EL CONFESIONARIO DEL DIABLO (2 de 2)

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Un monaguillo buscó al padre Ignacio para informarlo de la tragedia, pero no lo pudo encontrar. Comenzó a gritar su nombre y hasta fue a buscarlo a su casa, detrás del templo. El párroco tampoco estaba allí, y los otros miembros de la iglesia supusieron que algo le había ocurrido, ya que él no era de desaparecer de esa manera, y dieron aviso a la policía.

Esa tarde no había oficiales disponibles, ya que, además del accidente de la señora de Aragón, hubo un altercado en una cantina. Esa tarde se jugaba el clásico: el Atlético de Santa Fe conta el Sportivo Saccheri, y hubo una pelea en la que un hombre había muerto. Según se dijo, el sujeto había comenzado a agredir a todos sin motivo, hasta que alguien lo golpeó en la cabeza con una silla de metal. Aquello le ocasionó una herida en el cráneo, y falleció antes de que llegara la ambulancia.

Ya estaba oscureciendo cuando por fin unos oficiales se acercaron a la iglesia para tomar la denuncia de la desaparición del sacerdote. El padre Ignacio era muy apreciado, y varias familias fueron para ayudar en la búsqueda.

Alguien dijo que lo último que supo fue que había ido al confesionario. Un pequeño monaguillo dijo que ya lo había buscado allí, pero luego recordó que solo lo llamó desde afuera, sin mirar si realmente estaba allí dentro.

Todos se acercaron al confesionario, y al correr la cortina encontraron al cura sin vida. Su rostro estaba marchito, y sus ojos se secaron, quedando demasiado pequeños para sus cavidades. Toda su piel se veía de color verde oscuro, como si su sangre hubiese sido sustituida por veneno.

Enseguida la policía comenzó a buscar testigos y a averiguar quiénes se quedaron luego de la misa para confesarse con él.

El monaguillo dijo ver a una mujer en la fila, la recordó porque era muy obesa. Ella había sido la segunda en confesarse. Lamentablemente dieron con su paradero demasiado tarde; había ido a cenar con su familia a un restaurante, donde murió atragantada. «Estaba fuera de sí», contó su esposo entre lágrimas, «le pedí que por favor se detuviera, pero comía y tragaba sin masticar». La señora terminó desplomándose sobre la mesa, y de allí había rodado hasta el suelo, imposibilitando todo intento de reanimación.

Parecía que no quedaban más testigos vivos de las últimas horas del padre Ignacio, hasta que, pasada la medianoche, una mujer llamó a la comisaría. Dijo que su marido se había confesado ese día, y estaba en su casa. Dio la dirección y luego cortó la llamada.

Cuando los oficiales llegaron al sitio, golpearon la puerta, pero nadie atendió, y debieron derribarla. Pronto sintieron ganas de salir corriendo de allí. La pestilencia era insoportable, y todos estaban seguros de que encontrarían un cadáver con varios días de descomposición. De hecho, temieron encontrar una escena de morbo extremo, con varios cuerpos desmembrados, ya que todo el lugar estaba invadido por las moscas. Pero de pronto se encontraron frente al dueño de casa, que estaba solo, agonizando en su cama.

El hombre estaba cubierto en sudor, con la piel llena de heridas supurantes. La sábana tenía manchas oscuras de sangre, sobre todo en la zona genital.

Los oficiales se acercaron apuntando con sus armas, pero enseguida se dieron cuenta de que aquel individuo no era una amenaza para nadie, y prefirieron cubrirse la boca y la nariz con sus brazos para no tragar de lleno ese aire nauseabundo. El detective preguntó al sujeto por qué no había ido a un hospital:

–Lo mío no tiene cura –dijo el hombre mientras salía sangre infecta de las ampollas de su rostro–, yo mismo dicté mi sentencia cuando ingresé al confesionario.

Había contraído una enfermedad venérea hacía una semana tras tener relaciones extramatrimoniales, por lo que tomó la decisión de disculparse con su esposa, y también con Dios. Pero ninguno de los dos lo escuchó, y ambos lo abandonaron.

–Allí dentro no estaba el padre Ignacio –continuó el individuo–. No sonaba como él. Su tono era grave, y se volvía más profundo a medida que le contaba mis historias. Pude notar lo mucho que disfrutaba oírlas… «Cuéntame más», me decía, «¡Cuéntame más, pecador!».

Aquel moribundo fue el último en ingresar al confesionario, y fue él quien había dicho a los que estaban esperando para pasar, que el tiempo de confesión ya había terminado; no porque así se lo había señalado el párroco, sino porque él no quería que nadie más viviera aquella experiencia.

–A esta altura no me importa si me creen o no –dijo el hombre con su último aliento–, pero al abrir la puerta del confesionario vi su silueta detrás de la rejilla. No tenía los ojos oscuros del cura. Sus ojos eran amarillos y brillaban en la oscuridad.

De repente las sábanas se llenaron de un líquido negro; algo estalló en la zona inguinal del pobre sujeto, y enseguida falleció frente a los ojos desorbitados de los oficiales.

No había más testigos de lo ocurrido aquella tarde, y jamás se supo de qué murió el padre Ignacio. La policía dio como horario de defunción las doce del mediodía, justo al inicio de las confesiones. No había pruebas, pero a todos les pareció imposible que el cálido sacerdote hubiese sido quien trató a los seguidores de esa manera. Fue alguien más quien estuvo sentado en aquel cubículo, riendo, escuchando a los creyentes, pero no para expiarlos de sus culpas, sino para castigarlos por éstas.

Días después varias familias se reunieron en la iglesia, y se propusieron diversas ideas para destruir el confesionario, pero nadie se atrevió a llevarlas a cabo. El artefacto fue entonces transportado otra vez a la vieja iglesia, donde aún continúa en pie, cubierto por un manto, esperando al próximo que intente limpiarse de pecados.

.

FIN


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