frente a él.   El Wingakaw, por otro lado, es la personificación de la naturaleza, una personificación monstruosa pero bella según sus devotos. Los indios kiokees sostenían que es el dios de la fertilidad, y hasta hay quienes dicen que es el espíritu de la tierra misma. Dicen. Muchas cosas dicen. Yo solo esperaba leer algo que me sirviera para no quedar como un ignaro el día en que conociera a aquellos adoradores.   Ese viernes por la noche fui al encuentro con el extraño sujeto. Luego me dijo que su nombre era Nemesio, aunque entendí que aquel no era más que un apodo.   Nemesio me estaba esperando en una calle oscura, en el interior de un automóvil pequeño y viejo. No sé de qué marca era, pero creo que era un auto ruso.   Junto a él estaba sentado un hombre mayor que parecía tener sangre de nativo americano; kiokee tal vez.   Quise sentarme en el asiento trasero, pero Nemesio abrió la puerta de adelante:   –No –dijo–. Siéntate con nosotros.   El kiokee se corrió hacia el medio y yo pude subir al vehículo.   Saludé, pero aquel hombre desconocido no dijo una palabra, ni en ese momento ni en todo el recorrido.   Íbamos apretados, pero ellos no parecían estar incómodos. En un momento sentí un olor desagradable y al voltearme vi que en el asiento de atrás había un carnero muerto.   No pude evitar hacer un gesto de repugnancia, pero entonces el kiokee me miró y preferí guardar silencio. Abrí un poco la ventanilla y respiré por ahí.   Creí que no podría tolerar el hedor, pero pronto tomamos la ruta, y con la velocidad y las ventanillas bajas el animal muerto no se olía tanto.   Por fin llegamos a un lugar en medio de la nada. Descendimos del vehículo y caminamos por el medio de un denso bosque hasta llegar a un claro. En el sitio habían puesto una tarima de madera, donde cinco hombres con túnicas negras dirigían a los que íbamos llegando.   «¡Oh, gran espíritu! No soy más que uno de tus hijos, soy pequeño y débil, soy carne y hueso, soy carne y hueso».   ... ...continúa en la quinta parte...


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