RASTRO DE SANGRE (2 de 2)
Por Federico Rivolta
Enviado el 30/03/2024, clasificado en Terror / miedo
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Sentí un malestar en el pecho, como si algo estuviera caminando por mi interior, y una nube sorda me envolvió por un momento.
–No llevo nada de valor –dije al fin–, solo unos muebles viejos.
–Este es un tráiler muy grande –dijo el más delgado–, tiene que haber algo interesante aquí dentro.
Caminé hacia la parte de atrás como quien atraviesa el patíbulo. Los tres sujetos me seguían de cerca, y al mirarlos de reojo noté que tenían las manos preparadas para desenfundar sus armas ante mi menor intento de jugar al héroe.
Sentía que ya estaba muerto, y que cada paso que daba era el último, pues al intentar dar el siguiente me desplomaría. Solo era cuestión de segundos para que me disparasen en el cráneo desde atrás, en un impacto tan rápido que no me causaría dolor alguno.
Llegamos al final de mi marcha fúnebre y nos paramos frente a las puertas traseras del remolque.
El viento soplaba seco, arrastrando consigo un leve olor a madera quemada.
–Por favor –les dije–, soy un hombre de familia.
Lo cierto es que no he visto a mi hija en años, pero hay un acuerdo no escrito de que quienes vivimos solos no tenemos derecho a pedir nada a la sociedad. De todas maneras, aquella mentira no cambió el semblante de los ladrones, que seguían esperando a que abriera el camión mientras mantenían las manos a centímetros de sus armas.
–¡De acuerdo, señores! –dije alzando la voz dirigiéndome más hacia la puerta del tráiler que hacia los tres sujetos–. Abriré y verán que no llevo nada de valor.
Tenía la esperanza de que la joven, si seguía durmiendo, se despertaría al oírme, dándole tiempo de ocultarse. No quería imaginar lo que esos hombres serían capaces de hacerle si la encontraban acostada.
El sujeto delgado ordenó a los otros dos que subieran para revisar el contenido del tráiler. Se trataba de un remolque de catorce metros, y desde abajo no se podía ver todo lo que llevaba.
Yo solo podía imaginar dos finales para aquella historia. Podían dispararme y llevarse el camión dejándome desangrar a un costado de la ruta, o podían decidir que aquella carga no valía la pena, y dispararme de todas maneras, pero sin llevarse el camión. Ya nada más un milagro podía salvarme. Esos revólveres no eran ornamentales; y todos saben que en aquellas carreteras desérticas las balas no emiten sonido, porque nadie las escucha.
Me quedé con el sujeto delgado, que no me quitaba la mirada de encima. De pronto se oyeron unos ruidos veloces, como si una ráfaga de viento hubiese atravesado el interior dentro del camión.
El sujeto gritó a sus compañeros preguntándoles si habían encontrado algo, pero no le contestaron. Luego me miró y desenfundó su arma:
–¿Hay alguien allí dentro?
Justo cuando me estaba apuntando, algo lo sujetó del rostro y lo introdujo al camión en un instante. Fue una mano, o más bien una garra, que se clavó en sus ojos y lo arrancó del suelo con una fuerza sobrehumana.
Me quedé paralizado mientras oía los gritos de aquel malviviente. No podía ver directamente lo que estaba ocurriendo, pero había un gran espejo atado a un ropero, en el que se veía un cuerpo convulsionando. Pude notar que tenía una criatura encima que le estaba succionando la sangre de una mordedura en su cuello, pero ese ser carecía de reflejo. Segundos después el cadáver salió disparado del camión. Enseguida otro más fue expulsado de la misma manera. Ambos estaban destruidos, con múltiples heridas y fracturas, como si una enorme bestia los hubiera atacado. Luego el tercero y último también cayó al suelo, volando varios metros por encima de mí.
Tras eso oí a la muchacha hablarme desde adentro del remolque, pero su voz sonó un poco más profunda que la primera vez que lo hizo:
–Cierra las puertas –me dijo–, aún es de día.
Cerré el tráiler sin pérdidas de tiempo y enseguida encendí el camión para continuar conduciendo. Recuerdo que faltaban menos de doscientos kilómetros para llegar a mi destino, pero esas dos horas de viaje se me hicieron eternas. Ni siquiera encendí el estéreo; preferí viajar en silencio y no hacer nada que pudiera alterar el sueño de mi temible pasajera.
Cuando por fin llegamos el sol ya se había ocultado. Me detuve en una gasolinera y la joven descendió del tráiler. Noté que tenía un poco de sangre en la comisura de los labios, y le hice un gesto con el dedo para que se la limpiara. Se pasó la lengua, y pude ver entonces sus colmillos blancos como la luna.
Nos agradecimos mutuamente, y decidí devolverle el dinero que me había entregado. Me habría sentido culpable cobrándole por aquel viaje, yo solo la había llevado; ella, en cambio, me había salvado la vida.
La gente me pregunta si me da miedo viajar solo, pues las carreteras en las que me muevo están llenas de peligros. Podría decirse que soy afortunado, pues siempre logro llegar a destino. Muchos dirían que hay algo que me protege. En ocasiones es un ángel, que viaja a mi lado en la cabina del camión, pero hay veces que me acompaña algo mucho más oscuro.
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FIN
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