Mundos Paralelos

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Un día soleado en Cancún, Judith decidió llevar a sus hijas a pasear por la zona turística. El mar brillaba como una joya bajo el cielo despejado, y el calor se sentía soportable gracias a la brisa del Caribe. Después de caminar un rato, llegaron a las famosas letras de colores gigantes que decían “CANCÚN”, donde todos los visitantes se detenían a tomarse fotos.

Judith, como todos, se colocó entre las letras mientras una de sus hijas se preparaba para tomarle una fotografía. Justo cuando sonrió para la cámara, una voz desconocida la interrumpió.

—¿Tú eres Judith?

Judith volteó sorprendida. Frente a ella había una mujer de unos sesenta años, delgada, con el cabello recogido en un chongo apretado y un vestido beige que parecía sacado de otra época. Su rostro era sereno, pero sus ojos reflejaban una intensidad extraña.

—Sí, soy Judith... —respondió con cautela—. ¿Nos conocemos?

—Soy Lilia Mora —dijo la mujer, como si ese nombre debiera significarle algo.

Judith frunció el ceño. El nombre no le sonaba familiar.

—Lo siento, no creo conocerte —dijo con amabilidad.

La mujer la miró fijamente, con una mezcla de sorpresa y decepción.

—¿De verdad no me recuerdas?

Antes de que Judith pudiera responder, el teléfono de Lilia sonó. Era un modelo antiguo, de esos con tapa que apenas se veían ya. Contestó con rapidez, dando unos pasos hacia un lado. Aunque hablaba en voz baja, Judith alcanzó a escuchar algunas palabras.

—...sí, te juro que la tengo enfrente... está aquí, en Cancún... no, no estoy equivocada, ¡es ella! —Lilia hablaba con urgencia.

Judith miró a sus hijas, que también se veían confundidas.

—Mamá, ¿quién es? —le preguntó la menor.

Judith negó con la cabeza. No lo sabía.

Lilia colgó de pronto, guardó el teléfono en su bolso y, con un último vistazo cargado de emoción, dijo:

—Perdón… debo irme.

Y sin más, se alejó entre la multitud, como si se desvaneciera entre la gente.

Judith se quedó inmóvil por unos segundos. La sensación de extrañeza era profunda. No solo por la mujer que aseguraba conocerla, sino por la forma en que se fue, como si estuviera huyendo o… como si hubiera confirmado algo importante.

—Qué raro todo esto… —murmuró Judith.

Durante el resto del día, no pudo dejar de pensar en aquella mujer. El nombre Lilia Mora no le decía nada, y sin embargo, había algo en ella que le resultaba inquietantemente familiar. Como si la hubiese visto en sueños o en otra vida.

Esa noche, ya en el hotel, mientras sus hijas dormían, Judith buscó en internet el nombre Lilia Mora. Encontró resultados variados: una escritora, una profesora, una pintora... pero ninguna de ellas coincidía con la mujer que la había abordado.

Pensó en dejarlo pasar. Probablemente era un caso de confusión, una mujer que la había confundido con alguien más. Pero había algo que no encajaba. ¿Por qué se había mostrado tan segura de que era ella? ¿Y quién era la persona al otro lado de la llamada que insistía en que no podía ser?

Judith se preguntó si había algo que estaba olvidando. ¿Y si esa mujer había formado parte de su pasado de algún modo? ¿Un recuerdo reprimido, una historia no contada?

Pasaron los días, regresaron a casa, y aunque la vida siguió su curso, la escena en las letras de Cancún se quedaba clavada en su mente como una astilla.

Un mes después, mientras organizaba unas cajas viejas en su clóset, encontró una libreta escolar de cuando era niña. La hojeó con nostalgia hasta que, en una de las hojas, leyó un nombre escrito con letra infantil: “Mi amiga Lilia M.”

Su corazón dio un vuelco.

No recordaba haber tenido una amiga con ese nombre. Ni en la escuela, ni en la infancia. Pero la letra era suya, sin duda. Abrió más hojas. Había pequeñas notas, dibujos y frases como “Lilia vino hoy”, “jugamos en el jardín” o “Lilia dice que nadie más la ve”.

Judith se sentó en el suelo, sintiendo un escalofrío. Era como descubrir un hueco en su memoria.

Buscó entre otras libretas, álbumes, cualquier cosa que pudiera explicarle quién era Lilia Mora. Encontró una foto vieja, en blanco y negro, donde aparecía una niña pequeña de espaldas. En el reverso decía “Judith y Lilia, 1989”.

—¿Cómo es posible? —susurró.

Recordó entonces algo que su abuela solía decir cuando hablaba de “cosas raras”: que a veces, en momentos especiales, los mundos se tocan. Como si existieran otros hilos de la realidad, otras versiones de nosotros mismos, otras historias sucediendo al mismo tiempo.

¿Y si Lilia no era de este mundo? ¿Y si de alguna forma, había venido de otro plano donde Judith y ella sí se conocieron, donde fueron amigas, y por alguna razón, logró cruzar hacia este lado por un momento?

La conversación telefónica que escuchó en Cancún cobraba otro sentido.

—“No puede ser ella”… —recordó.

Quizá, en ese otro universo, Judith ya no existía. O tal vez no había viajado a Cancún. Tal vez… nunca creció.

Una noche, Judith soñó que caminaba por un jardín lleno de girasoles. En el centro, había una banca blanca, y en ella, una mujer la esperaba: era Lilia. Pero ya no era una anciana, sino una joven, de su misma edad.

—Sabía que volverías a recordarme —dijo, sonriendo.

—¿Quién eres realmente? —preguntó Judith en el sueño.

—Fui parte de tu vida una vez. En otro lugar. En otra historia. Pero incluso cuando las realidades cambian, los vínculos no desaparecen.

Judith despertó con lágrimas en los ojos, pero con el corazón tranquilo.

Quizá nunca sabría la verdad completa. Tal vez no importaba. A veces, la vida nos regala encuentros que desafían la lógica, pero nos dejan una certeza: hay más de lo que podemos ver o entender.

Y desde aquel día, cada vez que alguien le hablaba de universos paralelos o memorias perdidas, Judith ya no lo consideraba fantasía.

Ella sabía que era posible.


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