El Precio Del Regalo

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Desde que Andrés conoció a Mariana, supo que ella pertenecía a un mundo distinto. No era solo su forma de vestir o los lugares que frecuentaba, era ese aire de seguridad con el que caminaba, como si todo en la vida ya estuviera resuelto. Él, en cambio, había aprendido a ganarse las cosas desde joven. Su padre era mecánico, su madre ama de casa, y él, con esfuerzo, se había convertido en uno de los arquitectos más prometedores de la ciudad.

Se conocieron en una exposición de diseño urbano. Él había ido a presentar un proyecto, ella solo acompañaba a una amiga. Pero entre una maqueta y otra, sus miradas se cruzaron, y bastaron unas pocas palabras para encender una chispa que ninguno de los dos pudo apagar.

Contra lo que muchos podrían haber esperado, los padres de Mariana lo aceptaron desde el principio. Tal vez fue su elegancia natural, su discurso articulado, o la pasión con la que hablaba de su trabajo. El papá de Mariana, un empresario de renombre, lo admiró desde la primera vez que lo escuchó hablar de urbanismo sostenible y diseño inteligente. “Este joven tiene talento de verdad”, decía.

La boda fue un sueño. Una hacienda enorme, arreglos florales de revista, comida gourmet, música en vivo y hasta una fuente de chocolate. Todo, cortesía del papá de Mariana. Andrés no puso un solo peso, y aunque al principio eso lo incomodaba un poco, ella le decía: “Es un regalo, amor, acéptalo con cariño”. Y así lo hizo.

Después de la luna de miel, vino el siguiente regalo: una residencia de dos pisos en una zona exclusiva. Moderna, espaciosa, con jardín, piscina y acabados de lujo. “Para que no batallen”, dijo el suegro con una sonrisa. Como si eso fuera lo normal, como si todos los recién casados recibieran una mansión y dos carros nuevos al salir del altar.

Al principio, Andrés se sintió agradecido. ¿Cómo no? Tenían todo lo que muchos apenas soñaban. Pero a medida que pasaban los meses, empezó a sentir una presión que no lo dejaba dormir tranquilo.

Las facturas llegaban como olas. El recibo de la luz era altísimo por el sistema de climatización central, el agua, el gas, el mantenimiento del jardín, la seguridad del fraccionamiento. Luego venían los seguros de los carros, la tenencia, los servicios premium que Mariana estaba acostumbrada a contratar sin mirar precios.

Una noche, mientras revisaba las cuentas en su estudio, Mariana entró y lo vio con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa, amor? Últimamente te veo muy tenso.

Él dudó un momento, pero ya no podía seguir fingiendo.

—Es que… no sé cómo decirlo. Nos han dado tantas cosas, pero mantenerlas... es imposible para mí.

—¿Cómo que imposible?

—Mariana, esta casa es hermosa, pero consume lo que ganaría en tres meses solo en servicios. Los carros necesitan seguros, mantenimiento, gasolina. Tú compras cosas como si nada. Yo no puedo sostener este estilo de vida.

Ella se quedó callada unos segundos, luego se sentó frente a él.

—Pero no tienes que cargar con todo tú solo. Mis papás están dispuestos a seguir ayudándonos.

—Ese es el problema —respondió Andrés bajando la voz—. Siento que no es mi vida. Siento que estamos viviendo con cosas que no son nuestras. Cada regalo me pesa. Me siento como un niño mimado, no como el hombre que quería ser.

—¿Te arrepientes de haberte casado conmigo?

—¡No! —respondió de inmediato—. Te amo más que a nada en el mundo. Pero me duele no poder darte esto por mis propios medios. Me duele pensar que si mañana tu papá se cansa o nos quita todo, no sabría por dónde empezar.

Mariana lo miró con ojos grandes y serenos.

—No me casé contigo por lo que tenías. Me casé contigo porque vi en ti a un hombre que lucha, que construye, que tiene visión. ¿De qué sirve que me des regalos si tú estás perdiendo la paz?

Ese fue un punto de quiebre.

A la semana siguiente, hablaron con el suegro. Le explicaron, con respeto, que necesitaban bajarse del tren del lujo. Decidieron vender la casa y mudarse a una más modesta, diseñada por Andrés, hecha a su medida. Vendieron uno de los carros y se quedaron con el más práctico. Mariana, por primera vez, aprendió a administrar con un presupuesto fijo.

Fueron criticados por algunos conocidos. Algunos pensaron que Andrés había perdido el favor del suegro, otros que estaban en bancarrota. Pero a ellos no les importaba. Cada mueble que compraban con su propio dinero, cada cuenta pagada con esfuerzo, era una victoria silenciosa.

Y una noche, cenando en la pequeña terraza de su nuevo hogar, con una copa de vino y la brisa de verano acariciándolos, Mariana dijo:

—Ahora sí siento que esta es nuestra vida. Tal vez no tengamos lo de antes, pero esto lo estamos construyendo juntos.

Andrés la abrazó con fuerza.

—Y eso vale más que cualquier mansión.


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