Un mes mas

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Cuarenta y dos años de trabajo. No eran pocos. Eran más bien una vida entera. Julián lo sabía porque los sentía en la espalda, en las rodillas, en las madrugadas donde se despertaba antes del despertador, como si su cuerpo ya no necesitara ayuda para cumplir la rutina.

Ese lunes, como tantos otros, entró a la fábrica a las 6:55 a.m. Su tarjeta marcó el ingreso con el mismo chirrido que escuchaba desde los años ochenta. “Te falta poco”, le había dicho su jefe la semana pasada. “Nada más aguanta un poco más, la edad mínima es a fin de año”. Julián tenía 63, pero la regla interna pedía 64 para jubilarse con todos los beneficios. Le faltaban tres meses. Solo tres. Pero él ya no quería ni uno más.

No era que odiara su trabajo. Al contrario, le tenía cariño. Lo había visto cambiar de dueños, de nombres, de colores en el uniforme. Había entrado siendo un joven con bigote y sueños, y ahora lo miraban los nuevos empleados como si fuera un mueble antiguo. Un símbolo viviente. Un ejemplo, decían. Pero Julián ya no quería ser ejemplo de nada. Quería despertar tarde, desayunar sin prisa, caminar por la plaza con las manos en los bolsillos, escuchar música sin el ruido de fondo de las máquinas.

—¿Cómo va la línea? —le preguntó Luis, su compañero más cercano.

—Igual que ayer —respondió Julián sin mucho ánimo.

Pero había algo que no le permitía simplemente dejar todo y largarse. Y no era el dinero. Era ella.

Rosa. Su esposa desde hacía casi 40 años. Ella trabajaba en otro departamento, en administración. No se veían todo el tiempo, pero coincidían al menos dos veces al día: en la cafetería a las 9:30, cuando él iba por su café, y a las 3:00, cuando ambos salían al patio por un respiro. Esos momentos eran su oasis. A veces no hablaban de nada importante. Solo compartían una mirada, una queja del día, una sonrisa. Pero si él se iba… esos pequeños momentos también desaparecerían.

—¿Ya estás seguro? —le preguntó Rosa esa tarde, cuando coincidieron en la banca junto a los árboles.

Julián se encogió de hombros.

—Estoy cansado. No quiero seguir. Pero no quiero estar lejos de ti.

Ella lo miró con ternura.

—Julián… no vamos a estar lejos. Me tienes en la casa, en la tarde, en la noche, en la vida.

Él bajó la mirada. No era lo mismo. No era lo mismo verla con su gafete colgado, con su libreta en la mano, cruzándose en los pasillos. No era lo mismo compartir ese mundo que tanto les había costado construir juntos. Tenían miles de recuerdos allí dentro. El día que él se cayó en el almacén y ella corrió desde oficinas para verlo. El día que ella ganó un premio por antigüedad y él la aplaudió con orgullo. El día que comieron juntos pastel en su aniversario sin que nadie lo supiera.

Eso también era amor. No solo las cenas en casa o los abrazos en la noche. También lo era verla a través del cristal de la oficina y saber que estaban en el mismo barco.

—No quiero estar sin ti —dijo él con sinceridad.

Ella le tomó la mano.

—Pero yo quiero que estés bien. Si tú estás cansado, si tú ya no puedes más… entonces es momento. La fábrica no es todo lo que somos.

Él no respondió. Solo apretó su mano, como si con eso pudiera retrasar el tiempo.

Los días siguientes fueron iguales. O casi. Cada paso hacia la fábrica le pesaba más. A veces se quedaba un segundo de más mirando a Rosa cuando la veía en la distancia. Como si necesitara memorizarla en ese entorno. Empezó a escribir una carta de renuncia, sin fecha, sin firma. La guardaba doblada en su cajón. La leía cada mediodía y luego la volvía a guardar.

Una tarde, sin que nadie se lo pidiera, fue al departamento de recursos humanos a preguntar qué pasaba si se iba antes de la edad mínima.

—¿Quieres irte ya, don Julián? —le preguntó la encargada con tono casi de asombro—. No pierdes la pensión, pero sí un pequeño porcentaje del bono de antigüedad. ¿Estás seguro?

No respondió. Solo asintió.

Salió de la oficina con un nudo en el pecho. En el fondo, sí estaba seguro. Lo que no sabía era cómo despedirse del lugar… y de Rosa en ese contexto. No quería que su última vez en la banca fuera una despedida.

El viernes siguiente no fue a trabajar. No porque estuviera enfermo, sino porque había decidido presentar la carta firmada. El lunes ya no volvería.

Ese día, sin embargo, sí fue a la fábrica. Vestido de civil, sin uniforme, sin prisa. Se acercó a la entrada y pidió permiso para ver a su esposa. Ella no sabía nada.

Cuando ella lo vio, se le llenaron los ojos de sorpresa.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

—Vine a despedirme de ti —dijo él, con una media sonrisa—. Hoy fue mi último día… aunque no vine.

Ella tardó unos segundos en entenderlo. Luego se levantó y lo abrazó fuerte, como si con eso quisiera retenerlo en ese lugar un poco más.

—Voy a extrañarte —dijo ella.

—Y yo a ti. Pero te espero en casa. Con café, con pan, con historias nuevas. Ya nos tocaba vivir otras cosas.

Ella no lloró. Sonrió con tristeza, pero con amor.

Y él se fue caminando despacio, como quien deja un lugar donde fue feliz, pero ya no pertenece. A la salida, se volvió una vez más para mirar la fábrica. Era la misma de siempre. Pero ya no era suya.

Por primera vez en mucho tiempo, Julián se sintió libre.

Y aunque le dolía no volver a ver a Rosa entre pasillos, sabía que su historia juntos era mucho más grande que cualquier fábrica. Era una historia que seguiría escribiéndose, día con día, en la tranquilidad de su hogar, en las caminatas al parque, y en cada conversación sin reloj ni horario.

Porque el amor, como el trabajo, también se construye. Pero al amor, a diferencia del trabajo, uno no se jubila jamás.


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