RASTRO DE SANGRE (1 de 2)

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La gente me pregunta si me da miedo viajar solo, pues las carreteras en las que me muevo están llenas de peligros. Me preguntan si soy consciente de mi buena fortuna, ya que jamás tuve un problema para realizar entregas recorriendo los rincones de todo México. Es cierto, soy afortunado. Muchos dirían que tengo un ángel que me protege, que viaja a mi lado en la cabina del camión.

En una ocasión debí transportar muebles de una mudanza de Veracruz a Michoacán; un viaje de novecientos kilómetros que me tomaría no menos de once horas. Decidí partir antes del amanecer y conducir durante todo el día. Era febrero, y si viajaba sin pausas llegaría a destino antes del ocaso.

Me detuve para llenar el tanque en una gasolinera solitaria al costado de la ruta. Todo estaba negro a mi alrededor; el sol aún se reusaba a hacer su aparición. Fui a abonar la carga de combustible, y cuando estaba por subir al camión oí unos ruidos que provenían de la parte de atrás del remolque. Tomé entonces el bate que guardo bajo el asiento y me acerqué en silencio con la intención de sorprender al ratero. Al llegar vi una joven muy nerviosa intentando abrir la puerta de mi tráiler.

La muchacha llevaba puesta una sudadera negra con una capucha en mal estado, de la que asomaban unos grasientos cabellos castaños. Aun así, se veía muy atractiva.

–Por favor, ayúdeme –me dijo–, necesito alejarme de aquí lo antes posible.

Yo me negué. No reacciono de buena manera cuando alguien intenta vulnerar la seguridad de mi vehículo.

He llevado a varias personas en mis viajes, es cierto, pero todas ellas me pidieron aventón en forma amable. Además, si bien era evidente que ella estaba en apuros, parecía que la estuvieran persiguiendo por haber cometido un crimen.

Mientras me insistía, la vi darse la vuelta repetidas veces, como si alguien estuviera a punto de atacarla por la espalda. Ni siquiera me preguntó a dónde me dirigía; estaba ansiosa por subir al camión y abandonar ese sitio para siempre.

En un último intento sacó de su bolsillo un manojo de billetes para dármelos a cambio de que la llevara. Los billetes estaban arrugados y algunos de ellos tenían manchas que sin duda eran de sangre. Aun así, tomé el dinero, pues era una buena suma, incluso era más de lo que me pagarían por el transporte de los muebles.

Le conté que me dirigía a Michoacán, y le pregunté si le servía. Ella asintió sin vacilar. Pude haberle dicho que me dirigía al mismísimo infierno y seguro me habría acompañado.

Cuando la invité a subir a la cabina me confesó que prefería viajar en el remolque junto con la carga, pues no quería arriesgarse a ser vista.

Le explique que el viaje sería largo, y yo suelo conducir durante varias horas seguidas sin detenerme, pero ella insistió en que estaba muy cansada, que había tenido una semana terrible y no había podido dormir en días, por lo que no tenía ningún problema con estar encerrada durante todo el recorrido.

Por suerte para la joven, entre los muebles que transportaba había varios colchones y sillones, donde podría acostarse y dormir con comodidad. Yo no habría podido oírla si precisaba algo, así que le prometí que en unas horas me detendría y le abriría la puerta. Al final le entregué una manta y también una cubeta, en caso de que…, bueno, tuviera la necesidad de una.

Enseguida arranqué el camión llevando a mi misteriosa pasajera, y conduje a paso firme durante horas.

El sol comenzó a elevarse detrás de mí, persiguiendo mi gran buque de acero mientras yo recorría la autopista infinita. Podía sentir cómo el astro quemaba la superficie terrestre, haciéndome sentir como una hormiga que huye de una lupa sostenida por un niño que gusta de achicharrar insectos. No vi a nadie en kilómetros, ni casas ni vehículos, solo árboles retorcidos y arbustos agonizantes a la espera de una lluvia salvadora. Deseé haber viajado junto a mi pasajera y así al menos tener una conversación. Podría haberme contado de dónde provenía y a dónde se dirigía, y quizás al conocerme un poco más se habría animado a decirme de qué estaba escapando. Nadie corre riesgos al confiarme sus secretos cuando viaja en mi camión. He llevado todo tipo de pasajeros, y algunos me han narrado vivencias terribles. Deben saber que sus relatos se quedarán allí mismo, en la carretera, y morirán conmigo, pues no soy más que un navegante en estas tierras, una parte del paisaje, al igual que esos arbustos agonizantes al costado de la ruta.

En estas tierras he tenido decenas de amores de una noche con mujeres que han viajado conmigo, y debo admitir que una parte de mí pensó en tener una aventura con la joven que llevé en el remolque. Pero aquel terminó siendo otro viaje en soledad; un día más en que los únicos sonidos que me acompañarían serían los de las ruedas girando sobre la carretera, las explosiones del poderoso motor de mi camión, y los riffs de guitarra del metal mexicano que acostumbro poner a todo volumen.

Llegué a Puebla marcando un muy buen tiempo. Era pleno mediodía y decidí detenerme para almorzar antes de continuar conduciendo. Al bajar abrí la puerta del tráiler imaginando que la joven estaría desesperada por descender, pero la hallé acostada en un colchón apoyado en el suelo, cubierta con la vieja manta que le había prestado.

Me contestó sin siquiera asomar la cabeza; me dijo que estaba bien, pero seguía muy cansada y solo deseaba dormir. Me agradeció por la preocupación, pero prefirió esperar a descender en la siguiente parada.

Almorcé rápidamente en una parrilla al costado de la ruta y enseguida regresé al camión para continuar avanzando. No volví a tener la necesidad de detenerme en las siguientes cuatro horas, y tenía pensado continuar así hasta terminar el viaje. Si seguía con aquel ritmo, llegaría a destino poco antes de se pusiera el sol, pero al cruzar la frontera de Michoacán me detuvieron unos policías.

Habían colocado unas vallas sobre la ruta, y supuse que se trataba de un operativo, como los que acostumbran realizar cuando están en la búsqueda de un criminal que se dio a la fuga.

Saludé al oficial, pero él no contestó. Tampoco me pidió el registro ni los papeles del camión, solo me miró fijo y me ordenó que descendiera del vehículo.

–¿Qué lleva en el camión? –me preguntó de mala manera.

Era un sujeto delgado, ojeroso y de mirada lasciva. Hizo un gesto con la cabeza y enseguida se acercaron otros dos hombres armados. Uno era alto, con una barba de varios días, y el otro era un chaparro que llevaba puesta una camisa cuyos botones evidenciaban que era demasiado pequeña para ser suya. Aquellos hombres no eran policías, eran piratas del asfalto.

 

...

...continúa en la segunda y última parte...


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