Lo que esconden las hojas llenas de palabras

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       Laura aceptó la invitación de su vecino. 

         Carlo, italiano de nacimiento e hijo de madre española, era aficionado a escribir. Su conversación, correcta, estaba llena de prolongados silencios, silencios que a juicio de la mujer, escondían secretos.

       Laura aceptó la invitación movida por la curiosidad.

        La casa estaba decorada a la antigua. Muebles de madera, algunos de los cuáles habían sido testigos de por lo menos siglo y medio, adornaban un pequeño y coqueto salón que olía a sillón de cuero y a rosas naturales. Una puerta entornada daba acceso a la cocina, demasiado moderna para aquel lugar. Otra puerta, cerrada, daba acceso al cuarto de baño, o por lo menos eso dijo Carlo, lacónico, mientras presentaba, como buen anfitrión, a su querida casa. Tras otra puerta se hallaba el dormitorio dónde largas cortinas de terciopelo azul colgaban del techo y tocaban el suelo ocultando pared y ventana. La cama, cubierta por una colcha del mismo color, era amplia. "Suficiente para dar servicio a dos personas." pensó Laura sorprendida y temerosa de que aquella idea que había pasado por su cabeza se reflejara, traidora, en su rostro.

 

- ¿Y qué hay ahí? - dijo aliviada de encontrar un pretesto para apartar de su mente ciertos pensamientos.

Carlo, sin mediar palabra, hizó un gesto invitándola a entrar.

La mano de Laura accionó el picaporte.

Entró al cuarto.

       Sobre una mesa, en maravilloso desorden, se hallaban hojas y hojas escritas a mano. Hojas con historias que nunca verían la luz, hojas de las que escapaban los gritos de un condenado al látigo, hojas que saltaban entre épocas, relatos de princesas y campesinos. Hojas llenas de deseos y suspiros, de lágrimas y risas, hojas llenas de momentos íntimos y de grandes gestas. Hojas de cruda realidad, de fantasía y ciencia ficción, de pequeñas y grandes historias, hojas que albergaban mundos en los que todo era posible.

        Laura tomó asiento en una silla y al azar, eligió una de las hojas y comenzó a leerla en silencio. Con un suspiro dejó el texto a un lado de la mesa y eligió otro y luego, sin darse tregua, otro. Y de esta guisa, de relato en relato, estuvo casi tres horas ausente.

        Al levantarse, notó una pierna dormida que la hizo perder el paso y apoyar la mano, como si de una muleta se tratase, en el respaldo de la silla. El entumecimiento fue, afortunadamente, temporal, y en un minuto recobró el control de su cuerpo. 

Carlo, que se había ausentado, volvió al cuarto y tomo la palabra.

- ¿Qué te ha parecido? -

La mujer dudo un momento antes de contestar con tres adjetivos que escondían un cumplido.

- Personal, íntimo, mágico.

Fuera, los últimos rayos del sol hacía tiempo que se habían ido a dormir.

       Laura buscó la puerta de salida con la mirada, consciente de la mirada silenciosa de Carlo que parecía interrogarla.

Sabía que si le miraba estaba perdida, que si le miraba en ese instante, sucumbiría.

  Caminó hacia la puerta y en el último instante, antes de abrir, le miró para decir adiós.

Ese "adiós" nunca llegó a verbalizarse, ese adiós se convirtió en beso.

Fin


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