El reloj marcaba las diez de la mañana cuando Javier abrió la cortina de la tienda. Esperaba ver lo de siempre: madres con sus hijos entrando y saliendo, hombres comprando a último momento un pastel o un ramo de flores, el bullicio de una fecha especial. Pero no. Las calles estaban tranquilas, casi como cualquier otro viernes, y en el local apenas entraron un par de clientes buscando refrescos y pan dulce.
"Qué raro", murmuró, mientras acomodaba con esmero las charolas de comida caliente, esperando que al mediodía repuntara la venta. Pero pasaron las horas y nada cambió.
Recordaba otros años con nostalgia. Desde temprano se formaban filas para llevar tamales, guisados y pasteles. Los aromas de la cocina se mezclaban con las risas de los niños y los saludos apurados de quienes llegaban con prisa, tratando de sorprender a mamá. Era un caos encantador. Pero hoy… hoy parecía que el Día de las Madres se había esfumado.
Una señora mayor, doña Lucha, clienta de siempre, se acercó al mostrador. “¿Y ahora? ¿Dónde está toda la gente?” preguntó, levantando las cejas. Javier solo encogió los hombros. “Parece que este año no hubo fiesta”.
Ya después, mientras se servían un café en la parte trasera del local, la conversación giró hacia una teoría que Javier venía rumiando desde hacía tiempo.
“Yo creo que como ahora las mujeres ya no quieren que las vean solo como madres, como amas de casa, como las que cuidan y dan… ya no les gusta tanto eso de que el 10 de mayo sea su único día especial. Quieren igualdad. Y eso está bien. Pero pareciera que con eso, también se ha ido la celebración”.
Doña Lucha asintió lentamente. “Puede ser… pero también creo que muchas madres están cansadas. Antes, una esperaba ese día porque era de los pocos en que te reconocían. Ahora, muchas jóvenes ya no aceptan que solo les celebren por ser madres. Quieren que las valoren siempre, no un solo día al año”.
Ambos se quedaron en silencio. Javier pensó en su propia madre, ya fallecida, y en cómo siempre se esmeraba en celebrar el día, incluso cocinando para los demás. Pensó en su hija, recién entrada a la universidad, que hablaba con palabras nuevas: equidad, independencia, romper estereotipos. Y entendió algo: el mundo estaba cambiando.
Quizás la tienda estaba vacía porque la gente ya no celebraba con comida comprada, sino con conversaciones más sinceras. Tal vez ahora se valoraba más el tiempo que el gasto. O quizás la economía, la prisa y los nuevos valores se combinaron para hacer de este 10 de mayo un día más tranquilo, pero no necesariamente menos significativo.
“No está mal que cambien las cosas”, dijo Javier en voz baja. “Solo hay que entenderlas”.
Doña Lucha asintió. “Y adaptarse. Porque madre o no, mujer o no, todos queremos lo mismo: ser valorados de verdad, todos los días”.
Javier sonrió, y aunque la tienda siguió vacía el resto del día, en su corazón sintió que había comprendido algo importante. Porque a veces el amor no se mide en filas ni en ventas, sino en entender los nuevos silencios del mundo.
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