George abrió los ojos y miró las sombras bailando en el blanco techo de su cubículo. Las tediosas sombras chinescas ejecutaban danzas incomprensibles y los chispazos de luz rompían la continuidad de los movimientos naturales de aquellas sombras que sustituían a la realidad.
El cuadrilátero de la pantalla sustituyó en su retina a las cavernarias imágenes platonianas. George O. miró uno de los números en un punto del teclado virtual bajo el monitor. Un flash hizo aparecer un tres en el ángulo derecho y los rasgos caucasianos sustituyeron el rostro negro que anteriormente ocupaba el centro de la pantalla. George pensó que la bella cara africana anterior era más agradable que la boca plana de labios rectos del hombre rubio de ahora, y volvió a llevar su mirada al número siete. La chica negra continuaba recitando el informativo. George de sintió reconfortado al ver el brillo inteligente de sus iris oscuros. Todos los televidentes habituales del canal siete sabían que su nombre era Kathleen Castorn, que tenía veintitrés años y su pareja era una australiana mayor que ella y ambas vivían en Brisbane.
Las imágenes en el televisor seguían mostrando los éxitos espaciales del conglomerado internacional. En Marte se preparaba el lanzamiento de la primera flota estelar con destino a Alpha Centauri. El desfile de caras de los cosmonautas de sucedía, uno tras otro; seiscientas mujeres y ochocientos cinco hombres. El destino era un pequeño satélite de un sistema doble, en cuya capa interior, a sólo doscientos metros de profundidad, los robots Mercalia-3 habían discernido la mayor concentración de minerales estratégicos necesarios para la fabricación de nuevos toposbomba capaces de alcanzar la capital de Manchuria.
El repetitivo ciclo de información le resultó aburrido y regresó al canal tres. Allí continuaba Ingo Washington con su forma casi impasible de recitar el promotor informativo. Washington le disgustaba más, pero los publicitarios intercalados de su canal le gustaban más que los del canal siete, a pesar perder la sensual presencia de Kathleen. Durante la hora que George necesitaba para desayunar y prepararse para salir a la calle, dispuesto a la jornada de quince horas en el hortículo 413 donde prestaba servicio, podía disfrutar de su gran pasión, los detallados informes sobre automóviles metálicos del siglo XX. Le fascinaban sus bellos colores hoy imposibles de imitar en las carrocerías de acero inoxidable, cuyas reservas ya se habían extinguido en el XXII. Los rígidos parachoques plateados, los brillantes espejos retrovisores fijados por invisibles tornillos bajo el cuerpo sólido y pesado, las formas particulares y diferenciadas de cada firma y modelo, el aspecto de los asientos... Un estremecimiento recorría su espina dorsal cuando contemplaba aquellos mágicos vehículos tan personalizados por los distintos ingenieros de cada empresa (entonces existían muchas empresas, pequeñas, medianas y grandes que competían entre sí para ganarse la confianza de los clientes de entonces; algo que hoy cuesta creer. El derroche de bienes, infraestructuras y energía humana necesaria sería imposible en el mundo actual, con la incomparablemente menor población de la Tierra, causada por la guerra permanente, y la escasez de materiales de todo tipo.
Algo que sólo percibía interiormente le causaba una sensación de agotamiento y abulia, pero no podía definirla. Desnudo en el baño podía disfrutar de la tranquilidad de no escuchar los informativos del televisor. Aunque George no se lo decía a nadie, más que a Maggie en la intimidad, no creía una sola palabra de las que vertían por las pantallas. «Si cambias de canal, la variación entre la información que ofrecen los cincuenta canales no existe, Mag; todas dicen lo mismo. Cambian las voces, el color de la piel, la entonación, la forma de los rasgos faciales, la vestimenta de las locutoras y locutores, pero la esencia es idéntica. ¿Te has fijado en que las imágenes son iguales en todas las cadenas? Y también los comentarios... con otras palabras, pero iguales.»
George bajo el chorro vaporoso de la ducha tuvo un chispazo de ingenio. Se acordó de la lecturas clásicas en la Universidad. Había un llamativo y evocador personaje, un ser misterioso que se suponía era de género femenino, la Sibila. Ese exótico ser —¿mítico?— poseía el don de la adivinación, de anticipar los acontecimientos y los giejes acudían a una especie de templo, en una gruta o algo así, en la cual podían consultar sus inquietudes entregando una ofrenda a cambio. Ahora, se dijo George frotando sus miembros masculinos con la manopla de baño, ofrendamos nuestro tiempo libre permanente a una diosa esclavizante. La telesibila es la dueña absoluta de nuestra mente. La ley constitucional de la Confederación Oeste —George sospechaba que en la Federación Sureste vivían bajo la misma o similar reglamento— obligaba quien tuviera la Carta de Ciudadanía mantuviera, bajo pena de exclusión de los beneficios sociales —vivienda, trabajo, servicios sanitarios, educación, asilo para una muerte fácil, derecho a uso de androides— el televisor permanentemente encendido. Era el deber comunitario básico, estar informado continuamente de los sucesos sociales, científicos, económicos y bélicos de la Confederación. Día y noche los aparatos de información estaban emitiendo sus espacios para la ciudadanía. George cerró la salida del agua y salió de la ducha empapado, para colocarse bajo el canal de secado que activó con el índice en dirección al botón verde. Sus labios dibujaron una sonrisa cuando recordó que un tal Orwell había imaginado en 1948 un mundo (¿Mundo feliz, se llamaba ...o 1948...?) en el cual un aparato, parecido a la pantalla de los cubículos, podía controlar todos los movimientos de los habitantes de cada uno de los viejos apartamentos en los cuales vivían los ciudadanos, bajo la mirada escrutadora de un hermano mayor considerado infalible. Ahora, se dijo George, somos nosotros quienes vivimos permanentemente mirando a los minidioses que nos dicen qué y qué no es la verdad. Y a diferencia de ese mundo feliz 48, la información no se construye y deconstruye continuamente como escribió su tocayo; sino que se emite y al cabo de unas horas ya se ha olvidado, siendo sustituida por otras nuevas informaciones que sepultan las anteriores a una velocidad de crucero.
George se vistió con el uniforme verde de la compañía y miró por la ventana. Abajo, en el patio circular de los vecinos, las ratas se peleaban con chillidos agudos por los trozos de pan y otros restos de comida, que los niños de las escaleras que formaban el conjunto residencial, les lanzaban para divertirse.
Llamó con el índice el ascensor. Cuando salió a la portería vio a Doreen, con su pulido rostro pálido y sus bellos ojos azules. De pie junto a la puerta de cristal. Al pasar junto a ella ambos se saludaron ritualmente. La boca dúctil de Doreen sonrió afectuosamente y le preguntó: «¿Quieres copular conmigo esta noche George? Por ahora nadie me ha pedido que suba a su cubículo.»
George respondió: «Me encantaría, Doreen, pero tráete también a Stephànie, si todavía nadie ha requerido su compañía. La noche del viernes con las dos; lo pasé genial.»
George salió a la acera transportadora en sentido norte y caminó lentamente en dirección a la confluencia de los puntos G40 y F15. Por encima de su cabeza, la cúpula transparente comenzó a teñirse de nubarrones grises.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales